Archivo de la categoría: Literatura americana

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El ángel Esmeralda (Don DeLillo)

Don DeLillo
Seix Barral
2012
240 páginas
Traducción de Ramón Buenaventura

DeLillo (Nueva York, 1936) que ha publicado hasta la fecha más de quince novelas -de las cuales solo he leído, de momento, El hombre del salto-, recopila en este libro sus relatos -nueve- publicados a lo largo de más de 30 años, entre 1979 y 2011, que me han gustado mucho más de lo que presumía.

Me resulta interesante ver las encendidas polémicas que a menudo surgen acerca de los relatos y las novelas, pues hay quien piensa -incluidos muchos escritores- que los relatos son un género menor, como si fuera el hermano pobre de la literatura. De tal manera que aquellos escritores que se explayan en novelas de largo recorrido, miran a los escritores que escriben relatos, por encima del hombro -de los que escriben aforismos, ya ni hablamos- como si estos últimos, solo fueran capaces de defenderse en las distancias cortas -por falta de talento, ambición, tiempo, escatimar esfuerzos, etc…, pero nunca ambicionar una obra monumental, o de largo aliento -al menos en extensión-.

Respecto a esto, estoy de acuerdo con lo que decía Thomas Mann, en este ensayo que escribió sobre Chéjov, cuya obra, a pesar de ser en su mayoría relatos, más o menos cortos (que recopilados ahora por Páginas de Espuma arrojan alrededor de unas !4.000 páginas!), tenía tanta calidad, que la extensión importaba poco, y no hacía distingos Mann entre obras largas y cortas, pues lo que importa es la calidad, y esta no se cifra en la extensión, sino en lo que el escritor dice y en cómo lo dice: el estilo, en definitiva.

Todos los relatos tienen un nexo común: sobre el ser humano se cierne una amenaza, que viene de fuera. En Creación puede ser una retención en una isla, una especie de laberinto del que es complicado salir, lo cual provoca angustia en los confinados.

Momentos humanos de la tercera guerra mundial me recuerda al libro de Landolfi, Cancroregina, donde dos zumbados, a bordo de una máquina, la Cancroregina del título, se lanzaban a una odisea espacial, donde uno de ellos moría y el otro quedaba flotando en ese líquido amniótico sideral, un poco a la deriva, física y mental. En el relato de DeLillo dos astronautas están en una nave, mientras en la tierra ha estallado una guerra, y uno de ellos, el tripulante más joven, parece empezar también una especie de desconexión, una desnaturalización, que en lugar de llevarlo al nihilismo y la destrucción, se acerca más a la del demiurgo que mirando a su retoño, en este caso la tierra, se siente satisfecho, en paz consigo mismo, a pesar de que su existencia tenga una naturaleza límbica y su mundo -todo aquello que su mirada subsume y le solaza- sea cuanto ve a través de la ventanilla de su nave. Demiurgo panóptico enclaustrado orbitando hacia la Nada. DeLillo emplea una jerga sideral que al leerla crea una sensación extraña, como de elevación, como si al leer, flotaras.

En El corredor, la amenaza es el miedo ante lo desconocido, a un secuestro por ejemplo, donde el rapto hace más mella en quien lo visiona que un tiroteo. En El acróbata de marfil es ante un terremoto donde el ser humano asume su fragilidad, su contingencia, quien se siente ante esos temblores que asolan la faz de la tierra, como un barquito ante las fauces del mar. La ciudad de Nueva York se nos presenta -en el relato El ángel Esmeralda– también hostil, no la ciudad en sí misma, sino quienes la habitan y la envilecen al cometer actos atroces, como el asesinato de una niña de 12 años, que dará pie para unas posteriores apariciones del rostro de la difunta sobre un cartel publicitario, donde la fe colmará en muchos lo que la miseria y la desesperanza socavan cada día.

Hay espacio también para reflexionar sobre el arte, sobre lo que vemos cuando miramos un cuadro -a menudo un vistazo rápido que nos hace ver sin entender-, que en el relato Baader-Meinhof presenta cuadros que muestran a unos terroristas de la Fracción del Ejército rojo muertos en sus celdas, ejecutados o suicidados y aquí la amenaza es esa violencia mutua del individuo contra el estado -que se explicita matando, no al Estado, sino a las personas que lo conforman- y la respuesta del Estado contra los terroristas, ejecutándolos en sus celdas, y es también la violencia de la proximidad física, la zozobra que experimenta una mujer que permite entrar en su domicilio a un hombre que ha conocido en un museo, con quien no quiere hacer lo que él ha venido hacer y genera una tensión muy bien explicitada por parte de DeLillo.

