Cinco escritos morales

Cinco escritos morales (Umberto Eco)

Aquel que vaya buscando una lectura refrescante de esas catalogadas como lecturas veraniegas de no pensar, debería dejar la lectura aquí mismo.

Umberto Eco recopila aquí cinco escritos morales de carácter ético, por lo que como el autor dice, atañen a lo que estaría bien hacer, a lo que no se debería hacer, o lo que no se puede hacer a ningún precio. Conferencias o intervenciones que versan sobre Pensar la guerra, El fascismo eterno, Sobre la prensa, Cuando entra en escena el otro, o Las migraciones la tolerancia y lo intolerable. Temas todos ellos muy actuales, a pesar de que estas conferencias datan de hace 20 años o más, como podemos ver a nada que consultemos la prensa o veamos la televisión: migraciones y muertos en el mediterráneo cada día, la prensa al servicio de los poderosos, el auge de la extrema derecha y el fascismo en Europa y Estados Unidos, los nacionalismos, etcétera…

Dado que la idea no es agotar ninguno de estos asuntos, me ceñiré a reproducir algunos párrafos que me han parecido especialmente significativos, con la idea de que sea luego el lector quien abunde en ellos a su gusto, si le plugiese.

Es deber intelectual proclamar la imposibilidad de la guerra. Aunque no hubiera solución posible. A lo sumo, recordar que nuestro siglo ha conocido una excelente alternativa la guerra, es decir la guerra fría. Ocasión de horrores, injusticias, intolerancias, conflictos locales, terror difuso, la historia al final deberá admitir que ha sido una solución muy humana y porcentualmente blanda, que ha visto incluso vencedores y vencidos. Pero no es competencia de la función intelectual declarar guerras frías.

A los que carecen de una identidad social cualquiera, el Ur-Fascismo les dice que su único privilegio es el más vulgar de todos, haber nacido en el mismo país. Es éste el origen del nacionalismo. Además, los únicos que pueden ofrecer una identidad a la nación son los enemigos. De esta forma en la raíz de la psicología Ur-Fascista está la obsesión por el complot, posiblemente internacional. Los secuaces deben sentirse asediados. La manera más fácil para hacer que asume un complot es apelar a la xenofobia.

Hoy un periódico se considera vencido si no consigue obtener antes que nada, con ese autor, una entrevista. ¿Qué es una entrevista con el autor? Fatalmente, autopublicidad. La publicidad ha precedido o sustituido al juicio crítico, y a menudo el crítico, cuando por fin escribe, no discute ya el libro, sino lo que el autor ha dicho en el transcurso de las diferentes entrevistas.

En los puntos fundamentales, una ética natural, respetada en la profunda religiosidad que la anima, puede encontrarse con los principios de la ética basada en la fe en la trascendencia, que no puede no reconocer que los principios naturales han sido esculpidos en nuestro corazón según un programa de salvación. Si quedan, como ciertamente quedarán, márgenes no superponibles, no será diferente de lo que ocurre con el encuentro entre regiones diferentes. De los conflictos de fe deberán prevalecer la caridad y la prudencia.

El antisemitismo pseudocientífico surge en el transcurso del siglo XIX y se convierte en antropología totalitaria y práctica industrial del genocidio sólo en nuestro siglo. Pero no habría podido nacer si no hubiera existido desde hacía siglos, desde los tiempos de los padres de la Iglesia, una polémica antijudía, un antisemitismo práctico y entre el pueblo lleno que ha atravesado los siglos allá donde hubieron un gueto. Las teorías antijacobinas del complot judío, al principio del siglo pasado, no crearon el antisemitismo popular, sino que explotaron un odio hacia los diferentes que existía ya.

Editorial Lumen. 1997. 140 páginas. Traducción de Helena Lozano Morales.

Memorias. Mi vida con Marina (Anastasía Tsvietáieva)

Lo aquí manifestado es el fruto de algunas notas que he tomado durante la lectura de esta extensa autobiografía de Anastasía Ivánovna Tsvietáieva (Moscú, 1894-1993), pues de haberlo dejado todo para el final, mi desmemoria me hubiera impedido escribir algo sobre la misma, dado que hablamos de un libro de 1210 páginas y en la que he estado embarcado durante más de un mes. Un mes muy gozoso, por otra parte.

Las primeras 400 páginas recogen la infancia de Anastasía y de su hermana Marina, la reconocida y desdichada poeta, una de las figuras más importantes de la literatura rusa del Siglo XX. Decía Roberto Bolaño que si uno permanece en el lugar de la infancia, las posibilidades de ver cómo se corrompe tu propia infancia son mayores. En el fondo siempre vamos a ver cómo se corrompe nuestra infancia, así que con esa idea en la cabeza, la pregunta que me hacía era cuando se echaría a perder esa memoria infantil de Anastasía sustanciada de olores, juegos, aventuras, alegrías, pasatiempos, afectos, etc.

Anastasía tiene desde muy pequeña a su madre enferma de tisis. ¿Cómo era la madre de Anastasía y Marina?. Así nos las describe Anastasía:

Mamá era severa con nosotras, vehemente, gritaba, nos echaba responsos, odiaba la mentira, exigía coraje, pero ¿nos costaba relacionarnos con ella? No. No podíamos haber tenido otra madre. La queríamos, la comprendíamos, no la reprobábamos. No nos doblegaba, o sea, no nos intentaba quebrantar; nos doblegamos y nos enderazábamos solas.

