Archivo de la categoría: 2020

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Artemisia (Anna Banti)

Artemisia
Anna Banti
Traducción de Carmen Romero
Editorial Periférica
Año de publicación: 2020
224 páginas

Banti escribe la biografía de Artemisia (con traducción de Carmen Romero), la pintora del seicento-settecento, y el manuscrito se pierde al ser su casa de Florencia bombardeada por los nazis en 1944. Banti podría olvidarse del asunto, pero no lo hace y vuelve a la carga. Y sigue escribiendo, recupera sus notas y echando mano de su memoria, en la medida de lo posible, retoma su biografía en la que Banti pasa a ser un personaje más. El biógrafo tiene que dominar el lenguaje subjuntivo; tiene que manejarlo e interpretarlo con la misma seguridad que el resto de tiempos del pasado, escribió el biógrafo Richard Holmes. Cuando leemos, Sucede que me canso de ser mujer lo escribe Anna Banti ¿o es Artemisia? ¿Es realidad o especulación? Las notas oficiales dejan la biografía de Artemisia (1593-1652) reducida al hecho de haber sido violada por su maestro de pintura a los dieciocho años, ser la hija de Orazio Gentileschi y haber pintado Judit decapitando a Holofernes.

Banti con su prosa meandrosa y aquilatada (que me recuerda a otros textos de Michon) da espesura, color, vida, a todo esto recurriendo a las cartas que se conservan de la pintora. Artemisia aprende de joven el oficio, teniendo a su padre como maestro. Logrará hacerse un nombre en el mundillo de la pintura, que la asume como una extravagancia, pues no había en aquel entonces mujeres que pintasen, que se ganasen su jornal con el arte. Es Artemisia una rara avis, tras la violación y acusada de estupro recibe toda clase de injurias y pasado el tiempo, pero todavía muy joven, su padre la obliga a casarse, a limpiar su nombre y se esposa con Antonio, todo un personaje. Su matrimonio es especial, una relación inter pares. El chamarilero, bondadoso y discreto Antonio, a su manera angelical, le da toda la libertad que necesita y ella se la toma. Tienen una hija, Porziella. Pero Artemisia aparta de su lado al marido, a la hija, a su padre; la suya es una independencia absoluta, su horizonte un continuo vaivén, movida por su vanidad y su jactancia, obtiene reconocimientos, alabanzas sobre su obra y sobre su figura, mujer esbelta y rubia de notable belleza, pero no se quita de encima la sombra de la duda, el sempiterno cuestionamiento que se hace a sí misma sobre su valía. Cansada de ser mujer, desearía ser hombre. Si el retratado siempre lleva una máscara ¿Cómo quitar la máscara al biografiado? ¿Cómo acercarse a la correosa naturaleza de Artemisia? Creo que se preguntará Banti en su escrutinio. ¿Cómo llegar a explicarse una forma de ser a través de unas cartas, unas cuantas palabras escritas, unos pocos cuadros, unos afectos de efectos imprevisibles?.

El último tercio del libro nos presenta una Artemisia viajera. Si de joven había vivido en Florencia, Roma, en Nápoles, donde reside con Antonio, luego ya a los cuarenta con la hija crecida, el marido desaparecido y su padre en Londres, va en su busca. El viaje es un periplo en la Europa de mitad del siglo XVII. De Nápoles en barco va a Marsella y luego en carruajes a París, más tarde a Calais para en barco llegar a Dover, a Canterbury y reencontrarse con su padre. El alma de Artemisia, siempre agitada, nunca descansa, es un continuo runrún, la figura de su padre es un manto que la apacigua en parte. Conoce a la reina Enriqueta María de Francia, pinta para ella, pero Artemisia parece sentirse como pez fuera del agua. La muerte del padre la deja al borde del precipicio, amorrada al fantasma de la muerte, la suya, que anhela con ímpetu. Fantasea con su final. ¿O es Banti, la que fantasea por ella? Todo son asechanzas, un mundo de luctuosas posibilidades se le abre en el mente, pero la realidad es más tozuda, más prosaica, así fenece en el lecho, sin esperarlo de puro deseado y de forma natural.

Qué queda de Artemisia tras la lectura de esta peculiar biografía de Banti, me pregunto. Y lo hago mirando el cuadro de Judit decapitando a Holofernes. Ahí la sangre es espesa, el hombre parece una res, la brutalidad sale del cuadro para golpear al espectador. Algo parecido opera la lectura de Banti sobre el lector, pareja conmoción, la sangre embravecida, el rayano estupor, la experiencia carnosa, los ojos abiertos desafiando su angosta órbita. No es magro resultado.

