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Julio Llamazares

Luna de lobos (Julio Llamazares)

Debutó Julio Llamazares (Vegamián, 1955) con esta novela escrita con 30 años. En ella registra los ires y venires de un grupo de republicanos que tras finalizar la guerra civil se tiraron al monte; los conocidos como maquis. Un grupo, el descrito en la novela, formado por cuatro hombres: Ángel, Juan, Ramiro y Gildo.

La novela se divide en cuatro partes. 1937 con la caída del frente republicano en Asturias; julio del 36 con el final de la guerra civil; 1943 cuando aún se creía posible que cayera el régimen franquista a medida que caían otros regímenes fascistas y 1946 cuando todo está perdido.

La narración plasma los nueve, años entre 1937 y 1946, que Ángel se tira en el monte. Ángel es el único que resiste, durante todos estos años, mientras el resto van cayendo. La historia de Ángel, maestro de escuela antes del alzamiento nacional, es una lucha contra su destino, un destino aciago porque tiene todas las de perder. Una vez acabada la guerra, la huida es una opción. A medida que pasan los años solo quedan tres opciones: suicidarse, entregarse a sus captores para que lo ejecuten como a un perro y lo dejen tirado en cualquier cuneta, o irse fuera de España. Ángel no valora ninguna de esas tres posibilidades y su único empeño es seguir sumando días, oculto entre las entrañas de las montañas. Una existencia la suya que se va animalizando, pues como él dice deviene una alimaña, o un topo, cuando harto de tanto monte, tanta soledad, tanto frío y nieve, Ángel ose volver al hogar, a hurtadillas, a ver a los suyos: el padre, la madre, la hermana. Familiares a quienes los fugitivos ponen en riesgo con sus fantasmales presencias, pues sus captores muelen a palos a los familiares de los huidos cuando advierten su presencia tras sus visitas.

Volver al hogar, acercarse a esa humanidad que Ángel tanto anhela, será volver a ver lo peor del hombre, toda su inquina, todo su odio, toda la bestialidad -donde los maquis ponen en juego también su ánimo de venganza, que se cobrará unas cuantas vidas-; donde la muerte de Ramiro le permite a sus captores, por ejemplo, exponer su cuerpo chamuscado por los pueblos, como una pieza de caza más, y como un aviso para todo aquel que quiere desafiar al régimen fascista.

Llamazares plasma muy bien ese ambiente hostil en el que se mueven Ángel, Ramiro, Juan y Gildo. Un territorio inhóspito, frío, de nieves abundantes, de montañas escarpadas, donde la montaña se convierte en una matriz nada confortable, que surte poco alimento y ningún consuelo y sí buenas dosis de soledad, desarraigo, exilio, tristeza y desamparo. Una atmósfera que me recuerda a la de La noche feroz de Ricardo Menéndez Salmón, donde la noche a pesar de toda su ferocidad era mucho más benigna y piadosa, que la de los habitantes que la pueblan, con sus odios, sus rencores, su inhumanidad, sus ansias de venganza y de aniquilamiento del enemigo, del otro, del vecino.

El final es paradójico, porque para Ángel dejar las montañas, dejar a su familia y huir a otra parte, -más que una salvación- es otro tipo de muerte, más agónica, mucho más cruel que un tiro a bocajarro.

Luna de lobos fue llevada al cine en 1987 por Juan Sánchez Valdés. La portada del libro es el cartel de la película.

Seix Barral. 1985. 183 páginas.

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Camilo José Cela

La colmena (Camilo José Cela)

El otro día cuando leí El anarquista que se llamaba como yo, de Pablo Martín Sánchez, comentaba que había en la novela muchos personajes, demasiados a mi entender, pues de algunos de ellos simplemente llegábamos a conocer sus nombres.

