Archivo de la categoría: Crítica

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La virtud de Checchina (Matilde Serao 2015)

Matilde Serao
92 páginas
Editorial Ardicia
Traducción: Pepa Linares
2015

Matilde Serao escribe esta pieza breve en 1883, casi 30 años después de la publicación de Madame Bovary por Flaubert, con la que guarda ciertas similitudes.

La protagonista, Checchina, vive en Roma junto a su marido, médico, del que desprecia su orondez, sus toscas maneras, su tacañería, su capacidad para dormitar en cualquier parte, los olores que éste se trae a casa, propios de su oficio como médico y del trato con personas de toda condición, etc.

Un buen día un Marqués, es invitado a comer a casa de la pareja, y el marqués, sólo como está, y conquistador como parece, le tira los tejos a Checchina, animándola a tener con él una aventura.

Checchina, deslumbrada, descolocada por ser ella el objeto del deseo de un Marqués (entendido más como una condición social que como una singularidad especial), decide dar ese paso hacia el adulterio y cometer una infidelidad, pero la realidad no se le pondrá nada fácil.

Checchina, más que desesperarse por la grisura o monotonía de su existencia, cifra su desesperación cotidiana en cosas materiales, en todo aquello que su burguesía ramplona no le permite tener, a saber: abrigos de pieles, perfumes caros, prendas de vestir elegantes. Así, la opción de ir a visitar al Marqués se le antoja como una aventura, como un acto más pueril que adulto, pues da la sensación que podría ser una aventura con un Marqués, o un viaje al extranjero, o tomarse un café en un bulevar engalanada con las mejores pieles, aquello que a Checchina la haría feliz, más que el hecho de buscar el amor, o la felicidad, en el regazo ajeno.

Si Bovary llevaba su apasionamiento febril y su despecho delirante hasta el punto de poner fin a su existencia, Checchina va en sentido contrario, pues cualquier pormenor, ya sea la lluvia, o su falta de espíritu, arrojo o simpleza, será aquello que la conducirá finalmente de nuevo a la placenta del hogar, a la nada cotidiana de la que se fue y a la que regresará y que podemos entender como otro drama (que la autora reviste de un patetismo cómico), como un suicidio en vida, al sufrir Checchina la imposición de tener que vivir una vida con desgana, sin apasionamiento, sin horizonte, ni ilusiones, una vida más, en definitiva, doméstica, banal y trivial.

Recomiendo leer el posfacio de Natalia Ginzburg, que obra como reseña y da las claves de esta obra, no tan menor, como su extensión pudiera hacernos presuponer.

Trieste

Trieste (Daša Drndić, 2015)

Daša Drndić
2015
Automática editorial
536 páginas
Traductora: Simona Škrabec
Ilustración de la portada: Natalia Zaratiegui

Acabo esta novela abatido, horripilado, espeluznado y nada consolado. Nada raro por otra parte, cuando la materia narrativa tiene que ver con las abominables acciones perpetradas por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial contra los judíos, gitanos, partisanos, discapacitados, etc.

Si uno desea conocer de primera mano lo que es la maldad humana en estado puro, aquí encontrará unos cuantos testimonios capaz de llevarte al borde de la náusea, sin apenas esfuerzo. Cuando al ser humano lo despojan de tal condición, se convierte en un objeto, en una materia sin valor, en una «carga» que se manipula como cualquier otro producto, una carga que será procesada, y reducida a cenizas y que luego en sacos será arrojada al fondo del mar o enterrada, a fin de no dejar los nazis rastro de sus atrocidades.

Cuando la guerra acaba y los miembros de las SS y del tercer Reich son juzgados, ninguno de ellos reconoce sus crímenes, ni la maldad implícita en los mismos. Más allá de la obediencia debida, de alegar que estaban librando una guerra, que cumplían con su deber, ninguno de ellos se cuestiona, si degradar a seres humanos, darles tiros en la nuca al pie de las fosas comunes, matar a los prisioneros a golpes o dispararles como si fuesen conejos, mientras corren aterrorizados o vejarlos hasta reducirlos a un amasijo de carne arrumbada, lanzar bebés al aire y tirotearlos como si fuese una modalidad del tiro al plato, y finalmente gasearlos y matarlos haciéndoles creer que les van a dar una ducha reparadora, nada de todo esto es cuestionado por estos soldados, nada es puesto en entredicho, nada es simiente de remordimiento alguno, era el sistema decían, así eran las cosas se defendían.