Su padre trabaja como director de un museo (al que Anastasía y su hermana denominan “el colosal hermano menor”) que le obliga a estar siempre fuera de casa. La desahogada situación económica familiar les permitirá dejar Rusia para desplazarse hasta Italia, a Génova (a Nervi), con la idea de que allá la madre pelechase, con los beneficios que le depararía un clima más benigno, más cálido. Son meses felices los que las hermanas pasan en Italia, donde ven el mar por primera vez y disfrutan de la compañía de otras niñas y niños. Luego dejarán Italia para trasladarse a Suiza, a Lausana, donde las niñas que cuentan 7 y 9 años (la pequeña es Anastasia) se instalan en un internado. A pesar de las ideas preconcebidas que podemos tener sobre estas instituciones allá las hermanas son felices, o así me lo parece leyendo párrafos como éste: Todas estas costumbres divertidas y tiernas hacían dulce la vida cotidiana de las niñas en un internado católico, supuestamente austero.
Ambas hermanas contrastan su día a su día, sun incipiente experiencia, con las lecturas llevadas a cabo de los hermanos Grimm, Perrault, Dickens

De Suiza se trasladan a Alemania, a Friburgo, a la Selva Negra, donde se propagaba el que quizá fuese el mejor de los olores terrestres: el de la resina. Reinaba un silencio sin igual, único en el mundo que solo se da en los bosques de la Selva Negra. Allá las cosas cambian, la infancia comienza a corromperse. La comida era repugnante, los días eran nauseabundos, la propia noción de travesura era inconcebible.

Hasta ese momento la infancia era impregnación, tiempo en el que absorberlo todo. En el caso de Marina ésta se afanará en leer todo lo que tiene a su alcance. Habla ruso, francés, lee en italiano sin haber estudiado la lengua, se interesa por las leyendas locales, como hará luego en Alemania, leyendo en alemán leyendas de la Selva Negra. Como dice Anastasía de su hermana “todo los idiomas que Marina tocaba se convertían en su lengua materna”, sin cumplir los diez años Marina ya va escribiendo poemas, ya siente entonces que todo aquello que le aparta de la lectura le molesta. Su madre incluso la exonera de ciertas labores domésticas para que su hija pueda “ir a leer”.

Dejarán luego Alemania y se trasladarán a Crimea junto al Mar Negro y de allá a casa, a Rusia, a Tarusa, junto al río Oká, después de cuatro años errabundos, pródigos en experiencias vitales. La madre, tras la milagrosa subida de ánimo al poco de llegar a casa, constata que regresa para morir, cuando la tisis se complica con una neumonía, lance luctuoso e irreparable que marcará el final de la infancia de las dos hermanas, de esas dos gemelas siamesas à la Goncourt, dice Anastasía.

Su amada madre muere y poco después su padre sufre un infarto, Anastasía ve como su hermana Marina (que está escribiendo una novela a sus 14 años) deja el hogar para ir a estudiar fuera, avivada por veleidades revolucionarias y así Anusa se verá sin madre, sin hermana, y con un padre enfermo. El horizonte está ahora plagado de nubes negras y la infancia, a sus apenas doce años parece ya muy lejana.

Marina experimenta como traductora a sus 17 años, con muy mala suerte, pues después de traducir una novela (El Aguilucho, de Rostand) se entera de que ya había sido traducida anteriormente, pero este acontecimiento amargo no la aleja de su pasión ciega por la literatura, en su distintas variantes: leer, escribir, traducir. Marina odiaba el día con sus tareas cotidianas, su gente, sus responsabilidades. Sólo vivía e los retratos y en los libros […] dispuesta a ensimismarse y a aislarse del mundo.

Infinito el cariño que ambas profesan hacia su padre, el cual es dimitido de su cargo por un ministro mezquino, mentiroso y su empeño, no obstante,en no cejar en aquello que le complace, que es dirigir otro museo.

A pesar de su corta edad la memoria de Anastasía le permite confrontar cómo eran las cosas que vivió de niña con su experiencia como adolescente. Curiosos son tanto estos pensamientos como los quebraderos de cabeza que le causan a Marina su físico rotundo, su cara roja, objeto a veces de la burla ajena.

Siguen viajando y en Koketebel Marina es feliz (sigue con sus lecturas de poemas y la narradora va al futuro para hablarnos de las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, aparecen en escena los Tártaros) dice Anastasia que no ve en su hermana esa soledad y melancolía que la había acompañado siempre, y se queja de que a su hermana siempre la hayan pintado como una infeliz, cuando sí que tuvo días felices, días dichosos, años que se concentraron no obstante en la infancia y adolescencia.

En las notas de Anastasía siempre está presente la literatura en todas sus manifestaciones, como sus recuerdos de la muerte y entierro de Tolstói o el efecto que tuvo en ella la lectura de El idiota de Dostoievski

Los acontecimientos se precipitan y del final de la infancia, y de la adolescencia se pasa a la juventud sin tener muy claras las fronteras temporales, pero con el sentimiento de que la infancia fue feliz, a pesar de la pérdida de la madre, pues las dos hermanas como dos siamesas, compartieron sus vidas y alegrías juntas, y luego, cuando llegan a los dieciocho años ambas se ven ya casadas y con niños que sacar adelante.