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Jávea (Alberto Torres Blandina)

Jávea
Alberto Torres Blandina
Editorial Candaya
Año de publicación: 2020
192 páginas

Jávea acaba con un supongo. ¿Impregna el texto una filosofía de lo incierto? Sí y no. El narrador ya en las postrimerías de la novela afirma “Cada vez estoy más convencido de que las novelas que parecen novelas son incapaces de llegar a ningún lugar interesante”. Con este enunciado como premisa, su autor, Alberto Torres Blandina (Valencia, 1976) acomete una narración frenética, arborescente, que sitúa a su narrador y por ende al lector, en una cadena (hay nombres que ya lo dicen todo) de montaje -cuando el joven decida ganarse unas perras trabajando en una fábrica haciendo traviesas. Ahí toma conciencia de que el cuadrilátero presentista: alcohol, drogas (y yonkis), prostitutas, tugurios, no es el ring en el que quiere asomar los puños, que él quiere estudiar, hacer una carrera universitaria, cambiar de aires, salir de Sagunto, volar-, junto a su madre, quien le recrimina el ventilar el arcón de los recuerdos y proferir cosas que no son ciertas, pues vemos que sobre cada hecho cada cual forma su propia opinión; el narrador afirma y la madre corrige (como en la muerte del abuelo. Y he ahí uno de los mejores párrafos de la novela. Cuando quieran saber el significado de la palabra amor, bondad, dignidad, ahí tienen unos ejemplos prácticos por boca de su madre), una madre que creo que prima sobre el resto de historias que el narrador nos refiere, porque ahí se cifra el rencor social del narrador, su tono quejoso contra los pudientes, adinerados, los que se llaman artistas y que no saben nada de la miseria ni la pobreza y que no vienen de abajo, los hijos de clase bien que recorren medio mundo adquiriendo experiencias, probándose, buscando sus límites para luego ya ahítos volver al seno familiar, al pezón caliente de la leche que mana en sus abultadas cuentas corrientes familiares (que de corrientes tienen poco), pues se lamenta el narrador de que la igualdad no sea real, que no tengamos todos las mismas oportunidades, y lo ejemplifica en su madre –y esto me recuerda a lo que vertía también en su texto Ana Cabaleiro en Las Ramonas– esas mujeres, nuestras madres y abuelas (la del narrador marcada por sus tendencias suicidas), que se quedaron en casa y sin obtener remuneración por su trabajo se dedicaron en cuerpo y alma al cuidado de los hijos, padres, madres, hermanos, abuelos… vidas vertidas hacia fuera y entregadas a los demás, que no abrían ninguna posibilidad a pensar en ellas, ni siquiera a soñar que “vivir sus vidas” les fuera posible. Esa es la espina, o el arpón clavado en el corazón del narrador, algo que ya es irremediable y no puede cambiarse, como nuestro sistema capitalista y depredador. Como decía en una viñeta El Roto, ya no existen clases sociales sino distintos niveles de consumo. La vida pasa por consumir, derrochar y desechar y el narrador ve que las jornadas laborales interminables hacen de la existencia algo binario: trabajo/descanso. La esperanza por tanto se cifra en él (uno de los nietos de los que perdieron la guerra civil, de esos que cuando llegaban los meses veraniegos quedaba varado en tierra, pues no había ni chalet en Jávea ni casa en el pueblo y pasaba a convertirse en el saco de las hostias del José, que aburrido no tenía ya nadie cerca a quien hostiar), el primero en su familia en hollar una universidad, el que salió y recorrió el mundo, para obtener trabajos de mierda en Irlanda, en Londres, enamorarse y desenamorarse con igual celeridad, vivir toda clase de experiencias en la India, tener un conato con la mafia en Jaipur, acumular toda esa clases de batallitas que referir luego en la vejez a los nietos o al culo de una botella de vino.
Blandina tensa la narración, divaga, sentencia, generaliza y luego se arrepiente (a grandes generalizaciones grandes errores), porque ¿cómo enhebrar el hilo de la realidad en la escritura? Muy sencillo, convirtiendo el ojo de la aguja en ficción. “Durante años he intentado entender a mi abuela y solo lo consigo convirtiéndola en ficción”. Alberto decide convertirse en un personaje de ficción, él y sus circunstantes y también sus circunstancias, no sabemos si con la pretensión de salvarlas, pero sí de desentrañarlas, de abrirse los ojos, de darse unas collejas -como cuando recurre a la segunda persona para narrarse- pues escribir aquí es contarse, sentenciarse, hacerse el harakiri, viviseccionarse, alumbrarse y echarnos de paso las largas a los ojos, para incomodar con su flujo de conciencia/inconsciencia, desplegando una ferocidad discursiva y a ratos feraz, en esta plausible autofricción del yo, en suma.

