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Término (Javier Sáez de Ibarra)

Antes de aventurarme por los latifundios de la prosa de la novela de Javier, recurro a sus relatos previos (del libro El lector de Spinoza), minifundios fértiles, como bien se lee.

TÉRMINO

Mi hijo se ha perdido esta mañana.
Busco en el diccionario pérdida: privación de lo que se poseía, daño, menoscabo.
Habíamos bajado a la playa a bañarnos y tomar el sol. Hacía un día espléndido, reventaba de gente. Ocupamos un hueco cerca del agua para jugar con la arena húmeda. Yo le hice un castillo que él me pisoteó. Después jugamos a correr y perseguirnos hasta cansarnos. Su madre dijo que no lo alborotase.
Busco en el diccionario alboroto: griterío o estrépito, también inquietud.
Lo tengo delante sentadito en la toalla, con la cabeza levantada y achinando los ojos, su gorrito azul marino y el tostadito que ya está tomando en la piel. Estaba disfrutando mucho. Le enseñaba las olas, la arena, los pies, las gaviotas, el mar. Él me repetía exactamente las palabras.
Su madre leía y yo buscaba palitos para él, le traía alguna concha o alguna piedra llamativa; se los echaba en el cerquito de sus piernas para que se estuviera quieto y no saliera de la sombrilla.
Su madre nos miraba por detrás de las gafas oscuras y le dirigía una sonrisa blanca, le corregía la posición del gorro, le arrojaba un juguete. Él le mostraba algo o se lo llevaba; después volvía a sentarse, se dirigía a mí.
Busco en el diccionario la palabra juego: diversión, lucha, movimiento resultante de una unión.
La policía guardacostas lo ha buscado por todas partes. Nosotros nos rompimos los pies caminando y preguntando a todo el mundo. Esta tarde han utilizado una pareja de submarinistas y una lancha, aunque dicen que no es necesario ir muy lejos. La gente colaboraba; se acercaban a nosotros cuando dieron aviso por los altavoces: los años, el bañador rojo; se veía que también permanecían vigilantes.
Mi mujer dice que estaba boca abajo dormida, que habíamos quedado en que yo lo cuidaba. Miro la playa y veo tantos colores crispados por el sol, el laberinto inmediato de la gente sin espacio para moverse o para irse; después iban haciendo huecos, yo pensaba en quién faltaba y no consigo recordarlo.
Miro falta.
Se fue despejando pero no había nada; miraba la arena en su lugar. Nos preguntaron al lado de quién estábamos, si sentimos algún movimiento sospechoso. Me parecía que el niño se había ido solo, por sí mismo, y como si la playa misma se lo hubiese llevado.
Miro paisaje: terreno considerado en su aspecto artístico.
Han dicho que esperemos. Tienen su foto, se puede hacer algún tipo de averiguaciones. Que estemos tranquilos.
Parecería un juego si hubiese más oportunidades, pero así es imposible. Los deseos de uno no valen nada.
Busco valer: significa utilidad, y amparo.
Está todo tan ordenado en estas páginas. Es cada palabra explicada con tanta precisión, hasta el detalle; como si se pudiera encontrar aquí la claridad del acontecimiento.
El niño todavía podría aparecer en el agua. O, si no, deberán abrir otras pistas de investigación.
Al final no tengo más remedio que preguntarlo: durante cuántos días buscan.
El policía sopla, araña la mesa, busca una palabra.

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Las zonas comunes (Nicolás Dorta)

Las zonas comunes es un libro de Nicolás Dorta (Guía de Isora, Tenerife, 1978) que consta de cinco relatos: La grieta, El río, Palmira, La fuga y Árbol de Navidad. Dorta despliega sus relatos en lo prosaico, en lo costumbrista, sus personajes son personas corrientes. El reto está en lograr que los relatos no lo sean.

Presente la enfermedad en una mujer que va perdiendo la cabeza, mudada a una residencia de ancianos en La grieta (para mí el mejor relato).

El pasado es un peso, un lastre, comunicado con el presente sin alteración, como siente una mujer en Árbol de Navidad, quien ya adulta e inserta en un lienzo familiar con marido e hijos, siente que la frustración sigue ahí latente, la incandescencia de esos mundos posibles, las opciones no consumadas son ahora un ronroneo, una voz que no se acalla, que inquieta e impele a hacer cosas imprevisibles o al menos a barruntarlas, a rumiarlas como idea.