Anastasía ver morir a sus dos maridos, con la Guerra Civil como telón de fondo, que va amputando la sociedad, desapareciendo a familiares y amigos varones, al tiempo que su día a día se complica, pues no hay apenas comida para mantener a sus hijos, y en el caso de Marina, la carestía, la falta de recursos, le llevará a sacrificar a una de sus hijas, la más pequeña, para poder salvar y mantener a la más fuerte, a la mayor. En esos años, superada la veintena, Anastasía se ve sola sobre la faz de la tierra. Sin madre, ni padre, ni esposos, con una hermana que va labrando su porvenir en la distancia (llegan a estar más de tres años sin verse) y en la compañía de sus dos hijos, rumia días amargos y duros, pues le toca pedir, recibir ayuda, y no es plato de buen gusto, más bien le resulta desagradable y penoso verse en ese trance funesto.

A pesar de que las memorias tal como se indica en la portada del libro parecen comprender el período que va de 1896 a 1991 esto no es así, pues en la página 967 Anastasía acaba de cumplir 26 años y de ahí hasta la finalización del mismo las memorias se centran solo en dos asuntos (de haber Anastasía hablado de sus experiencias personales en la década de los 40 y los 50, como su destierro en Siberia, estas memorias no las habría podido publicar bajo un régimen censor), uno, la visita que Anastasía hace a Gorki, en Sorrento en 1927, durante sus dos meses de vacaciones, lapso de tiempo que le permite cumplir un sueño, habida cuenta la devoción que Anastasía profesa hacia el escritor, y se convierte a su vez en un oasis temporal, al verse Anastasía durante esas semanas sustraída a toda obligación doméstica y filial (su hijo se queda al cargo de unos familiares), empleando su tiempo en conversar con Gorki, visitar Pompeya, Nápoles, y aprovechar sus charlas con el escritor para escribir un libro sobre él. Anastasía abandona Sorrento durante una semana para ir a ver a Marina (a la que lleva sin ver más de cinco años) a un pueblo cercano a París. Semana infausta, pues caen enfermos los hijos de Marina (Anastasía conoce entonces a su sobrino Mur) y luego también ella, aunque en esa ocasión el destino fuese benévolo con todos ellos.

El otro tema que aborda Anastasía se recoge en el último capítulo Lo último sobre Marina. En 1943 Anastasía oye rumores de que su hermana ha muerto. Investiga y descubre que es cierto, que su hermana murió en 1941, que se suicidó ahorcándose en la casa donde moraba. A la tristeza se suma el estupor y Anastasía se traslada hasta Yelábuga, donde murió, para obtener información sobre su hermana y con la idea de conocer en qué parte del cementerio está enterrada y cual es tumba. Así sabrá de la difícil relación con su hijo adolescente Mur (con el que vivía después de separarse de su marido y de su hija), extremada y resumida en esta frase lapidaria: Marina se fue para que Mur no se fuera.

La guerra no solo acarrea muertos, eso es lo más palmario, sino que deja por ahí seres humanos convertidos en náufragos. Así Anastasía se vio obligada a partir hacia lo desconocido, con gente desconocida, con la falta de alguien en quien apoyarse, gente extraña y acccidental, en Yelábuga, una pequeña ciudad medio perdida.

Siempre hay una tensión a veces irresoluble entre nuestros sueños, anhelos, esperanzas y una realidad mostrenca, que se afana en desbaratar todo lo anterior. Oigamos a Marina:

Compréndelo: cómo escribir cuando temprano en la mañana tengo que ir al mercado a comprar comida, elegir, contar que tenga suficiente (y compramos lo más barato, claro está) y cuando ya tengo todo, cargar de vuelta con la cesta sabiendo que la mañana… está perdida: limpiar, lavar, cocinar (Alia se va a pasear con Mur) y cuando todos estén alimentados, cuando todo está recogido, yo me tumbo tal que así, completamente vacía, !ni una línea! Pero por la mañana tengo tantas ganas de sentarme a escribir…y así un día y otro…

Marina desgraciadamente no pudo disfrutar de Una habitación propia con la que creo que siempre soñó.

No obstante, creo que aunque tanto Marina como a Anastasía ardieron sobre el papel, al ser la literatura de verdad ignífuga, tanto las poesías de Marina como estas vívidas y monumentales (en las antípodas del minimalista Me acuerdo de Perec) memorias de Anastasía perdurarán.

Hermida Editores. 2018. 1210 páginas. Traducción de Olga Korobenko y Marta Sánchez-Nieves

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El año del cometa (Álvaro Cunqueiro)

non la sopporto la gente che non sogna

Francesco Guccini (Cyrano)

Será que tengo frescas dos lecturas recientes de Gonzalo Torrente Ballester, su última novela, Doménica, y otra anterior, La saga/fuga de J. B.,que esta novela de Álvaro Cunqueiro me ha recordado mucho a ambas y la he leído, quién sabe, bajo su influjo.

