Los festivos nacionales observa que la gente abandona sus hogares para hacer cola en las panaderías y administraciones de lotería. Extralimitándose, supera el perímetro del barrio con la única idea de ir a mirar el escaparate de una librería. Si un día se decidiera a hacer un alunizaje, ya sabe ahora todo el mundo, contra qué cristal iría a empotrarse.
Entre portadas, sus pensamientos empiezan a hilar: pensamientos como globos, con la carnosidad de un zepelín y empolllados como huevos. La puesta dice: Él nunca va a escribir un árbol, plantar un hijo o tener un libro. Aunque los 40 sean los nuevos 20, él no solo siente, también sabe, que se le pasó el arroz.
Y entre un libro de Alba y otro de las afueras, su mirada es captada por un ensayo que ya leyera hace meses. Historia del silencio de Alain Corbin. A pesar de que algún vecino, mejor no saber cual, a las ocho de la mañana ya estaba hoy taladrando el velo del silencio con su perforador, él, en su línea -ya casi surco- de contradecirse, afirma ante el fulano del cristal, su vivo reflejo, que el silencio está sobrevalorado.
Recuerda unos versos de Bolaño que dicen así:
Escribiendo con mi hijo en las rodillas.
Escribiendo hasta que cae la noche
con un estruendo de los mil demonios.
Los demonios que han de llevarme al infierno,
pero escribiendo
Ahí está: hijos, estruendo, pero Roberto dale que te pego, escribiendo sin parar, sin nada que lo frene, el ruido tampoco. Bolaño es pura roca, su pluma una toneladora.
Corbin en su ensayo se centra en todos aquellos que necesitan silencio para crear y así lo alaban sin mesura. Piensa Eugenio entonces en una poemita de Bukowski que dice más o menos así en la página 450 de Peleando a la contra (en traducción de John Martin):
aire y luz y tiempo y espacio
ya sabes, la familia, el trabajo,
siempre ha habido algo
en mi camino
pero ahora
he vendido mi casa, he encontrado este
sitio, un estudio grande, tienes que ver qué espacio y
qué luz.
por primera vez en mi vida voy a tener un sitio y tiempo para
crear.
no, hijo, si vas a crear
crearás aunque trabajes
16 horas diarias en una mina de carbón
o
crearás en un cuarto con tres niños
mientras no cobras más que el
paro.
crearás como parte de tu mente y de tu
cuerpo
destrozados.
crearás ciego
mutilado
demente,
crearás con un gato subiéndote por la
espalda mientras
la ciudad entera se estremece ante un terremotos, un bombardeo,
una inundación, un incendio.
hijo, aire y luz y tiempo y espacio
no tienen nada que ver con la creación
y no crean nada
más que, quizá, una vida más larga para
encontrar nuevas
excusas para no hacerlo.
Pues eso. Aunque el mundo se caiga a pedazos, el escritor seguirá escribiendo y el ruido, antes y después, está claro que será el menor de sus problemas.
Piensa que en estas reflexiones no se ha dejar de lado a Arlt. En su prólogo a Los lanzallamas suelta perlas engastadas como esta:
Escribí siempre en redacciones estrepitosas, acosado por la obligación de la columna cotidiana. Digo esto para estimular a los principiantes en la vocación, a quienes siempre les interesa el procedimiento técnico del novelista. Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras.
Hay, sin embargo, escritores que necesitan ruido a su alrededor para escribir y piensa en Enrique Jardiel Poncela, a quien en la portada de la biografía que escribió Enrique Gallud – Jardiel, la sonrisa inteligente– lo vemos en un bar escribiendo sobre una mesa de mármol, porque según dijo Poncela, para él era el mejor sitio para escribir.
Piensa luego en Fermor, quien precisaba su tiempo y espacio recluido temporalmente en monasterios como refería en Un tiempo para callar; en Rilke, que se fue a un castillo donde pensaba que las musas le pasarían a diario un plumerito por las neuronas y se tuvo que marchar de aquel paraje bucólico y pastoril a la carrera porque allá cerca había una serrería cuya actividad lo sacaba de quicio.
Y volviendo al libro de Corbin, dice: En Walden, buscar el silencio apenas tiene sentido: está en todas partes. Corbin se refiere a Thoreau, que en estas zambras múticas es cita insoslayable. Walden no estaba donde Cristo dio las tres voces, sino bien próxima su cabaña a la civilización. Thoreau sabía que lo suyo era un experimento, que podía ir a dormir a casa y visitar a sus amigos cuando le viniese en gana, y le venía con frecuencia, y en cuanto al silencio, un apunte: muy cerca de donde él tenía su aposento pasaba la línea de ferrocarril que iba a Boston. Thoreau escuchaba por tanto el silbido del tren, aunque al contrario que Rilke, Thoreau no se dio a la fuga y pechó 24 meses.
Y como colofón, un ligero apunte, tan importante como lo es el silencio, sobre el espacio, entre las páginas de Kafka:
Creí que me era indiferente la situación del aspecto de un cuarto. Pero no es así. Sin unas vistas más bien despejadas, sin la posibilidad de contemplar desde la ventana un amplio espacio de cielo y, es un decir, una torre en la lejanía -si fuera campo abierto lo que se ve, tanto mejor- sin todo esto soy un ser mísero y oprimido; desde luego soy incapaz de especificar cuál es la parte que, dentro de ese desdichado estado de ánimo, es imputable al alojamiento, pero no puede ser pequeña.
Cuando Eugenio abandone el escaparate, un último pensamiento, sin venir a cuento, irá a fijarse como aforismo grafitero en el muro de su cerebro. A saber: Microfilípica de Unamuno a los escritores más vendidos: (Os) Venderéis pero no convenceréis.