Una vez finaliza el exterminio quienes no son llevados ante la justicia, vuelven a sus hogares, a sus roles de padres ejemplares, de maridos perfectos, mientras escuchan música clásica en sus gramófonos y podan sus rosales, y leen la prensa y llevan vidas tranquilas en sus oficios, residiendo en las ciudades que les vieron crecer, hasta que un buen día alguien (esos pocos que lograron sobrevivir a los campos de exterminio) los reconocen por las calles, y entonces son llevados hasta la justicia, y unos son condenados a cadena perpetua, y muchos otros son liberados a los pocos años por causas humanitarias, declarados enfermos y muchos ni siquiera van a la cárcel, pues se han borrado tantas huellas como se han podido y los jueces imponen sentencias irrisorias, donde la muerte de varios miles de personas se salda con unos pocos años de cárcel en el peor de los casos.

Y la reflexión que uno se hace es que la violencia siempre genera violencia y daño y malestar y no trae nunca nada bueno, y el que sobrevive y no se ciega con la venganza, a duras penas consigue sobrellevar el pasado, la tristeza, la amargura y muchas son las víctimas que tras dejar los campos deciden suicidarse.

A su vez, los hijos bastardos que tuvieron los nazis, o aquellos fruto de las violaciones perpetradas en los territorios ocupados por los nazis, o los que fueron a parar a los Lebensborn de Himmler (que tras la guerra serían desmantelados) dejaron en el camino a miles de niños, más tarde adultos que nunca supieron quienes fueron sus padres, sus madres, su familiares. Niños que en esos orfanatos fueron víctimas de abusos de todo tipo, de maltratos, de múltiples vejaciones, pues sus agresores (bedeles, vigilantes, directores) veían en ellos la simiente del diablo, cuando hablamos de niños de muy corta edad. Otra barbarie más.

En 1935 el título de bebé ario más bello de Berlín lo obtuvo una niña de seis meses llamada Hessy Levinsons. ¿Se imaginan lo que sigue?. Sí, los padres de la niña eran cantantes de ópera, originarios de Lituania y judíos. La fotografía de la niña se utilizó para la edición de tarjetas postales de manera que Hessy recorrió todos los territorios de Alemania impresa en una postal de felicitación.

Niklas Frank, hijo de un criminal nazi, abominó de su padre, de su pasado, de todas las cosas horrendas que este hizo. Es de los pocos que lo ha hecho. Frank piensa que lo que habría que haber hecho es haber ejecutado a todos los nazis, sin juicio ninguno. Porque si no nos encontramos con lo que luego ha pasado, que todo aquello ha germinado, que los nazis supervivientes, fueron luego arropados, justificados, minimizando entre todos ellos y a la larga, todo aquello, porque «El silencio se ha convertido en una enorme losa de cemento armado».

«De la Alemania nazi nació una red de canales subterráneos y que ahora llaman el duelo, la tristeza y el olvido, y que son como los tres ríos míticos que nunca se secan: Aqueronte, Cocito y Lete».

Thomas Bernhard cree que al Partido nacionalsocialista le sucedió el Partido católico, y que «ambas son dos enfermedades contagiosas, enfermedades del espíritu». (que Haneke plasmó maravillosamente en su película La cinta blanca) Y respecto de Salzburgo dice esto: «el ser de esa ciudad es enfermizo, perverso y contaminado y que no difiere de otras muchas ciudades europeas católicas que estaban orgullosas de su nacionalsocialismo, o como fuera que se llamaran entonces».

La voz de la narración que articula todo el relato es la de Haya, una mujer que llegando al final de su vida, decide echar la vista atrás, y mirar el pasado no desde la complacencia, sino metiendo las manos en el fango, en la mierda, removiendo lo que haya que remover, pues quizás esa y no otra es la manera de recuperar la dignidad, de asumir las contradicciones, de dejar de mirar para otra parte y asumir que ella, como casi todos los demás, sí sabía, y no hizo nada, mientras a su vez su hijo, un hijo robado, a la par, va recuperando su identidad, a medida que va conociendo quien es él, quienes sus padres, quien su madre.

Cuando se organiza el traslado en trenes de quienes iban a ser exterminados en los campos de exterminio, la opinión de los que como Elvira Weiner lo veían desde fuera, en el territorio neutral suizo, (neutralidad convertida en pasividad y en cooperación), mientras los trenes abarrotados de gente aterrorizada, esperaban en las estaciones durante horas, antes de partir hacia una muerte segura, era esta:

Sabíamos que esas personas iban a Alemania, sabíamos que entre ellos había judíos, sabíamos que existían los campos de concentración. Pensábamos que nosotros ya les habíamos ayudado y que si ellos continuaban ululando en la noche era su problema, es lo que pensábamos. Les habíamos dado mantas y café y sopa. Y si ellos continuaban rebelándose, no nos parecía correcto. Pensábamos: esta gente monta tanto alboroto que no nos dejan dormir. Eso es lo que nuestros vecinos escribían en los diarios.