Los dos autores gallegos compartieron una imaginación fértil y desbordante y curiosamente tanto La saga/fuga de J. B. como El año del cometa, se escribieron una en 1972 y la otra en 1974, dejando de lado la realidad del momento, para sustraerse y ensimismarse en novelas mágicas, que cifran muy bien su imaginación y capacidad para ir trenzando con distintos hilos temporales, mitos, fábulas, leyendas, personajes históricos, fino humor (también grueso, como los episodios almorránicos) y una destilada sabiduría, artefactos narrativos que primero epatan al lector, para luego sumirlos sin remisión en una lectura tan alucinada como alucinante, de la mano de su protagonista, el astrólogo Paulos Expectante, que irá recopilando las señales de los cambios que se irán sucediendo ante la llegada de un cometa a la ciudad.

Si en La Saga/fuga de J. B. la ciudad, a veces, por momentos flotaba, aquí la ciudad (Lucerna) y toda la novela también despliegan un aura mágica; curiosamente está también muy presente el universo artúrico. Creo que Cunqueiro lo que quiere decirnos es que la realidad no es sólo lo que vemos, también lo que no vemos y lo que imaginamos y que lo que sustancia y edifica nuestra realidad son, en gran medida, nuestros sueños (no soñar es vegetar. Y ya puestos soñemos en tecnicolor), lo cual explicaría que caminando este fin de semana por Bilbao deambulando por el barrio de Olabeaga me topara con esta invitación a:
Soñar
Si hay libros que no exigen nada del lector, esos libros que pasan por nosotros sin pena ni gloria y que leemos tan pronto como olvidamos, otros, nos exigen (o les debemos) transitarlos a paso de costalero, yendo y viniendo por los párrafos sin prisas, así lo he leído y disfrutado, obteniendo a modo de recompensa algo así como un placer mortificante, que de mortificante tiene poco y sería más bien licuante. Un refrigerio literario como pocos.

Álvaro Cunqueiro en Devaneos | Las crónicas del sochantre

Javier Gomá Lanzón

¿Qué queremos decir cuando decimos cultura? (Javier Gomá Lanzón)

El conocimiento avanza cuando discierne. Allá donde una palabra venía designando algún objeto de forma genérica o indeterminada, la inteligencia, penetrante e incisiva como filo de navaja, se complace en distinguir nuevas palabras o inventar nuevos significados para referirse más específicamente a la riqueza de matices que encierra ese objeto cuando es sometido a un análisis intelectual más riguroso. Y a fuerza de discernimientos progresivos, la humanidad se dota de un discurso más amplio y afinado y, finalmente, conoce el mundo con mayor exactitud.

Pensemos en la palabra amor. Se aplicó antiguamente tanto al movimiento de los planetas por sus órbitas como a la entrega de la propia vida por la patria, la pasión posesiva por otra persona o la cópula de los animales. Esta ambigüedad semántica molesta a la inteligencia, la cual apetece siempre dividir el objeto que la experiencia le muestra de manera todavía confusa, descomponerlo analíticamente en sus partes y, gracias a estas operaciones, comprenderlo mejor para, en su caso, dominarlo y transformarlo. Con ese propósito el lenguaje se esfuerza por establecer una tabla de acepciones de la palabra amor o por añadir, dentro de la misma familia semántica, términos que proveen de matices o contextos diferenciados de uso: enamoramiento, atracción, sexo, pasión, fidelidad, caridad, deseo, altruismo. Un avance de esta naturaleza se observa a diario en el terreno científico: aquello que los antiguos llamaban, por ejemplo, locura o melancolía, hoy nosotros lo diagnosticamos como síndrome bipolar o enfermedad maníaco-depresiva. La ciencia configura un árbol de términos médicos que, dividido en ramas y sub­ramas, organiza la variedad de las patologías psí­quicas con elevadísima precisión clínica. Nomenclatura bien establecida que prepara el terreno a la sanación.

Las palabras más trascendentes de un idioma y con mayor fuerza simbólica acusan una carga de ambigüedad superior y por ese motivo la necesidad de distinguir entre los significados y los contextos posibles se hace en estos casos aún más apremiante.

Cultura es, sin duda, una de esas palabras trascendentes y ambiguas. Cuando hablamos de cultura, ¿qué queremos decir? Observamos que el contexto puede hacer mutar el uso del vocablo, muchas veces sin elevar esa mutación a un plano consciente entre los hablantes, lo que es fuente de muchos malentendidos o de acuerdos sólo aparentes. Parece útil, en consecuencia, enunciar sus principales usos. Son cuatro.

1. Imagen e interpretación

Decimos cultura occidental y al hacerlo mentamos ese conjunto de creencias y de costumbres, decantadas históricamente y estructuradas en marcos interpretativos, que comparten los miembros de una misma comunidad. Decimos cultura antigua o cultura moderna y al hacerlo aludimos a ese mismo conjunto pero ahora en su dimensión temporal. Aun existiendo elementos comunes, nadie negaría que un francés y un chino pertenecen a culturas separadas y que esa pertenencia determina esencialmente la forma en que uno y otro ven el mundo. Lo mismo cabe decir respecto a ese francés en los sucesivos estadios de la historia: la visión de un francés medieval no es igual a la de un francés renacentista, ilustrado, romántico, moderno o posmoderno. ¿Qué hace distinta esa visión? La cultura. Al usar el concepto de cultura en esta primera acepción con frecuencia se recurre a dos metáforas: cultura como imagen del mundo, por un lado, y cultura como interpretación del mundo, por otro. Ambas designan más o menos lo mismo, sólo que la primera pone el acento en lo icónico y la segunda, en lo lingüístico.

