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Morir (Arthur Schnitzler)

Arthur Schnitzler (1862-1931) plantea en esta breve y deliciosa novela (con traducción de Berta Vias Mahou) el trance postrero que supone la muerte y cómo ésta altera la relación de una pareja de enamorados, que ante el anuncio de que él morirá en un plazo de un año, ambos pasarán por distintos estados que irán poniendo encima de la mesa sus sentimientos, difuminando las barreras de la lealtad, el compromiso, el amor, la abnegación, la esperanza, la dignidad, el egoísmo, ya que si en una primera instancia ella está dispuesta a morir con él, luego este sentimiento se verá minorado, toda vez que la realidad y el comportamiento de él, y sus ganas de (sobre)vivir (las de ella), pongan en cuestión tal afirmación y deseo.
Schnitzler, muy sutilmente encamina a sus personajes al precipicio, no solo hacia la nada, hacia la que él camina por ese corredor de la muerte que son los meses que le quedan, empeñado en buscar el Sur, en su particular Grand Tour (de force), como si la luz y el calor de las latitudes itálicas fueran la solución a su “problema”, emperrado en arrastrar a ella, a su amada, en su caída.
Escrita hace más de cien años, lo que Schnitzler planteó no ha perdido ni un ápice de vigencia, pues sobre la muerte, sobre ese traje hecho a medida, siempre andamos como Penélopes afanosas, tejiendo y destejiendo, ocupando el tiempo que nos queda, sin atrevernos a mirar a la parca a los ojos, pues aunque Montaigne, siguiendo a Horacio, nos recomendó vivir cada día como si fuera el último, cuando el porvenir ya no es tal y sabemos los días que nos quedan, esa información viene a ser un lastre, una losa, que nos ocupa de tal manera que nos impide hacer otra cosa que no sea pasar del lamento a la desesperación y viceversa vadeando la tristeza, donde el presente es tierra de nadie, ya que el futuro no tiene razón de ser y el pasado se va deshaciendo en manos de la enfermedad que lo borra y aniquila.
En los cines (en España) acaban de estrenar la adaptación de la novela.

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El perdón de los pecados (Antonio Fontana)

Mi manera de comprometerme fue darme a la fuga, canturreaba Sabina en una de sus canciones. Ángela hace lo propio. Después de ver, cuando es una niña, cómo su padre se da a la fuga, tras encomendarle que cuide de su hermana Tecla, tras conocer que su hermana sufre parálisis cerebral y una vez llegue a la edad adulta, abandonará el hogar familiar comprando billete de ida, por que no le volverán a ver más el pelo.
Lo que Ángela gana huyendo lo pierde por la vía de los remordimientos y el peso de la culpa que la lastrará para siempre.
Una llamada de teléfono rompe la noche a tajazos, para hacerla volver, para arrostrar, quiera o no, su pasado y volver a recordar a su hermana Tecla, a su anegada madre, a los vecinos que entre dimes y diretes se alegrarán de volver a ver a la hija pródiga, la cual no encontrará el abrazo filial, sino dos féretros indistintos ante los que pedir perdón por sus pecados. Un Dios que está muy presente, pero no para pedirle milagros, sino para rendirle cuentas, para cantarle las cuarenta.
Las preguntas que se formula la madre de Tecla siempre son las mismas en estos casos. ¿Qué ocurrirá cuando yo falte? ¿Qué culpa tiene Tecla?
Una novela muy triste esta de Antonio Fontana (Málaga, 1964) y también purificadora. Sin ceder a lo sentimentaloide creo que el autor con mucha precisión va desentrañando esa madeja de sentimientos morales y punzantes que convierten el día a día de todos ellos en un porvenir funesto, encadenados a una enfermedad que no les da ni tregua ni respiro.
El suicidio, el asesinato, la muerte en definitiva, repartirá las cartas que ellos juegan. Todos pierden.

