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Dos hermanos (Bernardo Atxaga)

Bernardo Atxaga
1995
160 páginas
Ollero & Ramos

Vuelvo a releer esta novela 20 años después y me sigue gustando, mucho.

Dos hermanos es una alegoría trágica, rural, en un pueblo donde se confirma esa máxima que afirma que «pueblo pequeño, infierno grande», en donde las rencillas y los odios se transmiten de generación en generación y donde el destino es una cruz tan pesada que solo la muerte es capaz de aliviar.

Bernardo Atxaga (Asteasu, 1951) ambienta esta certera, preci(o)sa y fatalista novela en Obaba, lugar imaginario, y lo que acontece lo sabemos porque una voz interior ordena a los distintos animales: pájaros, serpientes, ardillas, que sigan a los personajes, siendo estos animales no sólo capaces de seguir el rastro de sus objetivos, sino también de saber leer sus mentes.

Con cuatro pinceladas Atxaga muestra lo trágico que es perder a una madre y a un padre antes de ser adulto, sin haber disfrutado de la infancia y tener además que acarrear con un hermano de 20 años, pero con la inteligencia de uno de tres. Si a esa situación trágica se suman, los odios, las rencillas, las envidias, las habladurías, las maledicencias, la pulsión sexual, la violencia ciega, la incomprensión ausente, de todos cuantos los rodean, entonces, Paulo y Daniel, los dos hermanos, lo tienen muy crudo.

Devaneos.com

La última hermana (Jorge Edwards)

Jorge Edwards
Acantilado
378 páginas
2016

De esa masa informe que es el pasado, la literatura en ocasiones rescata momentos estelares, gestas, personajes únicos, o no tan únicos, pero que tuvieron su momento de gloria, tal que les permite salir de su anonimato, así María.

María es una chilena burguesa y acomodada que en París, durante la Segunda Guerra Mundial, se descubre a sí misma (algo que es fruto de un ramalazo más que de una convicción) ayudando a salvar (y posteriormente a mantener) niños judíos de los nazis, cuyos padres son enviados a los campos de concentración; se verá entonces colaborando con la Resistencia, y guardando las apariencias, pues mientras Alemania llevaba adelante su plan criminal de exterminio, en París, esos que formaban el grupo de amistades de María ocupaban su tiempo en cocktails, eventos sociales y seguían con sus fastos, sus banquetes, sus frivolidades, ajenos a las bombas, a la guerra que desangraba Europa.

La emotiva y muy interesante novela de Jorge Edwards (Santiago de Chile, 1938) recoge los años de la Ocupación, la Resistencia, la Liberación; momentos históricos que obran de marco temporal donde se ubica María, la cual va cambiando a medida que toma cierta conciencia social, toda vez que es consciente de que se la está jugando, de que la vida que ahora vive sí va en serio y que la paliza que a poco la ultima, también.

María se verá arropada por Claire (compañera y amiga en la Resistencia), por su fiel sirvienta Brunilda, por el sin par René, protegida por el misterioso agente Canaris. Todos ellos son sombras, figuras veladas, de quienes apenas sabremos nada y esa creo que es la esencia de la novela, que después de casi 400 páginas, apenas llegamos a conocer nada de María (persona real que atendió al nombre de María Edwards MacClure), más allá de sus logros, materializados en haber salvado un puñado de vidas, más allá de ver cómo los años la esculpen, la colman (gracias al contacto con el mundo de la cultura, con personalidades literarias como Colette, Huidobro o del cine como Buñuel, entre otros), la transforman, la llenan de recuerdos, y quien tras dejar París atrás, deja también su alma y cómo el regreso a Chile es más un fracaso, una imposición que un deseo (ella que vuelve con otro paso), doblegando así su libertad ante los sentimientos y afectos familiares, a quienes había dado la espalda toda su vida, abriendo un paréntesis que cerrará con su regreso.

Stephen Dixon

Interestatal (Stephen Dixon)

Stephen Dixon
Eterna cadencia
2016
480 páginas
Traducción de Ariel Dilon

Stephen Dixon (Nueva York, 1936) a lo largo de las casi quinientas páginas de Interestatal (finalista en 1996 de los National Book Awards, que ganó Philip Roth con El teatro de Sabbath y en castellano por vez primera en la edición de Eterna Cadencia y traducción Ariel Dilon) nos ofrece los devaneos de Nat, quien mientras va en coche con sus dos hijas, ve cómo su hija pequeña Julie muere al recibir un balazo desde otro coche.

¿Cuántas veces nos gustaría dar marcha atrás?. ¿Cuánto desearíamos devolver las cosas a la situación original!. ¿A qué situación exactamente?. Si tuviéramos la potestad de corregir cada uno de nuestros actos y errores, creo que apenas podríamos avanzar, pues siempre nos surgiría la duda de si hemos hecho lo correcto, si las cosas podrían ser mejor de lo que son y viviríamos emboscados y paralizados en un ”y si…” ad perpetuam.