Miramos las cosas a partir de una imagen del mundo, una constelación mental de evidencias inconscientes, históricas y de origen social. La imagen del mundo de los hombres de la antigüedad no coincide con la imagen del mundo moderna. Los antiguos griegos, de mentalidad mítica, contemplaban la Vía Láctea y creían ver manchas de leche derramada por Hércules al mamar del seno de su madre, mientras nosotros, los modernos, de mentalidad científica, vemos allí ciertas formaciones de materia que llamamos galaxias. Aunque se ­enfrenten a la misma realidad, el francés, con toda la persuasión de una evidencia no problemática, ve un mundo distinto del que ve el ­chino y esa disparidad obedece a unas lentes –la cultura– que crean para él una óptica particular. Y como ocurre con las gafas para el miope, la cultura no es algo que nosotros veamos sino precisamente la condición de posibilidad de la visión, aquello que, siendo invisible para nosotros, nos faculta para ver las cosas, incluyéndonos a nosotros mismos.

Según esto, lo que vemos depende de lo evidente, lo sabido de lo consabido, el juicio del prejuicio, el conocimiento del previo reconocimiento, la ciencia de la creencia.

La otra metáfora sobre la cultura supone que el mundo es un texto que es susceptible de ser leído. A esta metáfora –el mundo como libro– dedicó Hans Blumenberg un bello ensayo: La legibilidad del mundo (1981). Siempre que leemos un texto lo interpretamos. El mismo texto es leído de manera dispar por personas distintas, incluso por la misma persona en momentos sucesivos de su biografía. De ahí la pluralidad de lecturas a que han dado lugar, por ejemplo, la Antígona de Só­focles o el Quijote de Cervantes. Leerlos es interpretarlos a nuestra ­manera, conforme a nuestras urgencias vitales y nuestros circunstanciales condicionamientos ambientales. No hay una sola lectura única o auténtica de estas obras, porque, por su propia naturaleza, estas se abren a muchas interpre­taciones.

No otra cosa sucede con el mundo real en el que vivimos, nos movemos y existimos. El mundo entero –desde los minerales al ser supremo pasando por los estadios intermedios– se parece a uno de esos libros ocasionados a una pluralidad de interpretaciones posibles. Y nosotros estamos condenados a conocerlo no directamente –no existe un conocimiento auténtico, puro o directo de los hechos–, sino a través de ese rodeo que son las palabras que lo interpretan. Y las palabras del lenguaje natural y cotidiano, a las que están adheridos sentidos y significados con los que construimos nuestra interpretación –palabras como justicia, dignidad, valentía, verdad o belleza–, no las hemos creado nosotros individualmente, las tomamos prestadas de nuestra lengua materna: el francés, el chino. De manera que nadie conoce en rigor la realidad desnuda que experimenta cada día (la cosa misma), sino que la lee y la interpreta, y ambas operaciones las realiza dentro del universo lingüístico de su lengua materna, la cual enmarca el número limitado de interpretaciones posibles del mundo para un individuo de esa comunidad y de ese tiempo (un francés de hoy, un chino de hoy). Decimos cultura francesa o cultura china y con ello nos referimos, pues, a esa interpretación general del mundo que la mayoría de los franceses y de los chinos comparten por el hecho de usar la misma lengua para comunicarse entre ellos y para comprenderse a sí mismos.

Lo que afirmamos sobre la metáfora de la imagen ha de repetirse ahora respecto a la metáfora de la interpretación: que la cultura, en esta primera acepción, nos permite conocer pero apenas la conocemos a ella misma. Nos estructura la mente y el corazón, pero la estructura misma permanece muda, a la espalda, trabajando en silencio. De ahí que al francés la interpretación francesa del mundo le parezca la más natural, no menos que al chino la suya. Y a cada uno, en cambio, la del otro le suscite una sensación de extrañeza.

2. Las obras

Llamamos también cultura a determinadas obras producidas (poiesis) sin finalidad utilitaria, principalmente para el entretenimiento, el placer desinteresado, la instrucción estético-moral o el conocimiento puro. A veces esas obras son creadas por una colectividad anónima (el pueblo): refranes, cuentos, romances, epopeyas orales, canciones o fiestas populares. Pero, aunque la línea que separa la cultura popular de la culta se ha demostrado menos nítida de lo que antes se creía, en la mayoría de los casos llamamos cultura, en esta segunda acepción, a obras artísticas –obras de literatura, de música, artísticas, filosóficas o científicas– con autoría personal.

En la primera acepción, pues, la cultura pertenece a la totalidad de los miembros de una comunidad dada (todos ellos sin excepción comparten una imagen-interpretación del mundo), mientras que en la segunda, en cambio, el concepto se reserva a las obras confeccionadas por una pequeñísima porción de individuos de esa misma comunidad: poetas, novelistas, dramaturgos, filósofos, pintores, escultores, arquitectos, cineastas, compositores, científicos. En la primera acepción, la cultura se identifica con una visión inconsciente, impersonal y natural del mundo, mientras que en la segunda la cultura es el resultado del trabajo intencional, personal y artificial –elaborado conforme a las reglas del arte– del autor de la obra. En este segundo supuesto, el campo de la cultura, lejos de extenderse universalmente a toda la condición humana, se contrae a una exigua minoría: todo el mundo interpreta el mundo, pero sólo unos pocos escriben una novela, enuncian una ley científica o componen una sinfonía.

