Javier Gomá Lanzón

¿Qué queremos decir cuando decimos cultura? (Javier Gomá Lanzón)

El conocimiento avanza cuando discierne. Allá donde una palabra venía designando algún objeto de forma genérica o indeterminada, la inteligencia, penetrante e incisiva como filo de navaja, se complace en distinguir nuevas palabras o inventar nuevos significados para referirse más específicamente a la riqueza de matices que encierra ese objeto cuando es sometido a un análisis intelectual más riguroso. Y a fuerza de discernimientos progresivos, la humanidad se dota de un discurso más amplio y afinado y, finalmente, conoce el mundo con mayor exactitud.

Pensemos en la palabra amor. Se aplicó antiguamente tanto al movimiento de los planetas por sus órbitas como a la entrega de la propia vida por la patria, la pasión posesiva por otra persona o la cópula de los animales. Esta ambigüedad semántica molesta a la inteligencia, la cual apetece siempre dividir el objeto que la experiencia le muestra de manera todavía confusa, descomponerlo analíticamente en sus partes y, gracias a estas operaciones, comprenderlo mejor para, en su caso, dominarlo y transformarlo. Con ese propósito el lenguaje se esfuerza por establecer una tabla de acepciones de la palabra amor o por añadir, dentro de la misma familia semántica, términos que proveen de matices o contextos diferenciados de uso: enamoramiento, atracción, sexo, pasión, fidelidad, caridad, deseo, altruismo. Un avance de esta naturaleza se observa a diario en el terreno científico: aquello que los antiguos llamaban, por ejemplo, locura o melancolía, hoy nosotros lo diagnosticamos como síndrome bipolar o enfermedad maníaco-depresiva. La ciencia configura un árbol de términos médicos que, dividido en ramas y sub­ramas, organiza la variedad de las patologías psí­quicas con elevadísima precisión clínica. Nomenclatura bien establecida que prepara el terreno a la sanación.

Las palabras más trascendentes de un idioma y con mayor fuerza simbólica acusan una carga de ambigüedad superior y por ese motivo la necesidad de distinguir entre los significados y los contextos posibles se hace en estos casos aún más apremiante.

Cultura es, sin duda, una de esas palabras trascendentes y ambiguas. Cuando hablamos de cultura, ¿qué queremos decir? Observamos que el contexto puede hacer mutar el uso del vocablo, muchas veces sin elevar esa mutación a un plano consciente entre los hablantes, lo que es fuente de muchos malentendidos o de acuerdos sólo aparentes. Parece útil, en consecuencia, enunciar sus principales usos. Son cuatro.

1. Imagen e interpretación

Decimos cultura occidental y al hacerlo mentamos ese conjunto de creencias y de costumbres, decantadas históricamente y estructuradas en marcos interpretativos, que comparten los miembros de una misma comunidad. Decimos cultura antigua o cultura moderna y al hacerlo aludimos a ese mismo conjunto pero ahora en su dimensión temporal. Aun existiendo elementos comunes, nadie negaría que un francés y un chino pertenecen a culturas separadas y que esa pertenencia determina esencialmente la forma en que uno y otro ven el mundo. Lo mismo cabe decir respecto a ese francés en los sucesivos estadios de la historia: la visión de un francés medieval no es igual a la de un francés renacentista, ilustrado, romántico, moderno o posmoderno. ¿Qué hace distinta esa visión? La cultura. Al usar el concepto de cultura en esta primera acepción con frecuencia se recurre a dos metáforas: cultura como imagen del mundo, por un lado, y cultura como interpretación del mundo, por otro. Ambas designan más o menos lo mismo, sólo que la primera pone el acento en lo icónico y la segunda, en lo lingüístico.