Medianoche en Dostoievski, me recuerda al libro Peaje, donde dos jóvenes -que no trabajan en el peaje de una autopista, sino que son estudiantes universitarios- fantasean con todo lo que sus pupilas registran, tratando así de saciar su curiosidad -alimentada por Ilgauskas, docente socrático sólo en apariencia, pues quien hace las preguntas y monopoliza el diálogo -que es un monólogo-, es únicamente el profesor-, imaginando qué vidas llevan aquellos con quienes se cruzan por las calles, en su vano empeño de aprehender una realidad siempre esquiva, una realidad que deja a los jóvenes mirones como espectadores de los demás, cuyas vidas y actos numeran, cuentan, clasifican, sin atreverse a dar el paso, a romper el silencio, a pasar de lo abstracto a lo concreto, del concepto al individuo, un paso que en el caso de darse, o de intentarlo, supondrá una ruptura y todo un acontecimiento.

La hoz y el martillo me resulta el relato más divertido, donde brilla el humor de DeLillo, y también la crítica, pues situando a los personajes en una cárcel de baja seguridad que parece más un campamento, nos lleva a reflexionar sobre el sentido de las penas carcelarias, y cómo aquellas que son consecuencia de delitos fiscales, evasión de impuestos, blanqueamiento de capitales y similares, parecen no tener nada que ver con otros delitos como el asesinato, las violaciones, actos terroristas, pero como luego hemos visto, estas empresas financieras y los individuos que en ellas trabajan son muy capaces con su mala praxis de hundir la economía de un país y de destrozar a sus ciudadanos, privándolos de sus ahorros, de un presente y de un futuro y obligándonos a soportar el coste del rescate financiero de las entidades bancarias, como hemos visto que ha sucedido en muchos países europeos. Aparecen en el relato televisivo que narra la Crisis Financiera Global, Grecia, Portugal, Irlanda, Islandia, y todo aquello que en los medios aparecía con palabras rimbombantes como Crisis, como Caos, que abonarían el terreno para los ajustes, para la austeridad, para el desmantelamiento de la socialdemocracia y el advenimiento -como se comprueba recientemente-del populismo. Dios aprieta pero no ahoga, dicen. La mano invisible del mercado, aprieta y ahoga, digo.

La hambrienta, el relato más flojo, aborda como la obsesión -otra amenaza, cinéfila por ejemplo-, es un imán que nos deslocaliza de nosotros mismos, que nos aísla, un alimento visual que sacia la soledad y que para la protagonista válida que La existencia humana entera es un efecto óptico, tal que un parpadeo lo borra todo.

Stephen Dixon

Interestatal (Stephen Dixon)

Stephen Dixon
Eterna cadencia
2016
480 páginas
Traducción de Ariel Dilon

Stephen Dixon (Nueva York, 1936) a lo largo de las casi quinientas páginas de Interestatal (finalista en 1996 de los National Book Awards, que ganó Philip Roth con El teatro de Sabbath y en castellano por vez primera en la edición de Eterna Cadencia y traducción Ariel Dilon) nos ofrece los devaneos de Nat, quien mientras va en coche con sus dos hijas, ve cómo su hija pequeña Julie muere al recibir un balazo desde otro coche.

¿Cuántas veces nos gustaría dar marcha atrás?. ¿Cuánto desearíamos devolver las cosas a la situación original!. ¿A qué situación exactamente?. Si tuviéramos la potestad de corregir cada uno de nuestros actos y errores, creo que apenas podríamos avanzar, pues siempre nos surgiría la duda de si hemos hecho lo correcto, si las cosas podrían ser mejor de lo que son y viviríamos emboscados y paralizados en un ”y si…” ad perpetuam.

