Archivo de la categoría: Editorial Caballo de Troya

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madre mía (Florencia del Campo)

Hay libros que te encuentran. madre mía de Florencia del Campo (Buenos Aires, 1982) no tenía idea de leerlo, pues lo había visto varias veces sin que llamara mi atención, pero hoy me acerqué por un local que entre otras cosas de segunda mano vende libros y me sorprendió verlo allá, pagué el euro y me lo llevé para casa, lo he leído en tres arreones y lo he disfrutado bastante.

!Ay, la familia!. Por estos andurriales librescos he ido dando cuenta de amores y desamores paternos y maternos. Ya sea como tributo, en Ordesa, o poniéndose en lo peor, en Saturno, Carta al Padre, Adiós a los padres o Apegos feroces con la que la novela de Florencia guarda más similitudes.

madre mía es la relación de F. con su madre, a la cual le diagnostican un cáncer sin solución y la hija que vive fuera de Argentina, ora en España, ora en Francia, ora en la India, va yendo y viniendo, surcando los cielos en un avión que si miramos la portada asemeja una cruz con un aura divina.

La enfermedad materna le plantea a la hija que narra un problema moral. ¿Qué hacer? ¿Ir a Argentina? ¿No ir? ¿Cuantas veces? ¿Cuanto tiempo?. Preguntas que le llevan a formularse el sentido de la palabra familia, maternidad, filiación. ¿Qué se espera de una hija en este trance? ¿Qué alimenta el sentimiento de culpa? ¿Dónde acaba el sentimiento y nace la obligación? ¿Cuándo el cordón umbilical se convierte en nudo corredero? ¿Cuando el apego se convierte en dependencia? ¿Por qué aquello que no se ve (las raíces) es lo que nos sustrae del nihilismo?

La narradora va y viene como la barca de Treto para hablarnos de su estancia en Madrid, su periplo por la India, sus escarceos sexuales (que me recuerdan a Permafrost, con otra narradora que tampoco se cortaba un pelo a la hora de sentirse y contar(nos)lo), aquellas personas que pululan a su alrededor identificados con una sola letra, conminándolos así al olvido inmediato.

La muerte esta ahí presente desde nuestro primer latido. La putada es que te pongan la fecha de caducidad, cáncer terminal mediante y surja la zozobra en el afectado y en todo su entorno, el nudo en la garganta, la indefensión, la vulnerabilidad, el amor espinoso y con tropezones.

!Madre mía, qué jodidamente contradictorio es todo a veces!.

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En la ciudad líquida (Marta Rebón)

Leí una vez que todo buen traductor debía de ser a su vez un buen escritor. Marta Rebón (Barcelona, 1976), reputada traductora de textos rusos al castellano (Vida y destino, El fiel Ruslán, La facultad de las cosas inútiles, Una saga moscovita, Inmersión, un sendero en la nieve, El caballo negro, Ante el espejo...), nos ofrece en La ciudad líquida un artefacto narrativo mezcla de relatos de viajes, autobiografía y ensayos literarios (empleando algunos materiales que ya aparecían en algunos epílogos a los libros traducidos por Marta). Como hacía María Belmonte (tras su fascinante Peregrinos de la belleza, viajeros por Italia y Grecia) en Los senderos del mar, un viaje a pie, Rebón se sitúa en primera línea para hablarnos de ella, si bien la parte autobiográfica no es lo que más peso tiene en el libro, que es una sucesión de viajes por distintas ciudades del mundo, de San Petersburgo, a Tánger, pasando por Barcelona o Quito, entre otras muchas.

Decía Galdós que el poder de la idealización poética es tal, que sus creaciones tienen tanta fuerza como los seres efectivos; su memoria iguala si no supera a la de los individuos históricos de dudosa existencia. Más conocidos son en el mundo Romeo y Julieta que César y Alejandro. No ha de sorprendernos por tanto que para Dovlátov -aquel escritor ruso al que no le resultaba casual que todos los libros tuvieran forma de maleta– la mayor desgracia de su vida fuese la muerte de Anna Karénina. Rebón sigue la pista a un sinfín de escritores, quiere seguir también sus pasos, caminar las mismas calles, ocupar las mismas habitaciones, mirar los mismos cielos, al tiempo que muchas de las ficciones en forma de novelas o relatos pasan a formar parte de la escritura de Rebón, la cual recurre a las vidas de estos personajes de ficción para contrastarla con lo que ella mira y siente, valiéndose de un sinfín de citas, que como nos dice Vila-Matas toman nuevo significado y sentido cuando se insertan en otro texto, citas que más que muletas le sirven a Rebón como rampa de lanzamiento, pues logra sustraerse a los lugares comunes -tal que cuando uno de los capítulos se titula Paseos, yo ya visualizaba allí al escritor que parece haber monopolizado para sí el término, a saber, Robert Walser– y despliega las alas hacia nuevas rutas y horizontes, lo que hace la lectura sorprendente, estimulante, gozosa, plena (donde el tiempo proteico es ya Aión), en especial con las páginas dedicadas a Chéjov, Dovlátov, Dombrovski, Aksiónov, Ajmátova, Saint-Exupéry, Dostoievski, Pasternak, Gógol, Marina Tsvietáieva, Chukóvskaia, Nabokov, Brodsky, Goytisolo...

El único pero que le pondría al libro es que algunas fotos como la de la página 144 presentan un tamaño tan reducido (4,5 cm x 2,5 cm) que hubiera sido mejor haber prescindido de ellas, además, las dimensiones del libro no permiten disfrutar de muchas de ellas, de tamaño algo mayor, que hubieran requerido, a mi entender, mejor calidad del papel y un mayor tamaño.