Miramos las cosas a partir de una imagen del mundo, una constelación mental de evidencias inconscientes, históricas y de origen social. La imagen del mundo de los hombres de la antigüedad no coincide con la imagen del mundo moderna. Los antiguos griegos, de mentalidad mítica, contemplaban la Vía Láctea y creían ver manchas de leche derramada por Hércules al mamar del seno de su madre, mientras nosotros, los modernos, de mentalidad científica, vemos allí ciertas formaciones de materia que llamamos galaxias. Aunque se ­enfrenten a la misma realidad, el francés, con toda la persuasión de una evidencia no problemática, ve un mundo distinto del que ve el ­chino y esa disparidad obedece a unas lentes –la cultura– que crean para él una óptica particular. Y como ocurre con las gafas para el miope, la cultura no es algo que nosotros veamos sino precisamente la condición de posibilidad de la visión, aquello que, siendo invisible para nosotros, nos faculta para ver las cosas, incluyéndonos a nosotros mismos.

Según esto, lo que vemos depende de lo evidente, lo sabido de lo consabido, el juicio del prejuicio, el conocimiento del previo reconocimiento, la ciencia de la creencia.

La otra metáfora sobre la cultura supone que el mundo es un texto que es susceptible de ser leído. A esta metáfora –el mundo como libro– dedicó Hans Blumenberg un bello ensayo: La legibilidad del mundo (1981). Siempre que leemos un texto lo interpretamos. El mismo texto es leído de manera dispar por personas distintas, incluso por la misma persona en momentos sucesivos de su biografía. De ahí la pluralidad de lecturas a que han dado lugar, por ejemplo, la Antígona de Só­focles o el Quijote de Cervantes. Leerlos es interpretarlos a nuestra ­manera, conforme a nuestras urgencias vitales y nuestros circunstanciales condicionamientos ambientales. No hay una sola lectura única o auténtica de estas obras, porque, por su propia naturaleza, estas se abren a muchas interpre­taciones.

No otra cosa sucede con el mundo real en el que vivimos, nos movemos y existimos. El mundo entero –desde los minerales al ser supremo pasando por los estadios intermedios– se parece a uno de esos libros ocasionados a una pluralidad de interpretaciones posibles. Y nosotros estamos condenados a conocerlo no directamente –no existe un conocimiento auténtico, puro o directo de los hechos–, sino a través de ese rodeo que son las palabras que lo interpretan. Y las palabras del lenguaje natural y cotidiano, a las que están adheridos sentidos y significados con los que construimos nuestra interpretación –palabras como justicia, dignidad, valentía, verdad o belleza–, no las hemos creado nosotros individualmente, las tomamos prestadas de nuestra lengua materna: el francés, el chino. De manera que nadie conoce en rigor la realidad desnuda que experimenta cada día (la cosa misma), sino que la lee y la interpreta, y ambas operaciones las realiza dentro del universo lingüístico de su lengua materna, la cual enmarca el número limitado de interpretaciones posibles del mundo para un individuo de esa comunidad y de ese tiempo (un francés de hoy, un chino de hoy). Decimos cultura francesa o cultura china y con ello nos referimos, pues, a esa interpretación general del mundo que la mayoría de los franceses y de los chinos comparten por el hecho de usar la misma lengua para comunicarse entre ellos y para comprenderse a sí mismos.

Lo que afirmamos sobre la metáfora de la imagen ha de repetirse ahora respecto a la metáfora de la interpretación: que la cultura, en esta primera acepción, nos permite conocer pero apenas la conocemos a ella misma. Nos estructura la mente y el corazón, pero la estructura misma permanece muda, a la espalda, trabajando en silencio. De ahí que al francés la interpretación francesa del mundo le parezca la más natural, no menos que al chino la suya. Y a cada uno, en cambio, la del otro le suscite una sensación de extrañeza.

2. Las obras

Llamamos también cultura a determinadas obras producidas (poiesis) sin finalidad utilitaria, principalmente para el entretenimiento, el placer desinteresado, la instrucción estético-moral o el conocimiento puro. A veces esas obras son creadas por una colectividad anónima (el pueblo): refranes, cuentos, romances, epopeyas orales, canciones o fiestas populares. Pero, aunque la línea que separa la cultura popular de la culta se ha demostrado menos nítida de lo que antes se creía, en la mayoría de los casos llamamos cultura, en esta segunda acepción, a obras artísticas –obras de literatura, de música, artísticas, filosóficas o científicas– con autoría personal.