A lo largo de ocho capítulos Nat aborda la muerte de su hija Julie, desde los momentos previos a que ésta tenga lugar, hasta lo que acontece después de su muerte, cuando su mujer le pide a Nat el divorcio, consuma éste entonces su venganza, va a parar a la cárcel y pierde durante todo ese tiempo el contacto con Margo, su otra hija superviviente, con la que tratará de verse una vez salga de la trena, evidenciando lo complicado que supone rehacer una vida hecha añicos, donde el pasado no deja de pasar, ni de pesar e interferir y condicionar, quieran o no, tanto el presente como el futuro que Nat sueña con Margo y sus nietos.

En otro capítulo, en otra vuelta de tuerca -porque la novela es un ir atornillando y desarmando (y en los últimos capítulos aburriendo) al lector- se nos muestra a las bravas los momentos en los que Julie después de recibir la bala se debate en una cuneta de la interestatal entre la vida y la muerte y somos testigos de la desazón de Nat y de Margo pidiendo ayuda, conscientes de que cada minuto que pasa es determinante y luego lo que se experimenta cuando la doctora dice las palabras que uno nunca desearía oír “Lo siento pero…” y cómo comunicar la luctuosa noticia a la madre, que no iba en el coche, cómo explicarle que de una situación tan absurda e inesperada ha devenido algo tan trágico, tan irremediable.

Otros giros nos llevarán hasta los momentos previos al accidente, a los recuerdos que pueblan la mente de Nat con refugiados húngaros, que le dan pie para hablar con sus hijas de la obligación de ser respetuosos con los defectos físicos ajenos; una pugna que mantiene Nat consigo mismo, pues una cosa es lo que verbaliza con sus hijas -lo que debe de ser- y otra la que su mente crea, pues a medida que ve cómo un vehículo con dos hombres a bordo, uno con una risa horrenda y el otro con cara de loco, no hacen otra cosa que asustarlos y perturbarlos, Nat solo pensará en machacarlos, en hacerlas pagar el mal rato que les están haciendo pasar a él y a sus hijas, pues nunca ha dejado de ser alguien violento que cae con facilidad en los brazos de la ira.

La prosa de Dixon confiere a la narración la naturaleza de vórtice, la propia de un remolino de palabras capaz de descolocar y desarmar mediante diálogos trepidantes y flujos de conciencia lacerantes, pero a partir del cuarto capítulo la narración se vuelve tediosa y el estilo de Dixon insufrible, porque cuando una narración es tan reiterativa, o aparentemente reiterativa, o eres Bernhard o eres un palizas, y Dixon dista mucho de ser Bernhard, luego…

Se puede entender la novela como una reflexión sobre la violencia en Estados Unidos a mediados de los noventa, que es de cuando data la novela; violencia la cual como vemos a diario no ha dejado de aumentar todos estos años, cuyo colofón es hoy un Trump presidenciable y asesinatos raciales casi a diario. El discurso de Nat me resulta plano, chato, simplón, como el resto de la novela que no deja de ser otra cosa que pura cháchara (cháchara monumental), donde los pensamientos y delirios de Nat se plasman en un estilo, el de Dixon, logorreico e inane, que en el último capítulo, mediante una labor de deconstrucción, dinamita todo lo anterior.

Un cachondo, un juguetón, este Dixon.

herzog

Herzog (Saul Bellow)

Saul Bellow
Galaxia Gutenberg
450 páginas
2012

Herzog convirtió a Saul Bellow en un escritor famoso y millonario y lo puso en el camino del Nobel, que obtendría en 1976. Algo sorprendente dado que Herzog no se me antoja como una novela fácil, ni un bestseller al uso.

Herzog a día de hoy es ya todo un personaje en el mundo de la literatura. La figura de ese profesor de filosofía en crisis, delirante, cuya angustia existencial puede abocarlo al nihilismo, empecinado en escribir misivas a vivos y a muertos; cartas que no envía y que a menudo son poco más que composiciones mentales; la guerra sin cuartel que lleva a cabo con una de sus ex mujeres, una tal Madeleine, y esa posibilidad de enmienda, de reconstrucción, de abrazarse a la cordura, lejos de la civilización, en una población rural, donde apaciguar ese runrún interior, esa ansia, el fragor existencial que lo atormenta y alienta, para acabar sin tener nada que decir, sin tener que ofrecer ningún mensaje a nadie es el colofón a una novela soberbia.

