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La fatiga del sol (Luciano G. Egido)

La memoria es casi siempre la venganza de lo que no fue

Juan Benet

Aquí no tenemos a seis personajes pirandellianos en busca de autor, sino a ocho muertos que no descansarán ni después del éxitus. Aquí, en esta novela, sobre esta piedra no se edifica una iglesia, sino una casa donde se juntarán todos los muertos de una saga familiar para a través de un ventanal abrazarse a la monótona eternidad, que se me antoja un castigo.

Luciano G. Egido se entrega a lo fantasmagórico, y exorciza el pasado reduciéndolo a palabras, que no sé si son más sudario o herrumbrosas lanzas. Palabras que tratan de ser consuelo, que tratan de redimir el pasado, corregirlo, rectificarlo, aún a sabiendas de que no se puede. La historia se dilata y comprende desde la primera república hasta la posguerra tras la guerra civil. Unos personajes se exiliaron, se labraron un porvenir y al regresar su fantasía es edificar una casa sobre un secarral, sobre una tierra yerma e inclemente, tanto en verano como en invierno. Casa, o cementerio que los acoge a todos, espacio donde el autor nos irá desgranando sus existencias, aciagas, sin que medie la felicidad, y sí la desdicha, el desamor, las cornamentas, la imposibilidad, la feroz insania ajena.

La guerra, los vencedores y los vencidos están muy presentes en la novela en párrafos como los que siguen y también en las combativas columnas que sigue escribiendo a sus 90 años Luciano.

Tendrán que venir los primos, los parientes, los amigos, los vecinos, los hijos de los asesinos y quizás alguno de ellos, que todavía viven, los mismos que hace 50 años buscaron a mi tío Abdón para matarlo y que conservarán, con toda seguridad, porque no han cambiado, en el fondo de los halcones del desván, las pistolas de sus correrías patrióticas, ocultas debajo de montones de ropa vieja, trajes populares, convertidos en disfraces de Carnaval, de algún libro de piel de becerro y latines herméticos, herencia de un antepasado cura, que les garantizará para toda la eternidad la honorabilidad de sus conciencias y la confianza de haber estado siempre del lado de los buenos, satisfechos todavía de haber matado a infieles, como Dios quiere, y dispuestos a repetirlo de nuevo, si fuera necesario.

Puedo entresacar unos cuantos párrafos que he leído con fruición, como los siguientes:

Pero ellos ignoraban aquel silencio, no sabían cómo era el amanecer entre los olivos del valle, ni habían asistido el estupor de las luciérnagas en las noches de agosto y eran ajenos al resol del viento, que se acostaba en la solana del sierro, en la parte alta de la finca. No habían cogido moras en los zarzales del arroyo; ni habían pescado ranas con un trapo rojo, atado a un palo; ni se habían asomado a las temblorosas aguas del pozo, lleno de arañas de patas largas; ni habían sentido, como un regalo esplendoroso del primer otoño, el deslumbramiento amarillo de los membrilleros, cuando sus frutos nada más tocarlos perdían la pelusilla que los envolvía y dejaban ver su piel tersa y brillante; ni habían oído con escepticismo al cuco detrás de una tapia contar los años que nos quedaban de vida; ni se habían desesperado, a la hora de la siesta, con el hervor enloquecido de las chicharras. Nunca habían comido higos al pie de la higuera, ni habían visto por la Candelaria florecer los almendros y llenar de dulzor el ambiente, que te mareaba si no te salías a tiempo y en el que zumbaban los bólidos negros de los abejorros, inofensivos pero amenazantes como obuses locos. Y, sobre todo, desconocían lo que era un crepúsculo otoñal vivido al ralentí, amoratado y sangrante, justo las vísperas de volver al colegio con un esplendor de escenografía wagneriana y un aire sutil de grillos enamorados, mientras pasaban las tórtolas de septiembre.

O incluso y echando mano de lo que aparece en la novela, reproducir algo que casa bien con lo que experimento cuando leo a Luciano

porque por cualquier página por donde la abrieras encontrabas siempre lo que estabas buscando sin saberlo. Así es, en el texto uno se da de bruces con distintos temas, ya sean las zozobras del jubilado, el empecinamiento ante un sueño estéril, la violencia aniquiladora, el sexo nutricio, el consuelo de las palabras, el ímpetu del olvido y ese dolor que sin ser mío experimento al pasar las yemas sobre las cicatrices del texto.