En la primera acepción, pues, la cultura pertenece a la totalidad de los miembros de una comunidad dada (todos ellos sin excepción comparten una imagen-interpretación del mundo), mientras que en la segunda, en cambio, el concepto se reserva a las obras confeccionadas por una pequeñísima porción de individuos de esa misma comunidad: poetas, novelistas, dramaturgos, filósofos, pintores, escultores, arquitectos, cineastas, compositores, científicos. En la primera acepción, la cultura se identifica con una visión inconsciente, impersonal y natural del mundo, mientras que en la segunda la cultura es el resultado del trabajo intencional, personal y artificial –elaborado conforme a las reglas del arte– del autor de la obra. En este segundo supuesto, el campo de la cultura, lejos de extenderse universalmente a toda la condición humana, se contrae a una exigua minoría: todo el mundo interpreta el mundo, pero sólo unos pocos escriben una novela, enuncian una ley científica o componen una sinfonía.

En efecto, la inmensa mayoría de los ciudadanos espera ganarse la vida practicando una profesión o un oficio: producen mercancías o prestan servicios para satisfacer una demanda del mercado, el cual les retribuye en pago por su prestación. Sólo una exigua minoría, en cierto sentido extraviada del cauce general, siente la necesidad interior de dedicar las mejores horas del día, los mejores días del año y los mejores años de su vida a algo que nadie les ha demandado: la obra ­literaria, artística o científica. Naturalmente, estos literatos, artistas o científicos también aspiran a ­ganarse la vida de alguna manera. Pero tan exhaustiva dedicación a una obra no tiene por finalidad prioritaria colocar una mercancía más en el mercado para ganarse el sustento. Responde más bien a un enamoramiento privado por la perfección que el autor de la obra imagina íntima a esta aun antes de crearla.

El fenómeno de absorción total del autor por la amorosa gestación de esta clase de obra recibe el nombre de vocación. Se siente el autor llamado a aplicar la totalidad de sus energías creadoras a generar una obra original y nueva movido por una fascinación hacia la dignidad que intuye en ella, sin que en su intención esté, en primer lugar, el ­cálculo del precio que quizá algún día reciba a cambio. Sabe que su obra será vendida, pero en el autor vocacional este es un efecto reflejo respecto al propósito principal: enriquecer el mundo con una forma de perfección antes no existente.

Las obras más perfectas producidas por esta minoría atraen, con el paso del tiempo, a veces no sin vacilaciones iniciales, la admiración de las personas de buen gusto y, después, suscitan la aclamación general de la sociedad, que las recibe como modelos y las integra con orgullo en el glorioso canon patrio. La metáfora lingüística de la primera acepción de la cultura presentaba esta como una interpretación del mundo formada por palabras del lenguaje natural que cada individuo toma en préstamo de la sociedad. Ahora bien, este lenguaje se halla en permanente mutación, como la sociedad misma. ¿Quién promueve esa renovación? Esos pocos hombres y mujeres dominados por una vocación inútil, que enriquecen el caudal del lenguaje común fundando nuevas palabras o inventando nuevos significados para estas. A través de esa labor innovadora, dicha minoría contribuye a actualizar la futura interpretación del mundo de la comunidad: definen el diccionario de las palabras que tomarán en préstamo las generaciones venideras.

Como escribe Mallarmé en Le tombeau d’Edgar Poe , el cometido del poeta es, en último término, “dar un sentido más puro a las pa­labras de la tribu” ( donner un sens plus pur aux mots de la tribu). Pureza entendida aquí como palabras despojadas de anacronismo. Pureza, en fin, como contempo­raneidad.

3. La industria cultural

Otras veces hablamos de cultura –tercera acepción– en el sentido de industria cultural. El mercado es el lugar del intercambio de mercancías. El autor vocacional produjo la obra atendiendo principalmente a la perfección y la dignidad de esta, anticipadas en su seducida imaginación. Pero, una vez terminada, dicha obra en la mayoría de los casos se pone en venta y, desde ese momento, se asimila a una mercancía y se somete a las leyes del mercado. Y promoviendo los intercambios, en la cadena de distribución y venta de bienes culturales, aparecen entonces las empresas mercantiles que operan en este sector, como editoriales, casas de subastas, galerías de arte, teatros, salas de concierto y de cine.