En La colmena, según nos refiere su autor, Camilo José Cela (1916-2002) -en la nota a la primera edición- encontramos nada menos que 160 personajes, !en 282 páginas! y todos tienen su sustancia. De ahí que el título, La colmena, sea oportuno, pues desde una vista aérea, podemos ver Madrid, y el barrio donde transcurren sus vidas, como quien ve una colmena, donde los humanos son abejas.

La novela discurre en 1942, después de la Guerra Civil Española, y bajo la dictadura de Franco. Las noticias que llegan desde fuera de nuestras fronteras son que la Segunda Guerra Mundial sigue su curso, y que los alemanes tienen las de perder. En aquel entonces Hitler era alguien tan relevante -o así se le veía- como el Papa.

Se pregunta Cela si esta novela es realista, idealista, costumbrista, o naturalista. Lo que resulta evidente es que su lectura permite conocer mejor la España de la posguerra, donde los españoles, más que estar preocupados por el acceso a una vivienda como sucede hoy, estaban deseosos de llenar el estómago, de meterse un buen trozo de carne y proteínas para el cuerpo, pues muchos de ellos vagaban sin oficio ni beneficio, y con más hambre que el gato de la Julia, por esas calles de Dios, de figón en figón, haciendo tiempo o matándolo sin más quehacer que estar de brazos cruzados, esperando la ocasión de ocuparse en algún empleo mal pagado, o en el peor de los casos morar en el catre de un inmueble, en un subsuelo mal ventilado y falto de luz, aquejados de alguna enfermedad; la tisis o la tuberculosis, por ejemplo.

Se habla mucho de la decencia, de la compostura, de guardar las formas; una hipocresía muy patente que rige las acciones de cada uno de ellos, a pesar de lo cual, la naturaleza humana, siempre indómita, busca sus placeres carnales, y no faltan las infidelidades, o la prostitución, cuando entregar el cuerpo a un extraño supone mejorar su situación, al menos temporalmente, y la novela en estos derroteros resulta muy valiente, lo que le supuso a Cela tener que lidiar con la censura, pues aparecen en las páginas, lesbianas, maricas, masturbadores, onanistas, adúlteros y adúlteras…

No falta también algún apunte social esbozado por boca de algún personaje reclamando este un mundo más justo, menos desigual; no ya el advenimiento del comunismo, sino limar las diferencias, tal que como le sucede a este idealista, se hace de cruces al ver como en un cagadero de gente rica, los adornos del mismo, le permitirían a él y otros de su condición comer durante meses. Queda muy bien reflejado el papel que esta sociedad conservadora y retrógrada concedía a la mujer, ya fuera en el rol de hija o de esposa, en cuyo último caso estaban condenadas a procrear hijos que no se podían contar con los dedos de una mano, y a veces, ni con las de las dos y ocupar su tiempo frente a una máquina de coser en la que dejar la vista y las manos; y en todo caso siempre sometidas a la voluntad de los hombres, ya fueran padres, hermanos o esposos, de tal manera que si tenían suerte y les caía la breva de un buen hombre en matrimonio eran afortunadas, pero si les tocaba un calavera que las maltrataba no quedaba otra que soportar al esposo, y arrostrar su destino con resignación cristiana.

La prosa de Cela registra las voces de la calle, tal que la lectura es como ver un documental, pues el narrador, no se entrega a arrebatos líricos y se dedica fielmente a poner negro sobre blanco las voces de la gente del barrio, lo que estas dicen en los bares, en las tiendas, en las alcobas; registrando con tino el habla popular, más o menos llana según quien sea el personaje, muy bien matizado en cada caso, merced a unos diálogos precisos, bien engrasados, que confieren a la narración un dinamismo a ratos vertiginoso, y que si empleásemos términos fílmicos diríamos que el montaje es brillante.

Una novela muy recomendable. Sí, hay que leer más a Camilo José Cela, quien recibió el Premio Nobel de Literatura en 1989.

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Señora de rojo sobre fondo gris (Miguel Delibes)

Me alegro de que en el colegio entre los libros que leímos de Miguel Delibes -La hoja roja, El camino- no estuviera este, porque estoy convencido de que no hubiera entendido nada o no le hubiera sacado todo el jugo que tiene.