Luciano G. Egido en Devaneos | El corazón inmóvil

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Maupassant y «el otro» (Alberto Savinio)

En Impón tu suerte, Enrique Vila-Matas dedicaba cinco páginas a la figura de Alberto Savinio y decía. «Espero que algún día alguien entre nosotros decida reeditar este ensayo inmensamente imaginativo, Maupassant y «el otro», hoy descatalogado«. Pues bien, hace tres meses Acantilado reeditó el libro con una deliciosa traducción de José Ramón Monreal. Es cierto lo que dice Vila-Matas de este ensayo-divagación que califica como divertido, irreverente y agudísimo, de prosa vagabunda, que con sus 101 notas completan la vida y obra del conteur por excelencia. Si alguien aún hoy lo desconoce la editorial Páginas de espuma publicó en dos tomos los 301 cuentos (1472 páginas) de Maupassant.

No es este un texto hagiográfico, sino más bien todo lo contrario, porque Savinio usa a Maupassant para todo menos para encarecerlo. En sus notas leemos: Maupassant tiene una forma muy eficaz de escribir pero no es escritor. Escritor es todo aquel que da peso y consistencia eterna a cada período, a cada una de sus palabras. El período, la palabra de Maupassant, sirven al momento y a renglón seguido mueren. Sus cuentos se recuerdan por la anécdota narrativa, por los personajes que pone en acción, nunca por el alma que respiran; y a decir verdad, los contes de Maupassant no dejan huella. Llegar: es el único fin de los cuentos de Maupassant. ¿No habéis notado que los contes de Maupassant producen la misma impresión a cerrado, a no poder bajar, que producen los compartimentos de un tren?

De paso, Savinio aprovecha para loar la figura de otras escritores a quienes alaba, como Proust: Los libros de Proust merecen ser populares por su sustancia, sus temas, su nivel intelectual y, principalmente, por su carácter elegante, rebuscado, preciosista, exquisito; grandes atractivos todos ellos para el lector popular. Yerran los políticos y yerran los sociólogos al creer que para contentar al pueblo hay que darles cosas de carácter popular. El pueblo gusta, ambiciona, se siente atraído, aspira a lo que no es él, a lo que no es popular […] Si los libros de Proust no son populares es por culpa de su lentísima andadura. Estos libros premiosos están escritos para ser leídos en decúbito; como, por otra parte, fueron escritos.

Alberto Savinio (1891-1952) en este breve ensayo (95 páginas, de las cuales 20 son notas) que leído del tirón conduce a la felicidad libresca, no se sustrae, sino que más bien abunda en lo jocoso, lo patético, lo absurdo y entre bromas y veras nos permite hacernos una idea bien ajustada de la figura, no sólo física, sino también espiritual, de este cuentista francés, ya sea en la relación que mantendría con las mujeres, reducida al sumatorio de sucesivos actos sexuales a los que Savinio denomina dejándose llevar por la jerga taurina de «montas«, la relación enfermiza y totalitaria con su madre, la indiferencia hacia su padre, la mala pasada que le juega a su hermano menor y que muere antes que Guy, la relación especial que tuvo con Flaubert, su padre intelectual, y ya al final de sus días su desvarío, cuando debe convivir con el otro, que lo conduce a la locura (y le permite extraer de su interior otro tipo de literatura hasta ahora inédita en él: relatos como Sobre el agua (hay otro relato de viajes de Maupassant del mismo título), El Horla o ¿Quién sabe?, del que Savinio dice: la aventura más elevada de todas, una aventura que supera los cuentos extraordinarios de Poe), hasta su muerte, a la magra edad de 43 años, el 6 de julio de 1893.