La sociedad mercantil persigue el lucro y el máximo beneficio empresarial por medio de los intercambios de bienes a los que, como cualquier otra mercancía, se les pone precio. A esta ley no son excepción las empresas que ofertan bienes a los consumidores culturales. Cierto que los trabajadores de este específico sector suelen ser individuos receptivos a la dignidad de las obras culturales, admiradores de su perfección y amigos de tratar con sus autores y con personas refinadas deseosas de adquirir esas obras, poseerlas y disfrutarlas (libreros bibliófilos, anticuarios coleccionistas, empresario musical melómano, etcétera). Pero la empresa, si quiere seguir funcionando en mercado, ante todo ha de procurar hacerse viable y saber poner precio a las obras, convertirlas en mercancía, vender el mayor número posible de ellas y obtener un honesto ingreso en el intercambio.

Al saltar del taller al mercado, la obra soporta la tensión entre dos polos antagónicos: por un lado, la fidelidad del autor a la vocación y su devoción a la perfección de la obra; por otro, la ley del mercado, los usos del negocio y el máximo beneficio empresarial. La tensión, en fin, entre lo que tiene dignidad y lo que tiene precio.

Dicha tensión se mantuvo en un término de equilibrio durante muchos siglos porque, en sociedades escasamente alfabetizadas, el mercado de la cultura había sido tradicionalmente nacional y elitista, limitado a un consumidor ilustrado y mayoritariamente acomodado. Pero en el último medio siglo este equilibrio se ha deshecho a consecuencia de la mundialización del mercado y de la democratización del público.

A fines del siglo XIX, por ejemplo, sólo una minoría letrada y cultivada podía leer una novela y era potencial compradora de ella. A fines del XX, la serie de Harry Potter se ha vendido en todos los rincones del mundo, después de una campaña publicitaria a escala planetaria que recurre a todas las formas imaginables de mercadotecnia, incluidas costosísimas y espectaculares producciones de Hollywood. Dickens ganó dinero con sus novelas mientras que J.K. Rowling con las suyas se ha convertido en una de las mayores fortunas de su país y ha disparado los beneficios de múltiples empresas que han negociado los derechos de su obra.

No es un caso único. El mercado cultural ya no es minoritario y elitista; ahora es global y masivo, como pueda serlo el financiero o el de automoción. Las empresas multinacionales han abandonado su respeto o su tradicional indiferencia hacia la cultura (cuya producción en muchos aspectos seguía todavía patrones artesanales), han colonizado su territorio y han hecho de ella una parte de la muy rentable industria de entretenimiento. Y es así como se ha extendido a la cultura, antes regida por la racionalidad de la vocación, esa otra racionalidad característica de esta clase de industria: la rápida circulación de mercancías efímeras, el valor positivo de la novedad, la espectacularidad mediática y, en último término, la sacralización del éxito entendido como el máximo volumen de ventas (best seller).

Como la cultura puede llegar a generar extraordinarios beneficios empresariales, la industria produce ahora mercancías diseñadas desde su origen para ser colocadas y vendidas en este específico mercado, siguiendo un proceso similar al observado en los otros mercados más convencionales. He aquí el riesgo de mixtificación. Nada que objetar en absoluto a la existencia de la mercancía cultural, un bien de consumo como otro cualquiera: unos zapatos, un ordenador, un viaje turístico. El problema reside en el intento de la mercancía cultural de usurpar el halo de la auténtica cultura; es decir, que lo hecho por precio se presente ante el público como revestido del aura de una dignidad que no le corresponde.

Pensemos en el formato libro. En el mismo estante de novedades de una librería pueden convivir un poemario escrito durante una larga década, demorada y delicadamente, por un autor al que le va la vida en cada verso y, junto a él, la última novela histórica firmada por un presentador de un concurso de televisión y compuesta por un equipo de redactores después de tener en cuenta las recomendaciones del departamento de ventas del sello editorial y las encuestas encargadas sobre el cambiante gusto de los lectores y las tendencias generales de lectura. Aunque su naturaleza es contrapuesta, ante el público ambos presentan la misma forma de libro. Es más, comparten los mismos canales de distribución y venta, y a veces hasta la misma página en el suplemento literario que los ­reseña.