Un joven en El río recuerda el tiempo pasado en una banda de música que opera como la banda sonora de su vida, y ahí las primeras salidas del pueblo, los primeros besos, amores, la vida bullendo. Sobre todo esto, común a la mayoría, llega el cierre con un detalle importante, porque cuando alguien dice nuestro nombre en voz alta, más allá de dar cuenta de nuestra presencia actúa en este relato como una magdalena de Proust, para ir en busca del tiempo vivido.

En La fuga un hombre que vive apartado en un lugar de la isla de Tenerife (en la que se desarrollan todos los relatos) se obsesiona con los ruidos de las cañerías, las manchas en las paredes, que lo mantienen entretenido en su soledad, como si la vida se expresara en estas manchas, en estos ruidos, esa vida que se niega a desaparecer, unos pensamientos recurrentes sin principio ni final.

Palmira es el relato más largo y sorprende que siendo el protagonista del relato un escritor fajado en toda esa tarea de «limpiar» palabras, en una página leamos: La marea ha bajado hasta sus últimas consecuencias y en la siguiente página leamos: Cuando quieres a alguien lo haces hasta las últimas consecuencias. Ahora podríamos hablar de los matices, la palabra justa, y todo eso que va asociado al «limpiar» al «pulir», al «desbastar», todo aquello que hace que relatos sobre personas y situaciones corrientes o comunes no lo sean. No hay tal mudanza.

Comenta Almudena Sánchez en el epílogo que celebra el nacimiento de este autor bautizándolo como el escritor del viento. Leyendo estos relatos el único viento que he experimentado ha sido un ligero cosquilleo en las pestañas cuando pasaba las páginas de este libro tan bellamente editado como siempre por Ediciones Franz.

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Cuántos de los tuyos han muerto (Eduardo Ruiz Sosa)

Cuántos de los tuyos han muerto, libro de relatos de Eduardo Ruiz Sosa (México, 1983), editado por Candaya, debería de llevar a modo de faja, una liga negra con una inscripción donde se leyese, en mayúsculas, MEMENTO MORI.

Sobre ese estado alarmado y de excepción que es la vida y también de sitio, del no lugar, Eduardo escribe once relatos y una coda, a cual mejor.

Sabía que Eduardo había escrito la novela Anatomía de la memoria y en estos relatos hay muerte y memoria, esa muerte en vida que nos sobreviene cuando comenzamos a olvidar(nos) de las cosas y de nosotros.

El interregno que media entre la nada de la que venimos y la nada a la que vamos, aquello que llamamos vida, soberana, la puebla Eduardo de fantasmas reales, de sordidez y truculencia, metiendo el bisturí entre las vísceras de una realidad que eviscerada resultará tan atroz como verdadera, así que no nos extrañe que, por ejemplo, una hija quiera envenenar a su madre, que otra hija viaje con el cuerpo (cenizas) de su madre en una maleta, que unos amigos busquen la manera de aliviar (ultimar) la existencia a un amigo que estando en la últimas va enviando a la Parca a otros, presuntamente, en mejor estado, aquel que escenifica su muerte hasta que un buen día la clave del todo, la madre que se va de este mundo sin haber confesado a los que se quedan sus deseos y dejando una estatua trunca y sin su restitución o ese hermano que busca y rebusca a su hermano desaparecido, casi a diario, en un depósito de cadáveres hasta encontrar una solución desesperada que te hace crujir por dentro.

Son estos los elementos con los que Sosa, cáusticamente, adereza unos relatos breves, ninguno supera las veinte páginas, en los que a pesar de estar una y otra vez la muerte ejerciendo de serenovigilante, los distintos enfoques, desarrollo y ejecución no dejan sensación de reiteración ni nada parecido, más bien lo contrario, una sensación de extrañamiento sorpresa perplejidad ante una voz narrativa propia (la sintaxis encabalgada, la (puntual) falta de comas y la disposición de las palabras logra vigorizar los textos), aquella que surge como una copia sin modelo.

Hablamos en definitiva de unos relatos insoslayables, de un candayazo en toda regla.

Candaya. 2019. 173 páginas