En efecto, la inmensa mayoría de los ciudadanos espera ganarse la vida practicando una profesión o un oficio: producen mercancías o prestan servicios para satisfacer una demanda del mercado, el cual les retribuye en pago por su prestación. Sólo una exigua minoría, en cierto sentido extraviada del cauce general, siente la necesidad interior de dedicar las mejores horas del día, los mejores días del año y los mejores años de su vida a algo que nadie les ha demandado: la obra ­literaria, artística o científica. Naturalmente, estos literatos, artistas o científicos también aspiran a ­ganarse la vida de alguna manera. Pero tan exhaustiva dedicación a una obra no tiene por finalidad prioritaria colocar una mercancía más en el mercado para ganarse el sustento. Responde más bien a un enamoramiento privado por la perfección que el autor de la obra imagina íntima a esta aun antes de crearla.

El fenómeno de absorción total del autor por la amorosa gestación de esta clase de obra recibe el nombre de vocación. Se siente el autor llamado a aplicar la totalidad de sus energías creadoras a generar una obra original y nueva movido por una fascinación hacia la dignidad que intuye en ella, sin que en su intención esté, en primer lugar, el ­cálculo del precio que quizá algún día reciba a cambio. Sabe que su obra será vendida, pero en el autor vocacional este es un efecto reflejo respecto al propósito principal: enriquecer el mundo con una forma de perfección antes no existente.

Las obras más perfectas producidas por esta minoría atraen, con el paso del tiempo, a veces no sin vacilaciones iniciales, la admiración de las personas de buen gusto y, después, suscitan la aclamación general de la sociedad, que las recibe como modelos y las integra con orgullo en el glorioso canon patrio. La metáfora lingüística de la primera acepción de la cultura presentaba esta como una interpretación del mundo formada por palabras del lenguaje natural que cada individuo toma en préstamo de la sociedad. Ahora bien, este lenguaje se halla en permanente mutación, como la sociedad misma. ¿Quién promueve esa renovación? Esos pocos hombres y mujeres dominados por una vocación inútil, que enriquecen el caudal del lenguaje común fundando nuevas palabras o inventando nuevos significados para estas. A través de esa labor innovadora, dicha minoría contribuye a actualizar la futura interpretación del mundo de la comunidad: definen el diccionario de las palabras que tomarán en préstamo las generaciones venideras.

Como escribe Mallarmé en Le tombeau d’Edgar Poe , el cometido del poeta es, en último término, “dar un sentido más puro a las pa­labras de la tribu” ( donner un sens plus pur aux mots de la tribu). Pureza entendida aquí como palabras despojadas de anacronismo. Pureza, en fin, como contempo­raneidad.

3. La industria cultural

Otras veces hablamos de cultura –tercera acepción– en el sentido de industria cultural. El mercado es el lugar del intercambio de mercancías. El autor vocacional produjo la obra atendiendo principalmente a la perfección y la dignidad de esta, anticipadas en su seducida imaginación. Pero, una vez terminada, dicha obra en la mayoría de los casos se pone en venta y, desde ese momento, se asimila a una mercancía y se somete a las leyes del mercado. Y promoviendo los intercambios, en la cadena de distribución y venta de bienes culturales, aparecen entonces las empresas mercantiles que operan en este sector, como editoriales, casas de subastas, galerías de arte, teatros, salas de concierto y de cine.

La sociedad mercantil persigue el lucro y el máximo beneficio empresarial por medio de los intercambios de bienes a los que, como cualquier otra mercancía, se les pone precio. A esta ley no son excepción las empresas que ofertan bienes a los consumidores culturales. Cierto que los trabajadores de este específico sector suelen ser individuos receptivos a la dignidad de las obras culturales, admiradores de su perfección y amigos de tratar con sus autores y con personas refinadas deseosas de adquirir esas obras, poseerlas y disfrutarlas (libreros bibliófilos, anticuarios coleccionistas, empresario musical melómano, etcétera). Pero la empresa, si quiere seguir funcionando en mercado, ante todo ha de procurar hacerse viable y saber poner precio a las obras, convertirlas en mercancía, vender el mayor número posible de ellas y obtener un honesto ingreso en el intercambio.

Al saltar del taller al mercado, la obra soporta la tensión entre dos polos antagónicos: por un lado, la fidelidad del autor a la vocación y su devoción a la perfección de la obra; por otro, la ley del mercado, los usos del negocio y el máximo beneficio empresarial. La tensión, en fin, entre lo que tiene dignidad y lo que tiene precio.

Dicha tensión se mantuvo en un término de equilibrio durante muchos siglos porque, en sociedades escasamente alfabetizadas, el mercado de la cultura había sido tradicionalmente nacional y elitista, limitado a un consumidor ilustrado y mayoritariamente acomodado. Pero en el último medio siglo este equilibrio se ha deshecho a consecuencia de la mundialización del mercado y de la democratización del público.