Acantilado. 2003. 156 páginas

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Pensar y no caer (Ramón Andrés)

Pensar y no caer significa pensar y no cejar, perseverar en la pregunta, no consolidarse, no quedarse ahí, no abonar lo estático, no poner el oído a la tonalidad de la complacencia, no darse por concluido, porque nunca se llega a ser. No asentar, no sentenciar, no solidificar, no tener reparo en hacer estallar la burbuja que nos ha envuelto en su asepsia. No hacerlo indicaría un espantoso terror a la muerte, trabajar en ella y para ella, ser su asalariado. Pensar y no caer es no admitir que los cataclismos y las revoluciones perfeccionan el devenir universal humano, tal como querías Schlegel. Esto es tan erróneo como primario. Tiene algo de infame. Es dar por bueno el castigo, ver ejemplar la corrección que viene de las masacres, propiciadas por los huracanes, las epidemias o por la violenta defensa.

Pienso caer en Ramón Andrés y seguir disfrutando de ensayos como los presentes: amenos, agudos, filosos, certeros.

Ensayos que hablan de la muerte, de la nada, del pan, de la calumnia, de Europa, de la escritura y la tierra, de Dostoievski…

Acostumbrarse a malvivir en grandes núcleos de población, suponer que la naturaleza cumple el cometido de un vertedero al que van a parar los restos del exceso, entender la realidad como confort, da la bienvenida a un mundo que se deteriora velocidad de los utensilios que utilizamos, soñar la seguridad, lo programado, la abundancia y la aspiración almacenarla pertenecen a este hombre posthistórico cuyo inicio anuncia el retorno a lo animal. No por otra cosa ha puesto todas sus fuerzas en idear una felicidad artificial y a hacer de ésta una industria pesada.

Desde la Segunda Guerra Mundial no se habían instalado tantos kilómetros de concertinas, esas alambradas de cuchillas -a una empresa española le cabe el honor de ser hasta hoy el único fabricante europeo- capaces de sajar hasta lo hondo de la condición humana. Si se las llama de este modo es por analogía con el instrumento musical del mismo nombre, un pequeño acordeón octogonal que hizo bailar sobre todo a la Inglaterra del siglo XIX; la alambrada se despliega gual que su fuelle; pero ahora su melodía cambia el canto por el grito.

Porque el libro, al fin y al cabo, no es más con encuentro de voces; lo es la página, lo es el poema, lo es el relato, la memoria, también el pentagrama. Su presencia puede sugerir, por más exagerado que parezca una apetencia antropofágica. Francis Bacon admitía en uno de los Ensayos que ciertos libros deben ser devorados, mientras que otros, más delicados y extremos tienen que masticarse y, después, digerirse.

Hay quienes dedican una vida entera y a veces hasta libros, en descalificar a alguien. El chiste fácil, el apodo lacerante, el diminutivo de menosprecio, el chascarrillo cáustico son el pan de cada día, una especie de gula a la hora de engullir al otro. Flota en el aire un continuo recelo, la costumbre de mirar con el rabillo del ojo, la precariedad del que quiere haber nacido dueño entre los semejantes.

Reflexiones e ideas engastadas en estos ensayos que se sustraen a la mórbida complacencia, a los lugares comunes, al discurso oficial, y merced a la música, la pintura, la historia, la filosofía, la mitología…, convierten su lectura en puro regocijo, en un aprendizaje gozoso, porque el estilo de Ramón -que te saja como si fuera una concertina- y su erudición compartida es admirable, sí admirable, y quizás podamos entender su mirar como amargo, pesimista, aciago (ahí aparecen Nietzsche, Sloterdijk…) pero viendo ahora mismo las noticias de la sexta, solo puedo dar la razón a Ramón, pues constato que esto se va a pique: las barbaridades humanas crecen exponencialmente y la estupidez 2.0 es ya viral.

Editorial Acantilado.2016. 224 páginas.

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Los senderos del mar. Un viaje a pie (María Belmonte)

La bilbaína María Belmonte Barrenechea debutó hace un par de años con su magnífico libro Peregrinos de la belleza: viajeros por Italia y Grecia. Allí, María dotaba a esas figuras reales de vida y sí, las hacía bailar sobre el papel.