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El estado natural de las cosas (Alejandro Morellón)

Si en un poemario conviene dejar los mejores poemas para el final, en un libro de relatos hemos de proceder igual. Si algo me ha resultado este libro de Alejandro Morellón es descompensado, porque comienza bien, sigue mejor y se da un batacazo monumental con un relato, el último, aburrido de cojones. Y es curioso porque no he logrado empatizar con lo que le sucede al protagonista de dicho relato, a pesar de haber tenido en mi juventud un amigo, al que apodábamos Kinder, que sufrió lo suyo una temporada a consecuencia de un hydrocele.

Sin lugar a dudas lo mejor del libro con diferencia es el relato que da título al libro, El estado natural de las cosas, que por sus dimensiones es casi una nouvelle. No inventa nada Morellón, sino que más bien tira de homenaje, pues lo protagoniza un fulano que un buen día se va al techo de su casa, se invierte su perspectiva y viene a ser un personaje Kafkiano. Morellón ahí hila fino y va gestionando muy bien eso que entendemos por memoria, así que su personaje comienza a recordar, ayudado por su hermano, trayendo de vuelta a su madre; unos recuerdos filiales que no le serán hay que decirlo, de mucha ayuda, pues al pobre, convertido en un insecto humano, le deja la mujer que de paso se lleva al hijo de ambos, y ve como a su padre lo consume la enfermedad. El testimonio es demoledor, aderezado con algo de sexo, primero virtual y luego carnal. El final es muy bueno. Muy gráfico, cojonudo.

Antes de El estado natural de las cosas, hay otros relatos que parecen transitar lo fantástico, si bien lo que hay es una realidad macilenta y personajes que no saben si van o vienen porque todo es una mierda gigantesca. Me gusta el relato del señor que se amputa un brazo a cambio de dinero. Un dinero que le será de poca ayuda y le hará perder -o eso piensa este Cervantes sin Quijote- enteros ante la memoria de su mujer.

Hace un par de meses este libro ganó el IV premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez. Dicho queda.
Habrá más Morellón.

El discurso vacío

El discurso vacío (Mario Levrero 2007)

Mario Levrero
2007
Caballo de Troya
169 páginas

Llego a esta novela de Levrero después de leer Últimas noticias de la escritura de Chejfec, donde se habla de este libro, con el que Levrero se obliga a ejercicios de cambio de caligrafía como un modo de mejoramiento del propio carácter moral y de las virtudes de su creación.

No tengo claro que a Levrero estos ejercicios de caligrafía le mejoraran su carácter moral ni las virtudes de su creación, pero en tanto en cuanto la razón de un escritor es escribir y si es lo de los que saben que todo lo que escriban verá la luz, Levrero se puede permitir una novela como esta, sin apenas argumento, donde a modo de diario el autor irá plasmando su día a día, tanto caligráfico como existencial, y ante textos como este siempre me pregunto ¿dónde acaba la cháchara intrascendente y empieza lo trascendente?.

Es esta una pregunta sin respuesta.

El libro presenta momentos interesantes, pero esto no es algo claro de ver, sino que atenderá más bien a los gustos del lector, que en esta novela y en cualquier otra, encuentre algo en el texto que de una u otra manera le interpele y le permita rellenar este, aparentemente, discurso vacío.

De todo lo dicho en la novela, me interesan las reflexiones que Levrero (con su particular humor) se hace acerca de la convivencia con su mujer, sobre como maridar la necesidad de estar acompañado, con su necesidad de que respeten su soledad, en pos de la paz y la tranquilidad, anhelante de un silencio benéfico. También la necesidad de ese Levrero creador y autoral, de «ver mi nombre, mi verdadero nombre y no el que me pusieron, en letras de molde. Y más que eso, mucho más que eso, quiero entrar en contacto conmigo mismo, con el maravilloso ser que me habita y que es capaz, entre muchos otros prodigios, de fabular historias o historietas interesantes«.
Y muy jugosa es su reflexión final, el epílogo, sobre lo que acontece cuando uno llega a cierta edad, donde «uno deja de ser el protagonista de sus acciones: todo se ha transformado en puras consecuencias de acciones. Lo que uno ha sembrado ha crecido subrepticiamente y de pronto estalla en una selva que lo rodea por todas partes, y los días se van nada más que en abrirse paso a golpes de machete, y nada más que para no ser asfixiado por la selva: pronto se descubre que la idea de practicar una salida es totalmente ilusoria, porque la selva se extiende con mayor rapidez que nuestro trabajo de desbrozamiento y sobre todo porque la idea misma de «salida» es incorrecta: no podemos salir porque al mismo tiempo no queremos salir, y no queremos salir porque sabemos que no hay hacia dónde salir, porque la selva es uno mismo y una salida implica alguna clase de muerte o simplemente la muerte. Y si bien hubo un tiempo en que se podía morir cierta clase de muerte de apariencia inofensiva, hoy sabemos que aquellas muertes eran las semillas que sembramos de la selva que hoy somos.

Este epílogo, es para mí sin duda lo mejor de la novela, en la que Levrero ejerce de funambulista, caminando durante 169 páginas sobre el alambre, suspendido sobre un vacío que se afana en devorar la paciencia del lector.
Y al final, Levrero logra llegar al otro lado y nosotros con él.
Aplausos.
Levrero, aquel ilusionista