Cuando Flaubert hablaba de emplear en el narrar la palabra justa, Delibes en esta novela lo cumple a rajatabla, pues en 107 páginas construye una obra maestra, prodigio de concisión, claridad, emoción y alcance.

Un pintor escribe a su hija -encarcelada por motivos políticos, poco antes de que expirara el régimen franquista- una carta que le permitirá al viudo aclarar sus ideas y pensamientos, y recorrer lo que ha sido su existencia al lado de la mujer que ahora le falta, Ana, la misma con la que quería compartir su vejez, la misma que mejoraba la vida de los que tenía cerca, como si su talante, su forma de ser, fuera una varita que por arte de magia hiciera un mundo mejor, la misma que vivía por y para los demás, porque sabía que la felicidad de los seres queridos era la suya, la misma cuya energía y ánimo tiraba de su esposo, ayudándolo cuando los ángeles no bajaban y el lienzo en blanco cifraba su impotencia, la misma que cuando la enfermedad la merma, socava y transforma, decide que no quiere, para decirlo con los versos de Ungaretti Vivir del lamento, como un jilguero cegado, que la estética está por encima de una vida que no sea tal, que no encontrar su rostro en el espejo sería un desconocerse un borrarse en vida.

En un tema como este es muy fácil dejarse llevar por un sentimentalismo garrafonero, por eso la novela me resulta tan meritoria, porque Delibes no se regodea en el dolor, en la tragedia, sino que de manera sutil, progresiva, crea una atmósfera, que en el leer nos destroza por dentro y podemos experimentar un dolor reconfortante al ver lo que la literatura es capaz de lograr, al ver cómo en tan poco espacio y con que profunidad es posible honrar la memoria de un ser querido -Ana, es el trasunto de Ángeles de Castro, la mujer de Delibes, que murió a los 50 años-, con tamaña sensibilidad, de una manera tan bella, tan humana; una novela esta que quizás nos permita dar valor a lo esencial, a aquello que vale la pena, a aquellas personas que cuando nos faltan nos empequeñecen.

Me han gustado mucho las reflexiones sobre el genio creador y sobre la pasión lectora –vicio o virtud– de Ana, en la que todo aquel espíritu lector creo que se reconocerá.

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Ruido de fondo (Don DeLillo)

El ruido de fondo del título, es el ruido de la muerte, o bien el de la insatisfacción, o bien ese comecome ante la falta de sentido, en existencias nihilistas, donde los lazos pierden consistencia y las maromas afectivas tradicionales se reemplazan por hilillos digitales. Tal que incluso uno de los personajes ambicione -con escaso éxito- perder interés en sí mismo.

Ruido de fondo es entre otras muchas cosas una novela familiar; una familia reconstituida, tras los cuatro matrimonios de Jack, el protagonista, profesor universitario, que sale de su grisura y toma relieve especializándose en Hitler.

DeLillo escribió Ruido de fondo en 1985 -por el que obtuvo el National Book Award– y lo que trasluce su lectura es la ironía amarga y el desencanto ante una civilización decadente, ante una sociedad desalmada y tecnificada, donde la religión católica se ha visto sustituida, complementada o solapada por la religión catódica, donde sus creyentes, juntos ante una pantalla realizan su particular comunión familiar diaria, empapándose de publicidad -no es de extrañar que una de las hijas de la pareja cuando sueñe musite cosas como Toyota Celica-, donde los malls se erigen en templos del consumo, del bienestar, del confort: luminosas y lechosas matrices placentarias y placenteras.