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Las voladoras (Mónica Ojeda)

Las voladoras
Mónica Ojeda
Páginas de Espuma
Año de publicación: 2020
128 páginas

Las voladoras es el primer libro de relatos de Mónica Ojeda formado por Las voladoras, Sangre coagulada, Cabeza voladora, Caninos, Slasher, Soroche, Terremoto, El mundo de arriba y el mundo de abajo. Ocho relatos en los que la escritora ecuatoriana (y residente en España; ¿no me digan que esto no les recuerda al Un, dos tres?), sigue indagando en la ontología del miedo, la violencia, el sexo, como hiciera en sus anteriores novelas Mandíbula y Nefando.

En Las voladoras anida el mito visto con los ojos de una niña que ve cómo las voladoras que visitan su lar afectan de distinta manera a su padre y madre, el aliento es sexo, lo seminal, la pulsión del deseo aboca al incesto con la fuerza del aluvión de una voz inacallable, la noche sea entonces caballo, alado, de melosas axilas chorreantes.

En Sangre coagulada sentimos el páramo rulfiano en las pupilas. Una niña y su abuela en un andurrial. Jóvenes que acuden queriendo abortar. La niña siente atracción por la sangre que viene a ser lo oculto, el cuerpo que se nos ciega pero que nuestro es, y que a través de coágulos se manifiesta. Cóagulos embarazosos que piden justicia vengandora, el filo del cuchillo, el traje de tierra, polvo al polvo.

Cabeza voladora aporta otra palabra a nuestro vocabulario: cefalóforos. Aquellos que llevan su cabeza entre las manos. Otra vía más que se abre en este circo o círculo infernal de los horrores; la decapitación y el elemento fantástico que flotan en el éter, como una gasa invisible y que cifra la capacidad que tiene Mónica para explorar, palpar, viviseccionar el miedo y sus atributos.

En Caninos, pienso en lo que escribiera Fabián CasasTodo lo que se pudre forma una familia”. En los mecanismos familiares capaces de ampararnos y dejarnos a la intemperie, espacio en el que se cuece el amor y el odio, a veces es cárcel. Una pareja de borrachos y dos hijas. Como en Enero de Sara Gallardo, vemos cómo hablar de una violación sin hacerla explícita. Viendo la sombra de aquel acto abyecto. La hija a la que le toca bregar con su padre, encargada de sus cuidados, a la fuerza. Los recuerdos hibernan hasta que una conversación propicia el deshielo, la escorrentía, agua que es fuego que quema. Duele recordar y es mejor dejar el pasado a oscuras, la puerta cerrada, la mente en suspenso, el relato en suspense.

En Slasher Mónica ilumina esas zonas oscuras que nos dan pavor, aquí acerca del ruido, con esos sonidos que llevan nuestra imaginación en volandas y aceleran nuestro corazón de tal manera que pareciera irse a salir del pecho. Dos hermanas sufren el acoso decibélico nocturno que les infringe involuntariamente su madre doliente. Las Bárbaras las llaman, pues tienen un grupo de música en el que insertan toda clase de ruidos, de esos que erizan el espinazo y nos hacen fantasear con lo peor. Dos jóvenes, una de ellas sordomuda que laten como un mismo corazón, que fantasean con mutilaciones de manos amputadas, lenguas seccionadas, con convertir la vida y la muerte en una puerta giratoria.

En Soroche vemos el daño que causará la difusión de un vídeo porno casero en una mujer de mediana edad que en ca(r)nal abierto alimenta así todos sus fantasmas personales, cifrando todo su ser en su carcasa, en un cuerpo que el paso y el peso del tiempo va posando, prensando, menoscabando, arrugando, volviéndolo mórbido, fláccido. ¿Tan dramático es? Sí, cuando un ser humano se convierte, o se ve, o se siente (somos como nos ven podemos llegar a creer si descuidamos las enseñanzas de aquel aviador que escribía o aquel escritor que volaba, a saber, que dejó dicho que lo esencial es invisible para los ojos), únicamente como un amasijo de carne y el cerebro le sirve para recrearse en su drama, de dimensiones trágicas.