En Los senderos del mar, un viaje a pie, la protagonista –a lo Montaigne- es ella, si bien los datos autobiográficos afloran someramente, y no son lo más importante del texto y tampoco lo mejoran, si bien creo que ayudan a personalizar el relato, en una suerte de recorrido sentimental, donde María rememora a su madre muerta, a sus abuelos, alguna velada romántica, su etapa adolescente en Biarritz, escenas de pánico pirenaico, etc.

Si nos ceñimos a las cinco excursiones a pie que María emprende por la costa vasca, comenzando por el litoral francés, en Biarritz y finalizando en Bilbao, esto daría para apenas media docena de páginas, que podrían encajar bien en un artículo de alguna revista dominical, acompañándolo con las bellas fotografías que aparecen en el libro.

Costa vasca francesa

Si el libro se extiende más allá de las 200 páginas es porque la autora, a base de digresiones, enriquece sus caminatas a pie con toda suerte de anécdotas, datos, informaciones, ya sean –entre otras- de contenido histórico, paleontológico, mitológico (como en su visita a Guernica), geológico, astrofísico, biológico (¡qué interesante lo que nos refiere sobre los árboles!) y prosaico. De tal manera que María nos puede hablar de cómo se forma un arco iris, de los albores de la hidroterapia con las divertidas anécdotas de los baños acontecidas en el Balneario de Gräfenberg, de la caza de las ballenas siglos atrás, las andanzas náuticas de Elcano (que tan bien plasmó Sergio Martínez en su novela Las páginas del mar) del modo en el que las playas pasaron de ser campos de trabajo a lugares de ocio y recreo y la llegada de los primeros bañadores, los carromatos regios que gastaban las reinas de antaño, de la potencia naval que fue el País Vasco en el siglo XVI donde en Terranova los lugareños hablaban en vasco, de los incendios que asolaron San Sebastián, de aquellos que como Josetxo Mayor dedican el tiempo libre que les brinda la jubilación para adecentar una red de senderos e incluso aparecen en estas páginas el levantador de piedras Perurena, el corredor escalador, Kilian Jornet (quien finalmente fue y regresó con éxito del Everest. En el libro, esta aventura no había sido materializada, aún), o nos enteramos, si es el caso, de la capacidad natatoria de Lord Byron, quien fue el primero en cruzar a nado el estrecho de los Dardanelos y a quien esta proeza según nos cuenta le satisfizo más que cualquier otro parabién del que la literatura le hiciera acreedor.

María transmite bien su entusiasmo y esa sensación que experimentamos ilusionados al internarnos en un sendero, con una mochila a la espalda y un espíritu vivacqueante, a medida que el camino y sus desniveles nos desgasta y erosiona, al tiempo que nos renueva y vigoriza.
Es clave lo que apunta de educar la mirada. María no solo camina, su acción va mucho más allá de ser una actividad física lúdica, dado que en la medida en que conozcamos y nos interesemos por el hábitat que nos rodea, y este deje de ser un decorado, para pasar nosotros a formar parte activa del mismo, sabremos escuchar el latido de la naturaleza y sacarle todo el jugo a la flora, la fauna, la ornitología, la geología, etc, que nos circunda. El capítulo de los flysch es muy ilustrativo, porque donde nosotros no vemos otra cosa que rocas, los geólogos ven allí la historia del planeta capeada y laminada.

Se cita al ineludible Thoreau, ambientalista y caminante, si bien María no la veo como una perfecta salvaje, pues disfruta ésta de las comodidades del progreso, de una conversación amena, de la compañía de un guía, de una cena regada con un buen vino blanco, de una recuperadora noche bajo techo, huyendo de la oscuridad y de los parajes desolados a cielo abierto, pero creo que su lectura sí que nos permite desterrarnos de nosotros mismos durante unas horas, no sé si alcanzando la felicidad, pero sí algo parecido a la placidez, a una alegría serena, alimentando a su vez nuestra curiosidad –poniéndome en el horizonte unas cuantas lecturas: Patrick Leigh Fermor, Richard Fortey, Philip Hoare, Rachel Carson…-, y para quienes tenemos la costa vasca a tiro de piedra, a apenas dos horas de coche, nos da pie para fantasear con recorrer el día menos pensado los senderos del mar de María, con su libro en ristre y el ánimo inflamado.

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