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Verde agua

Verde agua (Marisa Madieri)

Marisa Madieri
Editorial Minúscula
2000
204 páginas
Posfacio de Claudio Magris
Traducción: Valeria Bergalli

Ante el éxodo masivo que están sufriendo hoy en día miles de personas, huyendo de sus países de origen, este libro, sirve como un testimonio, de todos aquellos, que a lo largo de la historia se han visto obligados a dejar su hogar y a sobrevivir como buenamente pueden (si lo consiguen) en otra parte.

La autora de la novela, Marisa Madieri (1938-1996), tuvo que abandonar tras La Segunda Guerra Mundial, cuando era niña, como otros 300.000 italianos, Istria, localidades dálmatas o en su caso, Fiume, al pasar estos territorios, de manos italianas a manos croatas, y tener que exiliarse como refugiados a los Silos de Trieste, que la autora describe en estos términos:

«Conocí así por primera vez el Silos, donde vivían acampados miles de refugiados istrianos, dálmatas o de Fiume con nosotros. Era un edificio inmenso de tres pisos, construido durante el imperio de los Habsburgo como depósito de semillas de cereales, con una amplia fachada adornada con un rosetón y dos largas alas entre las que se abría una especie de patio interior, donde los niños iban a jugar en tropel y las mujeres tendían la colada. El exterior de este edificio es aún hoy visible cerca de la estación del tren.

La planta baja, el primer piso y el segundo estaban casi por completo sumidos en la oscuridad. El tercero, en cambio, estaba iluminado por unas grandes claraboyas que había en el techo, que no se podían abrir. En cada piso, el espacio se encontraba subdividido por tabiques de madera en muchos y pequeños compartimentos, llamados box, que se disponían sin interrupción como las celdas de una colmena. Entre ellos se abrían calles principales y callejuelas secundarias de enlace. Los box estaban numerados y algunos tenían incluso nombre, como una villa. También las calles tenían nombre: la calle del dálmata, la de las Pola, la calle de la capilla, o la de los lavabos […]

Entrar en el Silos era como entrar en un paisaje vagamente dantesco, en un nocturno y humeante purgatorio. De los box se elevaban vapores de cocción y olores disparatados, que se unían hasta formar uno intenso, característico, indescriptible, una mezcla dulzona y rancia de olor a sopa, a coles, a fritos, a sudor y a hospital.»

La narración no cae en el derrotismo ni en el sentimentalismo. Todo lo contrario. La voz de Madieri, es la de una superviviente, y su mirada es una mirada luminosa, no viciada por el desamparo, ni menoscabada por el infortunio y la austeridad, ni por todas las trabas que ésta irá encontrando en su camino. Madieri es mucho más que una refugiada, y encuentra sustento en el cariño de su familia, en el estudio, en las lecturas (que la hacen soñar, al leer Guerra y Paz, con una vida grande, bella y dolorosa, que ella algún día alcanzaría) en la escritura, en sus hijos, en su marido, el escritor Claudio Magris (que escribe el posfacio, muy ilustrativo, del libro), sabedora Madieri de que «toda vida contiene la semilla de su destrucción»

La mirada de Madieri es un mirada limpia, transparente, esperanzadora, una mirada que no juzga, que no critica, y su narración describe unos hechos históricos, de tal manera, que quizás de otra manera no llegaríamos a ellos, desde la anécdota, desde la mirada de un ciudadano de a pie, que constata que todo es más complejo, en lo tocante a las ideologías y en muchas de nuestras acciones, de lo que nos puede parecer a simple vista.

Más allá de ser este diario un testimonio valioso sobre el hecho de lo que supone ser un refugiado o lo que implica el exilio, la parte del libro que más me ha gustado son las palabras que la autora le dedica a su madre, la cual, a su manera, es la gran protagonista de esta historia, no sólo por dar a luz a Marisa, sino porque su madre sabía que sólo a través de la educación, del estudio, se llegaba a algo, se era dueño y señor de un futuro, de una esperanza, un madre que se dejó la piel toda su vida hasta la extenuación para que sus hijas estudiaran, una madre la cual nos dice Madieri que le fue arrebatada demasiado pronto, justo cuando habría podido empezar a devolverle aquello que hasta entonces sólo había recibido.

La primera vez, me invitó mi compañera de pupitre Marina, […], sentí en aquella ocasión una alegría confusa, una gran turbación y el deseo de rechazar la invitación. A la timidez se unía la vergüenza de no tener nada adecuado que ponerme. Yo sabía que todas las chicas tenían vestidos elegantes y vaporosos para las fiestas, […], mi madre me leyó el pensamiento. Llevó al Monte de Piedad, como había hecho otras veces, su brazalete de metal blanco y amarillo, después de haberlo lustrado a conciencia con un paño para que brillara, y su abrigo de piel probablemente de conejo, muy gastado. Esto le permitió comprarme una falda acampanada y un conjunto formado por una rebeca y un jersey de cuello redondo, de orlón color verde Nilo. Guardé aquel conjunto durante años, con celo, a pesar de que el tejido de fibra sintética, con los lavados, se volvió cada vez más largo y más ancho, hasta deformarse del todo.

También verde agua se llamaba aquel color, que para mí es aún hoy el color del amor«.

Una lectura necesaria.