A lo largo de ocho capítulos Nat aborda la muerte de su hija Julie, desde los momentos previos a que ésta tenga lugar, hasta lo que acontece después de su muerte, cuando su mujer le pide a Nat el divorcio, consuma éste entonces su venganza, va a parar a la cárcel y pierde durante todo ese tiempo el contacto con Margo, su otra hija superviviente, con la que tratará de verse una vez salga de la trena, evidenciando lo complicado que supone rehacer una vida hecha añicos, donde el pasado no deja de pasar, ni de pesar e interferir y condicionar, quieran o no, tanto el presente como el futuro que Nat sueña con Margo y sus nietos.

En otro capítulo, en otra vuelta de tuerca -porque la novela es un ir atornillando y desarmando (y en los últimos capítulos aburriendo) al lector- se nos muestra a las bravas los momentos en los que Julie después de recibir la bala se debate en una cuneta de la interestatal entre la vida y la muerte y somos testigos de la desazón de Nat y de Margo pidiendo ayuda, conscientes de que cada minuto que pasa es determinante y luego lo que se experimenta cuando la doctora dice las palabras que uno nunca desearía oír “Lo siento pero…” y cómo comunicar la luctuosa noticia a la madre, que no iba en el coche, cómo explicarle que de una situación tan absurda e inesperada ha devenido algo tan trágico, tan irremediable.

Otros giros nos llevarán hasta los momentos previos al accidente, a los recuerdos que pueblan la mente de Nat con refugiados húngaros, que le dan pie para hablar con sus hijas de la obligación de ser respetuosos con los defectos físicos ajenos; una pugna que mantiene Nat consigo mismo, pues una cosa es lo que verbaliza con sus hijas -lo que debe de ser- y otra la que su mente crea, pues a medida que ve cómo un vehículo con dos hombres a bordo, uno con una risa horrenda y el otro con cara de loco, no hacen otra cosa que asustarlos y perturbarlos, Nat solo pensará en machacarlos, en hacerlas pagar el mal rato que les están haciendo pasar a él y a sus hijas, pues nunca ha dejado de ser alguien violento que cae con facilidad en los brazos de la ira.

La prosa de Dixon confiere a la narración la naturaleza de vórtice, la propia de un remolino de palabras capaz de descolocar y desarmar mediante diálogos trepidantes y flujos de conciencia lacerantes, pero a partir del cuarto capítulo la narración se vuelve tediosa y el estilo de Dixon insufrible, porque cuando una narración es tan reiterativa, o aparentemente reiterativa, o eres Bernhard o eres un palizas, y Dixon dista mucho de ser Bernhard, luego…

Se puede entender la novela como una reflexión sobre la violencia en Estados Unidos a mediados de los noventa, que es de cuando data la novela; violencia la cual como vemos a diario no ha dejado de aumentar todos estos años, cuyo colofón es hoy un Trump presidenciable y asesinatos raciales casi a diario. El discurso de Nat me resulta plano, chato, simplón, como el resto de la novela que no deja de ser otra cosa que pura cháchara (cháchara monumental), donde los pensamientos y delirios de Nat se plasman en un estilo, el de Dixon, logorreico e inane, que en el último capítulo, mediante una labor de deconstrucción, dinamita todo lo anterior.

Un cachondo, un juguetón, este Dixon.

Adán y Eva en el paraíso

Adán y Eva en el Paraíso (Eça de Queirós)

Eça de Queirós
Periférica
Traducción: Juan Sebastián Cárdenas
2011
78 páginas

A pesar de los cuarenta versículos que la Biblia dedica a Adán y Eva, la vida de esta pareja primigenia siempre les lleva a los escritores a especular, a fantasear sobre cómo fue todo aquello. Giaconda Belli abordó este asunto en El infinito en la palma de la mano. Eça de Queirós (1845-1900) hace lo propio en Adán y Eva en el Paraíso.

Ambos libros comparten una imagen del Jardín de las Delicias parecido; el de un paraje ubérrimo donde la flora y la fauna se hermanan en feracidad y donde Adán, nuestro Padre venerable, alucina con lo que ve, al tiempo que se libera del acoso de dinosaurios residuales como el ictiosaurio y cuando se desespera y pasa hambre, porque las aves son inalcanzables, los peces inasibles y las liebres son más rápidas que él, mata un oso de chiripa con un cayado afilado que le dará una idea de lo que luego será una lanza que le permitirá cazar y matar, y alimentarse mejor, cuando ya con Eva a su lado descubran ambos el fuego arreando golpes a una piedra y descubriendo poco después las bondades de la carne al fuego chorreando grasilla y coman ambos de la fruta del Árbol Prohibido y les entre el juicio, les ilumine la razón y progresen en lo técnico, hasta que llega un momento en que Adán se plantee si todo esto ha valido la pena, si no hubiera sido mejor dedicarse al ocio y al recreo como hace su primo el orangután, sustraído éste a los afanes, pulsiones y problemas humanos. Grosso modo, esto nos cuenta Queirós en esta breve narración que comienza cual lectura de un anaquel, tal que así: «Adán, Padre de todos los hombres, fue creado el día 28 de octubre a las dos de la tarde…», en este cuento fantástico, descriptivo e hilarante de una prosa muy bella.

Nada había leído de Queirós hasta el momento. Después de esta lectura tan gozosa, creo que le ha llegado ya el momento a Los Maia. Creas o no creas, libros así te devuelven la fe en la literatura. No digo más.

Podéis ir, a leer, en paz.