A fines del siglo XIX, por ejemplo, sólo una minoría letrada y cultivada podía leer una novela y era potencial compradora de ella. A fines del XX, la serie de Harry Potter se ha vendido en todos los rincones del mundo, después de una campaña publicitaria a escala planetaria que recurre a todas las formas imaginables de mercadotecnia, incluidas costosísimas y espectaculares producciones de Hollywood. Dickens ganó dinero con sus novelas mientras que J.K. Rowling con las suyas se ha convertido en una de las mayores fortunas de su país y ha disparado los beneficios de múltiples empresas que han negociado los derechos de su obra.

No es un caso único. El mercado cultural ya no es minoritario y elitista; ahora es global y masivo, como pueda serlo el financiero o el de automoción. Las empresas multinacionales han abandonado su respeto o su tradicional indiferencia hacia la cultura (cuya producción en muchos aspectos seguía todavía patrones artesanales), han colonizado su territorio y han hecho de ella una parte de la muy rentable industria de entretenimiento. Y es así como se ha extendido a la cultura, antes regida por la racionalidad de la vocación, esa otra racionalidad característica de esta clase de industria: la rápida circulación de mercancías efímeras, el valor positivo de la novedad, la espectacularidad mediática y, en último término, la sacralización del éxito entendido como el máximo volumen de ventas (best seller).

Como la cultura puede llegar a generar extraordinarios beneficios empresariales, la industria produce ahora mercancías diseñadas desde su origen para ser colocadas y vendidas en este específico mercado, siguiendo un proceso similar al observado en los otros mercados más convencionales. He aquí el riesgo de mixtificación. Nada que objetar en absoluto a la existencia de la mercancía cultural, un bien de consumo como otro cualquiera: unos zapatos, un ordenador, un viaje turístico. El problema reside en el intento de la mercancía cultural de usurpar el halo de la auténtica cultura; es decir, que lo hecho por precio se presente ante el público como revestido del aura de una dignidad que no le corresponde.

Pensemos en el formato libro. En el mismo estante de novedades de una librería pueden convivir un poemario escrito durante una larga década, demorada y delicadamente, por un autor al que le va la vida en cada verso y, junto a él, la última novela histórica firmada por un presentador de un concurso de televisión y compuesta por un equipo de redactores después de tener en cuenta las recomendaciones del departamento de ventas del sello editorial y las encuestas encargadas sobre el cambiante gusto de los lectores y las tendencias generales de lectura. Aunque su naturaleza es contrapuesta, ante el público ambos presentan la misma forma de libro. Es más, comparten los mismos canales de distribución y venta, y a veces hasta la misma página en el suplemento literario que los ­reseña.

4. Política cultural

Por último, cuando se pregunta por la cultura, la noción que se alumbra en la mente, en ciertos contextos, es la política cultural.

La tipología clásica de la acción de las administraciones públicas distingue tres modalidades: acciones de policía, de fomento y de servicio público. Aplicados estos tres tipos a la política cultural, la legislación sobre la materia, la vigilancia del sector y la potestad sancionadora son ejemplo de actividad de policía; lo son de fomento las subvenciones, las becas y los patrocinios; y de servicio público, la gestión de museos, auditorios, teatros, bibliotecas, orquestas y compañías de titularidad pública, el cuidado del patrimonio histórico-artístico o la organización de ferias y festivales.

Toda actuación pública, conforme al ordenamiento jurídico, ha de estar presidida por el principio del interés general. El interés general, en esta cuarta acepción de la cultura, se define en función de las dos anteriores. Desde esta perspectiva, la misión de las distintas administraciones culturales debería ser la de propiciar las condiciones favorables para la creación de obras culturales (acepción segunda) y para su conservación, distribución y difusión empresarial (acepción tercera). Aunque obligada a ajustarse a unos presupuestos, la política cultural, a diferencia de la industrial, se halla libre de la servidumbre de la rentabilidad económica, porque su mira es exclusivamente la rentabilidad social. Si, por un lado, este privilegio le otorga un espacio para la independencia, por otro, en cambio, se halla siempre en riesgo de perderla. Porque la acción administrativa se subordina, de hecho, a las estrategias y prioridades del partidismo político, regulado por la ley del amigo/enemigo, el corto plazo de una legislatura y la racionalidad electoral.

La política cultural suscita la interesante cuestión teórica de su propia legitimidad: mientras haya en una sociedad un solo desempleado, ¿por qué no aumentar la partida de las prestaciones públicas por desempleo en lugar de subvencionar el teatro de ópera? Mientras un solo ciudadano carezca de una vivienda digna, ¿cómo explicar la restauración de monumentos medievales o la financiación de los observatorios astronómicos? Antes, casa y alimento, después todo lo demás, argüirán algunos.

Esta objeción, a simple vista convincente, invita a introducir la distinción filosófica entre valores con peso y valores con altura. Porque en la contextura de la vida personal no nos encontramos con un antes y un después, sino que los valores de más peso (los más elementales, los económico-sociales, como la comida o la vivienda) conviven inseparablemente con los de más altura (la belleza, la perfección). No es exigible agotar exhaustivamente todos los valores más pesados para elevarse a los más altos, porque estos últimos son los que, con su dignidad, prestan sentido existencial a los primeros. Pues no se trata sólo de sobrevivir como especie, sino de vivir como individuos con rectitud y nobleza, que es lo que hace la vida digna de ser vivida.