La ferocidad humana como en el juego ese de “tú la llevas” pasa a la tierra y esta exhibe entonces todo su malestar, ferocidad, ira, con estallidos, a modo de estertor, manifestados mediante un Terremoto, por ejemplo, que marcase el final de la humanidad.

La poética más desarmante la maneja Mónica en El mundo de arriba y el mundo de abajo. Aquí lo terrorífico cuando uno: lobo, chamán, deidad o mortal, trata de burlar a la muerte para constatar que ciertos regresos son infinitamente peores que una ausencia, por muy filial que sea, por mucho que duela y supure, ausencias que a menudo solo se saldan con más ausencias.

Ocho relatos que marcan claramente el camino elegido por Mónica Ojeda, un camino que unos cuantos lectores ya estamos siguiendo, camino fértil abierto al relato, la novela e incluso a la poesía, en manos de una autora que tiene muchas cosas que decir, empleando para ello un lenguaje que hace de su prosa una materia vivaz.

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Recuerdos de un jardinero inglés (Reginald Arkell)

Recuerdos de un jardinero inglés
Reginald Arkell
Traducción de Ángeles de los Santos
Editorial Periférica
Año de publicación: 2020
224 páginas

Para abordar la estupenda novela de Reginald Arkell (1872-1959) escrita en 1950 recurro a estas palabras de Hölderlinpuede que actualmente los jardines existan para recordarnos que en otro tiempo habitábamos la Tierra de una forma más poética o para rescatarnos de la soledad en la que nos ha sumido nuestra fe en el progreso y la tecnología. El camino de vuelta al jardín es también el reencuentro con nosotros mismos, con el jardinero y el poeta que resiste a pesar de la creciente desnaturalización de nuestro entorno“.

Palabras muy oportunas que se adaptan como la lycra al espíritu de la novela, dado que el protagonista de la misma es Herbert, un jardinero inglés para quien su jardín es una especie de limbo, al margen de las dos guerras mundiales que sucederán a su alrededor, un paraíso sustraído a la tecnología y el progreso. El suyo es un saber ancestral, en el que Herbert desplegará su especial sensibilidad. No obstante, cualquier manifestación artística del espíritu (como lo es también la jardinería) en momentos de guerra pasa a considerarse algo accesorio, así en el caso de Herbert su jardín será visto durante la contienda bélica con los ojos del utilitarismo, orientado a producir algo que palie el hambre y no el procurar un placer estético a ojos cegados.

Acompasado con las cuatro estaciones el octogenario Herbert nos refiere su vida, una vida dichosa, una primavera marcada por la orfandad, pero alegre, con una profesora, Mary Brain, que le iniciará en el mundo vegetal, dando a cada flor y planta su nombre; un verano en el que tomar las bridas de su existencia, negarse a ejercer de campesino o trabajar en una granja, pues lo suyo, lo tiene claro desde muy pronto, es la jardinería. En su auxilio vendrá Charlotte Charteris que lo pondrá al frente del jardín de su mansión. El otoño de su existencia, de los cincuenta a los sesenta y cinco años, marcará su periodo más satisfactorio, la obtención del reconocimiento por parte de sus compañeros de profesión, la asunción del prestigio y una honorabilidad bien asentada en la comunidad, no obstante, el progreso, la manera en que la juventud tiene de tratar a sus mayores, cada vez más irrespetuosa, mudará a peor, algo que Herbert experimentará en su persona, si bien su inteligencia y audacia le permitirá salir airoso de las asechanzas y desafíos que las nuevas juventudes le presentan, preservando para sí buena parte de ese bien tan preciado que es la autoridad bien ejercida.

Herbert en manos de Arkell con una prosa chispeante, vívida, alegre, humorosa, beatífica diría, en estos tiempos coronavíricos tan aciagos, fragante y colorista (cómo no ver y oler esos lirios, prímulas, nomeolvides, dedaleras, gordolobos, julianas, orquídeas, lilas, clavellinas…), resulta un personaje memorable, no por sus múltiples hazañas que no las hay, sino por su temple, su filosofía de vida, su empeño, su incólume dignidad y una entrega, la suya, que se verá recompensada, ante un mundo convulso y acelerado que no puede controlar ni conservar, al contrario que su bien preciado jardín, donde sí pudo durante seis décadas cuidar, mimar y amar a sus retoños.