4. Política cultural

Por último, cuando se pregunta por la cultura, la noción que se alumbra en la mente, en ciertos contextos, es la política cultural.

La tipología clásica de la acción de las administraciones públicas distingue tres modalidades: acciones de policía, de fomento y de servicio público. Aplicados estos tres tipos a la política cultural, la legislación sobre la materia, la vigilancia del sector y la potestad sancionadora son ejemplo de actividad de policía; lo son de fomento las subvenciones, las becas y los patrocinios; y de servicio público, la gestión de museos, auditorios, teatros, bibliotecas, orquestas y compañías de titularidad pública, el cuidado del patrimonio histórico-artístico o la organización de ferias y festivales.

Toda actuación pública, conforme al ordenamiento jurídico, ha de estar presidida por el principio del interés general. El interés general, en esta cuarta acepción de la cultura, se define en función de las dos anteriores. Desde esta perspectiva, la misión de las distintas administraciones culturales debería ser la de propiciar las condiciones favorables para la creación de obras culturales (acepción segunda) y para su conservación, distribución y difusión empresarial (acepción tercera). Aunque obligada a ajustarse a unos presupuestos, la política cultural, a diferencia de la industrial, se halla libre de la servidumbre de la rentabilidad económica, porque su mira es exclusivamente la rentabilidad social. Si, por un lado, este privilegio le otorga un espacio para la independencia, por otro, en cambio, se halla siempre en riesgo de perderla. Porque la acción administrativa se subordina, de hecho, a las estrategias y prioridades del partidismo político, regulado por la ley del amigo/enemigo, el corto plazo de una legislatura y la racionalidad electoral.

La política cultural suscita la interesante cuestión teórica de su propia legitimidad: mientras haya en una sociedad un solo desempleado, ¿por qué no aumentar la partida de las prestaciones públicas por desempleo en lugar de subvencionar el teatro de ópera? Mientras un solo ciudadano carezca de una vivienda digna, ¿cómo explicar la restauración de monumentos medievales o la financiación de los observatorios astronómicos? Antes, casa y alimento, después todo lo demás, argüirán algunos.

Esta objeción, a simple vista convincente, invita a introducir la distinción filosófica entre valores con peso y valores con altura. Porque en la contextura de la vida personal no nos encontramos con un antes y un después, sino que los valores de más peso (los más elementales, los económico-sociales, como la comida o la vivienda) conviven inseparablemente con los de más altura (la belleza, la perfección). No es exigible agotar exhaustivamente todos los valores más pesados para elevarse a los más altos, porque estos últimos son los que, con su dignidad, prestan sentido existencial a los primeros. Pues no se trata sólo de sobrevivir como especie, sino de vivir como individuos con rectitud y nobleza, que es lo que hace la vida digna de ser vivida.

El Estado ha de atender esta doble dimensión de sus ciudadanos al mismo tiempo, sin permitir que lo urgente se lleve por delante lo más noble con la coartada de que esto último puede esperar. La mayor partida de los presupuestos públicos, en todos los estados conocidos, se endereza a satisfacer las necesidades básicas, pero sin excluir otras partidas de política cultural. Y esto porque si la política cultural propicia la creación de obras por sus autores (acepción segunda) así como su difusión y distribución en la sociedad (acepción tercera), a largo plazo favorece el avance del –en términos de Norbert Elias– proceso de la civilización, dando lugar a una más refinada, más culta y más inteligente imagen-interpretación del mundo de los ciudadanos (acepción primera). Y entre todas las acciones públicas imaginables, ninguna podría exhibir mayor interés general que esta.