La realidad en la que se insertan los personajes de la novela adopta la entidad de una amenaza que presenta distintas caras: contaminación en todas sus manifestaciones: escapes, derrames, vertidos, productos químicos -todo aquello que plasmó tan bien Evan Dara en El cuaderno perdido-, ondas electromagnéticas, publicidad o una nube tóxica, como la que amenazará a Jack, a su familia y al vecindario, que los obligará durante unos días a huir de sus casas: una huida que confiere a su nueva situación vital a la luz de los acontecimientos un estatuto precario y funesto; una situación que les permite a su vez, sacar cosas dentro de ellos que hasta la fecha permanecían ocultas.

La naturaleza humana, entendida como la suma de elementos y reacciones químicas y por tanto manipulables, da lugar al nacimiento de un fármaco, el Dylar, y se experimentará con los pacientes la posibilidad de que mediante su ingesta estos dejan de temer a la muerte. Un fármaco que probará Babette, la mujer de Jack, lo que pondrá a prueba la fortaleza de su relación, cuando a la narración se incorpore una infidelidad. La de ella. Una muerte -un concepto, un acontecimiento ineludible- que sirve a la pareja para alimentar sus miedos, agravado cuando Jack se sepa víctima del Niodeno-D.

DeLillo acomete la narración con un tono humorístico rayano en lo paródico, sarcástico a ratos, donde no falta la sensibilidad en su mirada amable hacia los más jóvenes; estos siempre en ebullición, siempre sorprendentes -los diálogos que Jack y Babette mantienen con sus vástagos: Heinrich, Steffie, Denise y Wilder, son de lo mejor de la novela; diálogos que permiten compartir sus conocimientos y encauzar y embridar la narración a través de constantes interrogaciones e interpelaciones; la duda y el ansia de saber, de cosificar su realidad, como alimento y empeño vital-, dueños de metas y anhelos a veces estrambóticos, como querer formar parte del Record de los Guinnes, llevando a cabo empresas absurdas, sierpes mediante, y una mirada también tierna y esperanzadora hacia la pareja, porque cuando Jack está bajo las sábanas junto a su mujer, es el único momento en el que éste pareciera sentirse a salvo.

Tenía la idea de que leer a DeLillo era más farragoso, idea que germinó cuando leí El hombre del salto, pero que quedó en entredicho cuando leí recientemente sus relatos de El ángel esmeralda. Ruido de fondo es una narración lineal y fluida, que se lee -o se devora-, tremendamente divertida y humorosa, donde sobre lo aparentemente liviano DeLillo crea un narración profunda, sólida y a su vez demoledora.

Estemos más o menos de acuerdo con el funesto diagnóstico de DeLillo, lo que es indudable es que esta lectura enriquece y da profundidad a nuestra mirada, pues a lo largo de la narración hay un sinfín de planteamientos filosóficos, que nos llevan a reflexionar sobre la irrealidad delirante de tener un arma mortífera en las manos -un arma que obra milagros incluso sobre quienes las aborrecen, cuando dicha arma sirve a un plan donde lo racional se inhibe ante lo visceral- , lo que entendemos por civilización, por progreso, cuando el ser humano a las primeras de cambio, cuando le golpea cualquier imprevisto -no ya solo los desastres naturales- como por ejemplo una nube tóxica -obra de los humanos-, se ve inerme, inútil, desposeído de cualquier conocimiento y saber que le permita lidiar con su situación, como si todo ese Conocimiento, ese Saber, fuera un escaparate, algo que vemos desde el otro lado, pero del que no formamos parte, pues como enuncia DeLillo “¿De qué nos sirve el conocimiento si éste se limita a flotar en el aire? ¿Si se limita a viajar de ordenador en ordenador? Cambia y crece con cada segundo que pasa al cabo del día, pero nadie sabe nada en realidad».

Sería interesante leer una actualización de los temas expuestos en Ruido de fondo, cuando todo lo aquí anunciado, lejos de corregirse, creo que se ha visto agravado con el correr de los años, ante una realidad cada vez más crispada y amenazante, un vasto planeta de sociedades cada vez más armadas, tecnológicas, violentas y desalmadas.

Seix Barral. 2006. Traducción de Gian Castelli. 432 páginas.