Alberto Savinio en Devaneos | Capri

Guy de Maupassant en Devaneos | Sobre el agua, Los domingos de un burgués en París, El doctor Héraclius Gloss

José Ramón Monreal en Devaneos | Amor y vejez (Chateaubriand), La felicidad de los pececillos (Simon Leys), La muerte de Napoleón (Simon Leys)

Portal sobre Guy de Maupassant del I.E.S Xunqueira I

La palabra

«Habías leído a Ortega, en un tomo de Obras completas del año 32, con pastas de cartoné entelado y color salmón, que conservo como una parte de ti, sacralizado por tus ojos y oliéndome todavía a la sala donde lo leías, grueso como un misal y de generosos márgenes para el sosiego y la meditación, al que llamabas la Biblia, porque por cualquier página por donde la abrieras encontrabas siempre lo que estabas buscando sin saberlo».

La fatiga del sol (Luciano G. Egido)

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La isla del fin del mundo (Selena Millares)

Esta novela de Selena Millares (Las Palmas, 1963) tiene poco que ver con otras que he leído de corte náutico de Melville, Conrad, Hughes, Ignacio Ferrando o Fernando Clemot y me recuerda más a otras como Las páginas del mar de Sergio Martínez, Dos olas de Daniel Pelegrín o Las inquietudes de Shanti Andía de Pío Baroja.

Su protagonista es Aidan Fitzwater, un joven irlandés que el último cuarto del siglo XVIII quiere sustraerse a las requisitorias paternas y, literalmente, poner agua de por medio. Se embarcará en el Hibernia y a bordo fluctuará entre los oficiales, con cuyo capitán jugará al ajedrez, y la tripulación, a la que amenizará la singladura interpretando canciones con su violín.

Como novela de formación que es, nuestro joven -bisoño en el oficio de vivir- experimenta su primera aventura amorosa, donde la autora nos brinda secuencias de apasionado lirismo que me resultan un tanto inverosímiles, pues esto de los pétalos de flores y la puesta en escena amorosa (dibujando ella en el cuerpo de él arabescos nominales con su improvisada sangre menstrual), parecen más propio de un anuncio de perfumes de finales del siglo XX o de algún film de erotismo estilizado, que de un mozo sin posibles y una mesonera que apuran sus cuerpos alanceados por el deseo, a finales del siglo XVIII en un cuarto de la ciudad bordelesa.

Aidan experimenta además de la pulsión sexual, la fiebre del conocimiento (de ahí las similitudes con la novela de Sergio) y se le presentará la ocasión de entrar en contacto con libros de toda clase, pues además del entonces habitual tráfico de esclavos (como los barcos negreros que aparecían en la novela de Pelegrín), se verá secundando a otros miembros de la tripulación en el mercadeo de novelas de Voltaire, eróticas como Teresa filósofa, e incluso de Rabelais como su Gargantúa y Pantraguel por el que Aidan siente devoción. Este contexto histórico le permite a la autora traer a cuenta las convulsiones previas a la Revolución francesa, las tensiones y luchas entre el imperio de la razón y el monopolio de la religión, con sus artes inquisitorias, censurando y condenando a brujas, herejes, así como todo texto a sus ojos inmorales; el tráfico de esclavos, los flujos comerciales entre continentes de toda clase de productos, la magia que se codea con la ciencia…

La lectura no ofrece apenas resistencia, dado que Selena despliega una prosa eficaz. A las andanzas sexuales bordelesas de Aidan se suma luego otra ejecutada en la villa de Madrid, luego hay más aventuras a su paso por Cadiz, otra singladura, esta más breve, hacia las islas Canarias, donde la novela culmina, entre aquellas islas donde Aidan encontrará en la isla férrea su particular isla de San Bandrán.

Quizás no haya que pedirle a este novela la extensión de El plantador de tabaco, pero sí que echo en falta mucho más desarrollo, más aventuras, más peripecias y esto requiere mucho más esfuerzo, y por encima de todo un protagonista más sólido, no tanto un lobo de mar, pero no alguien tan endeble y sosainas como Aidan, el cual a sus 19 primaveras, nos suelta perlas como esta.

De pronto se me venían encima otra vez todas mis dudas y mis fracasos, todos mis años a la deriva y sin brujula.

La autora, cuando centra el relato en las palabras que Aidan dedica a recordar a su amada Marella se desmadra líricamente y son los momentos que menos he disfrutado de la novela, porque tiene mucho que ver con lo anterior, porque a Aidan lo ven como un niño. Lo que es.

Ediciones Barataria. 2018. 219 páginas