Bellow echó mano de su divorcio para sustanciar la relación de Herzog y Madeleine, una relación que deja de serlo para devenir un infierno psicológico, acrecentado con la hija que ambos tienen en común, lo que da pie para mostrar el reverso del cariño, cuando la divisa post matrimonial es el odio, el rencor y la venganza. Todo esto Herzog lo refiere con ironía, asumiendo sus errores, su patetismo, su incapacidad de trasladar ese mundo puro de las letras, al mundo real de los sentimientos encontrados, de los deseos incumplidos, de la insatisfacción como el pan nuestro de cada día que amarga el porvenir.

Le secundan en su vía crucis personajes muy bien construidos como Valentine Gersbach, su mejor amigo, que acaba liándose con su mujer, o su abogado Sandor Himmelstein, que le permiten a Bellow ofrecernos unos diálogos corrosivos e hilarantes.

Bellow lleva las situaciones al límite, alimenta la tensión, y no rehuye mostrar a sus personajes tal como son, con sus luces y sus sombras, así, mientras vemos la inquina que Herzog siente hacia Madeleine, ese odio que solo desaparecería con la extinción de la misma (un sentimiento que parece ser recíproco), a su vez empatizamos con la ternura que Herzog siente hacia su hija, con la que se verá experimentando una situación que dista mucho de la típica escenita padreseparado-hija donde el simulacro de la episódica felicidad parental se enmarca en un zoo, en un acuario, en un centro comercial y no en una comisaría, donde el padre deja de ser dios para acercarse más a un mendigo, donde el hombre toma conciencia de su vulnerabilidad, donde la realidad ya no es un libro, ni un razonamiento, sino la posibilidad de acabar en la trena.

Jenny Offill

Departamento de especulaciones (Jenny Offill)

Jenny Offill
Libros del asteroide
2016
174 páginas

Ciertos libros me irritan. Este es uno de ellos.

La autora va mezclando citas ajenas (Horacio, Weil, Elliot, Rilke, Dickinson, Keats, Zweig, Wittgenstein, Singer…), al tiempo que nos narra la relación con su pareja (y los problemas que van surgiendo con el paso del tiempo) y el crecimiento de su hija y no falta tampoco el yoga, el maestro zen, la cosmología, las mascotas, el tedio, la balsámica huida hacia parajes poco masificados…

Como esto de la pareja y los hijos afecta a buena parte de la población, parece que el éxito está asegurado, vía empatía. Que vivamos situaciones análogas (la crisis en la pareja es un lugar común), a las que refiere Jenny, tiene más de coincidencia y de olfato comercial que de literatura.

Y si la deriva de la literatura va por estos derroteros, razones hay de sobra para refugiarme en los clásicos (uno de los personajes recomienda leer a todos los filósofos pretéritos y en eso estoy de acuerdo), porque este tipo de literatura pop, me resulta tan superficial y banal que no puedo con ella.

Este elogio hacia lo cotidiano, hacia la nadería, no tiene nada malo cuando hay literatura detrás, una mirada aguda, pero cuando la autora parece aferrarse a la máxima de uno de los personajes del libro que afirma, que a la gente hay que darle lo que quiere, doy entonces la razón a Valéry cuando afirmaba éste que hacía falta menos para gustarle a mil lectores que a cien. Cuestión de exigencia.

Sobre una escritura de mínimos, conformista y de muy escaso vuelo, abonada con mucha frasecita lapidaria, Jenny encontrará sin duda multitud de adeptos, que loen lo ameno de la obra, lo fácil que se lee, lo divertida que les resulta, lo mucho que se identifican con lo leído. Sí, por eso tienen tanto tirón los libros de autoayuda.

Escribir es (o debe ser) ir más allá de jueguecitos, como dedicar una página para decir:

¿Cómo estás?

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!Qué no os vendan amor sin espinas, ni os den gato por libro!

PD. El libro aparece recomendado en la contraportada por Jenn Díaz y Ricardo Menéndez Salmón («Un libro formidable en su solo aparente levedad»). Lo del asturiano me choca, porque creo que la bisoñez y levedad de Jenny están en las antípodas de la manera de escribir y de entender el mundo, que es lo mismo, de Ricardo, cuyo El sistema, sí que me está resultando una obra muy notable.