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Esos cielos (Bernardo Atxaga)

Esos cielos del título de la novela de Bernardo Atxaga (publicada en 1996) ¿son los que buscaría un preso, ensoberbecido, aferrado a los barrotes; aquel horizonte, pensemos que rothkiano, en el que se cifrarían cromáticamente los anhelos de libertad?.

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Esos cielos, riojanos

El relato, narrado en tercera persona, va referido a una mujer treintañera que es puesta en libertad tras cuatro años de reclusión. En Barcelona cogerá un autobús para desplazarse a su lugar de residencia, Bilbao.

El desplazamiento locomotivo horizontal, en lo espiritual será vertical: mezcla de pensamientos, reflexiones y sueños.

¿Qué miedos y zozobras atenazan a la recién liberada, aquella acción equivocada, o paso en falso, que la volvería a poner de nuevo a la sombra? ¿Por qué jugársela tan a lo tonto, con un extraño abyecto, en un hotel, su primera noche de libertad?

Su desplazarse irá pautado por las sombras del miedo, la sospecha, la inseguridad propia de aquel que vuelve a ponerse en pie después de una larga convalecencia y haya de reaprender las rutinas, reocupar su lugar en el mundo.

¿Hay para la excarcelada un mundo al que volver? ¿Encontrará amparo en la familia, el barrio, los amigos, conocidos? ¿Cuál será su reacción (la suya y la de ellos), cómo será su reingreso, en qué consideración la tendrá la banda armada a la que pertenecía al entrar en prisión y que ahora la trata de traidora? ¿Qué hizo para ingresar en prisión? ¿Procede aquí hablar de redención?

El autobús se erige como un espacio cerrado que convierte la narración en una pieza de cámara claustrofóbica. Pensaba que quizás un monólogo interior, una narración en cascada en la que se vertiera el flujo de conciencia de Irene -así se llama ella. No lo sabemos hasta llegar a la página 86. Irene: Aquella que trae la paz– sería más adecuado, pero lo que Atxaga logra con los distintos personajes que ocupan las localidades del autobús es mostrar cómo al igual que Irene, otras personas ya sean las monjas o los policías de paisano, viven también su particular cruzada; unas, las monjas, cuidando de los enfermos de SIDA (cuando nadie quiere cuidar a enfermos), los otros, los policías, persiguiendo terroristas, siempre en el punto de mira de la banda terrorista ETA.

La narración se nutre de canciones y lecturas, las que Irene llevó a cabo en la cárcel y le sirvieron de punto de fuga mental, algo férreo en lo que apoyarse. Libros que ahora necesita tener cerca. Poemas que la liberan y auxilian. Palabras como obleas, que alimentan y quién sabe si incluso la purifican.

Dicen las monjas que su proceder es tributario de su época. La novela de Atxaga, publicada hace más dos décadas, también es tributaria de aquellos años en los que ETA seguía matando (15 asesinatos en 1995, 5 en 1996, 13 en 1997…), sin que se pudiera pensar entonces en su final, como así, afortunadamente finalmente ocurrió. Muchos posiblemente vieron en la novela una puerta abierta a la esperanza o un espacio de reflexión acerca de qué hacer con aquellos que abandonaban las cárceles y volvían a la vida civil, no a una Pampa distante y arcádica, sino al barrio, a la calle, a la vida, a rostro descubierto, sin empuñar armas, aquellos como Irene para los que su pasado era una cárcel y el presente un tercer grado.

Bernardo Atxaga en Devaneos

Dos hermanos
Horas extras

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La fatiga del sol (Luciano G. Egido)

La memoria es casi siempre la venganza de lo que no fue

Juan Benet

Aquí no tenemos a seis personajes pirandellianos en busca de autor, sino a ocho muertos que no descansarán ni después del éxitus. Aquí, en esta novela, sobre esta piedra no se edifica una iglesia, sino una casa donde se juntarán todos los muertos de una saga familiar para a través de un ventanal abrazarse a la monótona eternidad, que se me antoja un castigo.