En estos tiempos tan líquidos y desmemoriados, esta monumental novela de Daša Drndić (con una trabajada traducción de Simona Škrabec), muy bien editada por Automática Editorial,(la bonita portada es obra de la ilustradora navarra Natalia Zariategui) es más necesaria que nunca, para que nadie olvide lo que sucedió en Europa hace apenas 70 años, ahora que las carreteras y los trenes de media Europa se pueblan de refugiados y los mares se llenan cada día de cadáveres de niños y adultos, y el horizonte se cubre de verjas, muros y concertinas, es momento de no olvidar que nuestra pasividad, nuestra inoperancia, el dejar abandonados a su suerte a miles de personas, es abocarlos a una muerte segura. Es momento de exigir a las instituciones que actúen, que no se inhiban, que se pongan el mono de trabajo y hagan de las leyes un instrumento útil, capaz de salvar vidas y no de quitarlas.

El monte análogo

El Monte Análogo (René Daumal 2006)

René Daumal
177 páginas
Editorial Atalanta
2006

La singularidad de la novela es que se publicó inacabada allá por 1944. Parece ser que lo que pudo sacar adelante antes de morir René Daumel (1908-1944) es la mitad de la novela, que fue lo que se publicaría. El resto del libro son esquemas de trabajo, capítulos sueltos, recomendaciones para alpinistas principiantes, y un microensayo titulado Unos cuantos poetas del siglo XXV, donde se mofa de distintas corrientes poéticas, como el lirismo matemático, por ejemplo.

Tenemos pues un final abierto, un final el cual se quiso obtener a pie de cama del enfermo de tuberculosis, mientras Daumel agonizaba, pero sin mucho éxito al perecer este.

El título ya produce asombro e hilaridad. El Monte Análogo: novela de aventuras alpinas no euclidianas y simbólicamente auténticas. El desarrollo de la narración es disparatado y fantástico.

El periplo es una historia de aventuras a lo Julio Verne (como un viaje al fondo de la tierra, a la inversa) pero con una mayor carga filósofica, religiosa y metafísica, toda vez que el acto de escalar, se conciba más que como un ejercicio físico que como algo espiritual, al abandonar las regiones inferiores y entrar en contacto con lo divino, en una empresa tan imposible y fantástica como subyugante.

Daumel reviste toda la narración con mucho humor, ya desde el título y luego con el encuentro entre el protagonista, quien escribe un artículo en una revista hablando del Monte análogo, y un lector de dicho artículo que creerá este a pies juntillas, un tal Sogol (palíndromo de Logos) quien lo convence para realizar la empresa juntos.

Inician la aventura, el inventor el narrador, la mujer de este y media docena más de aguerridos aventureros quienes deciden ponerse en camino, a bordo de un velero y logran llegar al Monte Análogo, tras echar por tierra las teorías euclidianas, que me recuerda la isla de Lost, la cual también quedaba fuera del mapa, por los campos gravitatorios que la rodeaban.

Dos relatos fascinantes, la Historia de los hombres huecos o la de la Rosa-Amarga cifran la capacidad de invención de Daumal, trufada además toda la narración de detalles mitológicos, filosóficos, metafísicos, muy ingeniosos, divertidos, hilarantes y sorprendentes, que dejan un regusto amargo al acabar de leer este libro incompleto, porque uno es consciente de la potencia de la narración, y de lo que podría haber sido de haberse llevado a buen puerto.

Creo que vale la pena iniciar la escalada de este Monte Análogo, embarcarse en esta empresa fantástica, porque aunque no lleguemos a la Cumbre, la lectura, ese durante, mientras dura, me ha resultado apasionante

Verde agua

Verde agua (Marisa Madieri)

Marisa Madieri
Editorial Minúscula
2000
204 páginas
Posfacio de Claudio Magris
Traducción: Valeria Bergalli

Ante el éxodo masivo que están sufriendo hoy en día miles de personas, huyendo de sus países de origen, este libro, sirve como un testimonio, de todos aquellos, que a lo largo de la historia se han visto obligados a dejar su hogar y a sobrevivir como buenamente pueden (si lo consiguen) en otra parte.