El Estado ha de atender esta doble dimensión de sus ciudadanos al mismo tiempo, sin permitir que lo urgente se lleve por delante lo más noble con la coartada de que esto último puede esperar. La mayor partida de los presupuestos públicos, en todos los estados conocidos, se endereza a satisfacer las necesidades básicas, pero sin excluir otras partidas de política cultural. Y esto porque si la política cultural propicia la creación de obras por sus autores (acepción segunda) así como su difusión y distribución en la sociedad (acepción tercera), a largo plazo favorece el avance del –en términos de Norbert Elias– proceso de la civilización, dando lugar a una más refinada, más culta y más inteligente imagen-interpretación del mundo de los ciudadanos (acepción primera). Y entre todas las acciones públicas imaginables, ninguna podría exhibir mayor interés general que esta.

Conclusión

He aquí, pues, las cuatro formas principales de decir cultura. Por descontado, son formas ideales y en la experiencia nos encontramos personas o instituciones que encarnan con gran pureza alguna de esas cuatro formas, pero más frecuentemente una hibridación de varias de ellas. Todos conocemos maestros en una de las bellas artes que demuestran serlo adicionalmente en el arte de ganarse la vida y de autopromocionarse como el más industrioso de los empresarios lo haría con uno de sus productos en venta. Hay quienes sienten su vocación, pero esta no les interpela con una intensidad tal que absorba la totalidad de sus energías y en consecuencia llenan su vida con otras ocupaciones que no redundan en obra propia sino que giran en torno a la de terceros. O aquellos otros que sí experimentan una vocación totalizadora, pero su fidelidad a esta se resfría por la seducción de un éxito rápido, una notoriedad mediática pasajera o la ansiedad de un buen contrato mercantil. Puede ocurrir que una obra, fruto excelente de una genuina vocación, obtenga un éxito sensacional de ventas: la dignidad se alía entonces con el precio y la industria explota la vocación hasta casi extenuarla. Una alianza de esta clase se observa, por ejemplo, en la incesante reedición de los clásicos de la literatura universal, que se definen por ser auténticos long sellers. Por último, no debe faltar la mención, como expresión eminente de ese mestizaje de formas, de la actividad que llevan a cabo las fundaciones culturales y otras instituciones análogas del sector no lucrativo: participan de las técnicas de gestión industrial pero idealmente les anima un interés general, no privado, análogo al que, por ley, han de seguir las administraciones de la política cultural.

Por consiguiente, en la experiencia encontramos las cuatro formas ideales y sus mezclas. Con todo, la clasificación expuesta mantiene su utilidad. Porque la respuesta a la pregunta por el estado de la cultura depende directamente de cuál de las cuatro acepciones de la palabra se esté empleando en ese momento. Cada una de las cuatro formas posee su propia racionalidad, sus leyes distintivas, sus finalidades específicas. Y también su tempo. El tiempo de la industria cultural lo marca el balance anual; el de la política, los cuatro años de la legislatura; el de la vocación, la vida entera del autor que se consume a fuego lento en la gestación de la obra; la nueva interpretación del mundo, finalmente, tarda generaciones en cristalizar.

De esta multiplicidad de acepciones y tempos nacen muchos malentendidos en los discursos sobre la cultura, lo que invita a recurrir al discernimiento de la inteligencia. ¿En qué situación se halla la cultura?, nos interrogan. Habría que contestar de forma diferente según sea el sentido con que se usa la palabra. ¿Cómo le afectó la crisis económica a la cultura? La misma respuesta abierta. El recorte en los presupuestos de las administra­ciones públicas repercute negativamente en sus actividades de fomento y de servicio público (menos subvenciones y becas, menos aportaciones para las instituciones culturales de titularidad pública). La industria cultural, por su parte, en una época de contracción general del consumo, sufre la merma de la demanda, incluyendo la procedente de las administraciones (recuérdese que una alta proporción de la industria cultural sigue estando subvencionada).

En cambio, la creatividad del autor no necesariamente disminuye durante una crisis, incluso a veces las circunstancias negativas, que lo estrangulan poniéndolo a prueba, avivan su imaginación. Muy severo habría de ser el colapso del país para que a un poeta inspirado le faltase un folio donde esbozar con un lápiz sus versos. Incluso un músico no necesita más que papel pautado para componer una sinfonía. Las dificultades sobrevienen en un segundo momento, a la hora de publicar el poemario en una editorial o, mucho más, de estrenar una sinfonía en un auditorio. Otras manifestaciones de la cultura, como la investigación científica o la producción cinematográfica, exigen por su propia naturaleza una elevada inversión financiera y este requisito añade aún mayor dificultad presupuestaria y organizativa a la complejidad que ya es inmanente a la obra cultural.

Pero quien de verdad vive para la cultura y no de la cultura, quien, enamorado de la obra presentida en su imaginación, ha aceptado consagrar lo mejor de su existencia a algo que nadie le ha pedido, quien mantiene su fidelidad a la vocación hasta el final, sin desalentarse por las mil injurias del destino, no se rinde nunca y acaba superando los obstáculos, porque el tiempo conspira a favor de la obra perfecta, adornada de elevada dignidad.

vía | La Vanguardia