Luciano G. Egido se entrega a lo fantasmagórico, y exorciza el pasado reduciéndolo a palabras, que no sé si son más sudario o herrumbrosas lanzas. Palabras que tratan de ser consuelo, que tratan de redimir el pasado, corregirlo, rectificarlo, aún a sabiendas de que no se puede. La historia se dilata y comprende desde la primera república hasta la posguerra tras la guerra civil. Unos personajes se exiliaron, se labraron un porvenir y al regresar su fantasía es edificar una casa sobre un secarral, sobre una tierra yerma e inclemente, tanto en verano como en invierno. Casa, o cementerio que los acoge a todos, espacio donde el autor nos irá desgranando sus existencias, aciagas, sin que medie la felicidad, y sí la desdicha, el desamor, las cornamentas, la imposibilidad, la feroz insania ajena.

La guerra, los vencedores y los vencidos están muy presentes en la novela en párrafos como los que siguen y también en las combativas columnas que sigue escribiendo a sus 90 años Luciano.

Tendrán que venir los primos, los parientes, los amigos, los vecinos, los hijos de los asesinos y quizás alguno de ellos, que todavía viven, los mismos que hace 50 años buscaron a mi tío Abdón para matarlo y que conservarán, con toda seguridad, porque no han cambiado, en el fondo de los halcones del desván, las pistolas de sus correrías patrióticas, ocultas debajo de montones de ropa vieja, trajes populares, convertidos en disfraces de Carnaval, de algún libro de piel de becerro y latines herméticos, herencia de un antepasado cura, que les garantizará para toda la eternidad la honorabilidad de sus conciencias y la confianza de haber estado siempre del lado de los buenos, satisfechos todavía de haber matado a infieles, como Dios quiere, y dispuestos a repetirlo de nuevo, si fuera necesario.

Puedo entresacar unos cuantos párrafos que he leído con fruición, como los siguientes:

Pero ellos ignoraban aquel silencio, no sabían cómo era el amanecer entre los olivos del valle, ni habían asistido el estupor de las luciérnagas en las noches de agosto y eran ajenos al resol del viento, que se acostaba en la solana del sierro, en la parte alta de la finca. No habían cogido moras en los zarzales del arroyo; ni habían pescado ranas con un trapo rojo, atado a un palo; ni se habían asomado a las temblorosas aguas del pozo, lleno de arañas de patas largas; ni habían sentido, como un regalo esplendoroso del primer otoño, el deslumbramiento amarillo de los membrilleros, cuando sus frutos nada más tocarlos perdían la pelusilla que los envolvía y dejaban ver su piel tersa y brillante; ni habían oído con escepticismo al cuco detrás de una tapia contar los años que nos quedaban de vida; ni se habían desesperado, a la hora de la siesta, con el hervor enloquecido de las chicharras. Nunca habían comido higos al pie de la higuera, ni habían visto por la Candelaria florecer los almendros y llenar de dulzor el ambiente, que te mareaba si no te salías a tiempo y en el que zumbaban los bólidos negros de los abejorros, inofensivos pero amenazantes como obuses locos. Y, sobre todo, desconocían lo que era un crepúsculo otoñal vivido al ralentí, amoratado y sangrante, justo las vísperas de volver al colegio con un esplendor de escenografía wagneriana y un aire sutil de grillos enamorados, mientras pasaban las tórtolas de septiembre.

O incluso y echando mano de lo que aparece en la novela, reproducir algo que casa bien con lo que experimento cuando leo a Luciano

porque por cualquier página por donde la abrieras encontrabas siempre lo que estabas buscando sin saberlo. Así es, en el texto uno se da de bruces con distintos temas, ya sean las zozobras del jubilado, el empecinamiento ante un sueño estéril, la violencia aniquiladora, el sexo nutricio, el consuelo de las palabras, el ímpetu del olvido y ese dolor que sin ser mío experimento al pasar las yemas sobre las cicatrices del texto.

Luciano G. Egido en Devaneos | El corazón inmóvil

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El frío (Thomas Bernhard)

Thomas Bernhard
Anagrama
Traducción: Miguel Sáenz
1996
144 páginas

En El aliento, donde acababa el anterior libro, Thomas Bernhard estaba en contacto con la muerte en su estado más crudo y después de curarse de su pleuresía, a sus 18 años deja un sanatorio para entrar en otro, en Grafenhof, aquejado de una sombra en el pulmón, lo cual le acarrea pasar algo más de un año entre enfermos, rodeado de nuevo de podredumbre, decrepitud y muerte.