La autora de la novela, Marisa Madieri (1938-1996), tuvo que abandonar tras La Segunda Guerra Mundial, cuando era niña, como otros 300.000 italianos, Istria, localidades dálmatas o en su caso, Fiume, al pasar estos territorios, de manos italianas a manos croatas, y tener que exiliarse como refugiados a los Silos de Trieste, que la autora describe en estos términos:

«Conocí así por primera vez el Silos, donde vivían acampados miles de refugiados istrianos, dálmatas o de Fiume con nosotros. Era un edificio inmenso de tres pisos, construido durante el imperio de los Habsburgo como depósito de semillas de cereales, con una amplia fachada adornada con un rosetón y dos largas alas entre las que se abría una especie de patio interior, donde los niños iban a jugar en tropel y las mujeres tendían la colada. El exterior de este edificio es aún hoy visible cerca de la estación del tren.

La planta baja, el primer piso y el segundo estaban casi por completo sumidos en la oscuridad. El tercero, en cambio, estaba iluminado por unas grandes claraboyas que había en el techo, que no se podían abrir. En cada piso, el espacio se encontraba subdividido por tabiques de madera en muchos y pequeños compartimentos, llamados box, que se disponían sin interrupción como las celdas de una colmena. Entre ellos se abrían calles principales y callejuelas secundarias de enlace. Los box estaban numerados y algunos tenían incluso nombre, como una villa. También las calles tenían nombre: la calle del dálmata, la de las Pola, la calle de la capilla, o la de los lavabos […]

Entrar en el Silos era como entrar en un paisaje vagamente dantesco, en un nocturno y humeante purgatorio. De los box se elevaban vapores de cocción y olores disparatados, que se unían hasta formar uno intenso, característico, indescriptible, una mezcla dulzona y rancia de olor a sopa, a coles, a fritos, a sudor y a hospital.»

La narración no cae en el derrotismo ni en el sentimentalismo. Todo lo contrario. La voz de Madieri, es la de una superviviente, y su mirada es una mirada luminosa, no viciada por el desamparo, ni menoscabada por el infortunio y la austeridad, ni por todas las trabas que ésta irá encontrando en su camino. Madieri es mucho más que una refugiada, y encuentra sustento en el cariño de su familia, en el estudio, en las lecturas (que la hacen soñar, al leer Guerra y Paz, con una vida grande, bella y dolorosa, que ella algún día alcanzaría) en la escritura, en sus hijos, en su marido, el escritor Claudio Magris (que escribe el posfacio, muy ilustrativo, del libro), sabedora Madieri de que «toda vida contiene la semilla de su destrucción»

La mirada de Madieri es un mirada limpia, transparente, esperanzadora, una mirada que no juzga, que no critica, y su narración describe unos hechos históricos, de tal manera, que quizás de otra manera no llegaríamos a ellos, desde la anécdota, desde la mirada de un ciudadano de a pie, que constata que todo es más complejo, en lo tocante a las ideologías y en muchas de nuestras acciones, de lo que nos puede parecer a simple vista.

Más allá de ser este diario un testimonio valioso sobre el hecho de lo que supone ser un refugiado o lo que implica el exilio, la parte del libro que más me ha gustado son las palabras que la autora le dedica a su madre, la cual, a su manera, es la gran protagonista de esta historia, no sólo por dar a luz a Marisa, sino porque su madre sabía que sólo a través de la educación, del estudio, se llegaba a algo, se era dueño y señor de un futuro, de una esperanza, un madre que se dejó la piel toda su vida hasta la extenuación para que sus hijas estudiaran, una madre la cual nos dice Madieri que le fue arrebatada demasiado pronto, justo cuando habría podido empezar a devolverle aquello que hasta entonces sólo había recibido.

La primera vez, me invitó mi compañera de pupitre Marina, […], sentí en aquella ocasión una alegría confusa, una gran turbación y el deseo de rechazar la invitación. A la timidez se unía la vergüenza de no tener nada adecuado que ponerme. Yo sabía que todas las chicas tenían vestidos elegantes y vaporosos para las fiestas, […], mi madre me leyó el pensamiento. Llevó al Monte de Piedad, como había hecho otras veces, su brazalete de metal blanco y amarillo, después de haberlo lustrado a conciencia con un paño para que brillara, y su abrigo de piel probablemente de conejo, muy gastado. Esto le permitió comprarme una falda acampanada y un conjunto formado por una rebeca y un jersey de cuello redondo, de orlón color verde Nilo. Guardé aquel conjunto durante años, con celo, a pesar de que el tejido de fibra sintética, con los lavados, se volvió cada vez más largo y más ancho, hasta deformarse del todo.

También verde agua se llamaba aquel color, que para mí es aún hoy el color del amor«.

Una lectura necesaria.