Conclusión

He aquí, pues, las cuatro formas principales de decir cultura. Por descontado, son formas ideales y en la experiencia nos encontramos personas o instituciones que encarnan con gran pureza alguna de esas cuatro formas, pero más frecuentemente una hibridación de varias de ellas. Todos conocemos maestros en una de las bellas artes que demuestran serlo adicionalmente en el arte de ganarse la vida y de autopromocionarse como el más industrioso de los empresarios lo haría con uno de sus productos en venta. Hay quienes sienten su vocación, pero esta no les interpela con una intensidad tal que absorba la totalidad de sus energías y en consecuencia llenan su vida con otras ocupaciones que no redundan en obra propia sino que giran en torno a la de terceros. O aquellos otros que sí experimentan una vocación totalizadora, pero su fidelidad a esta se resfría por la seducción de un éxito rápido, una notoriedad mediática pasajera o la ansiedad de un buen contrato mercantil. Puede ocurrir que una obra, fruto excelente de una genuina vocación, obtenga un éxito sensacional de ventas: la dignidad se alía entonces con el precio y la industria explota la vocación hasta casi extenuarla. Una alianza de esta clase se observa, por ejemplo, en la incesante reedición de los clásicos de la literatura universal, que se definen por ser auténticos long sellers. Por último, no debe faltar la mención, como expresión eminente de ese mestizaje de formas, de la actividad que llevan a cabo las fundaciones culturales y otras instituciones análogas del sector no lucrativo: participan de las técnicas de gestión industrial pero idealmente les anima un interés general, no privado, análogo al que, por ley, han de seguir las administraciones de la política cultural.

Por consiguiente, en la experiencia encontramos las cuatro formas ideales y sus mezclas. Con todo, la clasificación expuesta mantiene su utilidad. Porque la respuesta a la pregunta por el estado de la cultura depende directamente de cuál de las cuatro acepciones de la palabra se esté empleando en ese momento. Cada una de las cuatro formas posee su propia racionalidad, sus leyes distintivas, sus finalidades específicas. Y también su tempo. El tiempo de la industria cultural lo marca el balance anual; el de la política, los cuatro años de la legislatura; el de la vocación, la vida entera del autor que se consume a fuego lento en la gestación de la obra; la nueva interpretación del mundo, finalmente, tarda generaciones en cristalizar.

De esta multiplicidad de acepciones y tempos nacen muchos malentendidos en los discursos sobre la cultura, lo que invita a recurrir al discernimiento de la inteligencia. ¿En qué situación se halla la cultura?, nos interrogan. Habría que contestar de forma diferente según sea el sentido con que se usa la palabra. ¿Cómo le afectó la crisis económica a la cultura? La misma respuesta abierta. El recorte en los presupuestos de las administra­ciones públicas repercute negativamente en sus actividades de fomento y de servicio público (menos subvenciones y becas, menos aportaciones para las instituciones culturales de titularidad pública). La industria cultural, por su parte, en una época de contracción general del consumo, sufre la merma de la demanda, incluyendo la procedente de las administraciones (recuérdese que una alta proporción de la industria cultural sigue estando subvencionada).

En cambio, la creatividad del autor no necesariamente disminuye durante una crisis, incluso a veces las circunstancias negativas, que lo estrangulan poniéndolo a prueba, avivan su imaginación. Muy severo habría de ser el colapso del país para que a un poeta inspirado le faltase un folio donde esbozar con un lápiz sus versos. Incluso un músico no necesita más que papel pautado para componer una sinfonía. Las dificultades sobrevienen en un segundo momento, a la hora de publicar el poemario en una editorial o, mucho más, de estrenar una sinfonía en un auditorio. Otras manifestaciones de la cultura, como la investigación científica o la producción cinematográfica, exigen por su propia naturaleza una elevada inversión financiera y este requisito añade aún mayor dificultad presupuestaria y organizativa a la complejidad que ya es inmanente a la obra cultural.

Pero quien de verdad vive para la cultura y no de la cultura, quien, enamorado de la obra presentida en su imaginación, ha aceptado consagrar lo mejor de su existencia a algo que nadie le ha pedido, quien mantiene su fidelidad a la vocación hasta el final, sin desalentarse por las mil injurias del destino, no se rinde nunca y acaba superando los obstáculos, porque el tiempo conspira a favor de la obra perfecta, adornada de elevada dignidad.

vía | La Vanguardia

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