Si al comienzo se deja ir, al final vence la inercia y decide vivir, pues cree que estar vivo después de la guerra es una suerte, a pesar de que su situación personal no es nada favorable dado que su madre se muere de cáncer y él se enterará de ello leyendo el periódico.

Así, sin su abuelo, y con su madre muerta, sin las dos personas por tanto que más ha querido, por ese orden, a su lado, ya sabe lo que es estar sólo; un desamparo que Bernhard no obstante ve como algo positivo, como un horizonte despejado, que no es tal, pues aunque fantasea con poder cantar, verá que no le es posible y si dejar Grafenhof, dándose él el alta, le proporcionará alguna alegría, esta incipiente ilusión se verá ahogada prontamente, toda vez que vuelva a Salzburgo, se vea mendigando un trabajo, ocultando su precaria salud, y detestando Salzburgo, sus gentes y esos oficios que sin sentido, sin finalidad, deparan a los empleados lo justo para sobrevivir.
Bernhard acaba la novela salvando su vida de chiripa, tras sufrir una embolia tras desatender los controles periódicos a los que está obligado someterse.

En su condición de paciente Bernhard dispone de mucho tiempo para leer y refiere que después de leer Los Demonios pasó una buena temporada sin leer nada, porque sabía que lo que vendría después iba a ser una gran decepción, y que le haría encontrarse ante un abismo. Que nunca había leído un libro de aquella insaciabilidad y radicalidad, que se encontraba ante una obra literaria salvaje y grande, que pocas novelas han tenido sobre él un efecto tan monstruoso.

Robert Walser
Editorial Siruela

El paseo (Robert Walser)

Robert Walser
Editorial Siruela
Traducción: Carlos Fortea
80 páginas
Año: 1996

Para mí leer a Robert Walser (1878-1956) tiene efectos balsámicos. Sus novelas siempre están llenos de personajes cargados de energía y de esperanza, siempre estoicos dispuestos a afrontar lo que les venga de buen grado. Parece que ese estado de bienestar es inmanente al autor.
Al menos, durante los años en los que pudo escribir antes de sucumbir a una enfermedad mental.

Walser define su actitud vital así:

«En el fondo lo único que da orgullo y alegría al espíritu son los esfuerzos superados con bravura y los sufrimientos soportados con paciencia»

En El Paseo, Walser se recrea en las bondades de una actividad a las que nosotros apenas daremos importancia, en el caso de practicarla, como es el acto de caminar. Sin embargo para Walser, más allá de la actividad física, andar le nutre como escritor, le proporciona ideas, reflexiones, momentos que luego podrá plasmar sobre el papel, le permite sentir el contacto con el mundo vivo, le consuela, le alegra, le recrea. Walser en estado puro. Y lo transmite con tanta energía y convicción, que sin ni siquiera ser escritor, ganas hay de dejar el libro sobre la repisa e ir por ahí a deambular.

Lo curioso viene después, porque bajo ese manto de bienestar, de una presunta poética de la austeridad, incluso de la pobreza, vemos que Walser tampoco denostaría tener una mejor situación económica, cierto aburguesamiento, así cuando habla de su escaso éxito como escritor, dado que el interés por las letras es escaso y toda aquella crítica implacable de todo aquel que cree que puede ejercerla y cultivarla, lo sume en la precariedad, dado que sus ingresos son donativos y los apoyos que recibe de almas caritativas, no le permiten hacerse con un patrimonio.

Walser levanta la voz, increpa, se torna levantisco, y bajo las aguas aparentemente tranquilas, vemos que el autor entra en erupción y arremete contra quien maneja un auto, tala un árbol a cambio de dinero, o incluso se convierte el autor en un bandolero epistolar para poner en su sitio a un potentado local.

En suma, que Walser, quizás a sus cuarenta años, era ya presa del desengaño, y sus textos mantenían entonces ya una tensión entre esas letras que buscan hacer del mundo un lugar habitable, y otras en las que el autor no podía menos que echar pestes clamar contra la injusticia y tener que darle la razón cuando afirma:

«Contemplando la tierra, el aire y el cielo, me vino el doloroso e irremisible pensamiento de que era un pobre preso entre el cielo y la tierra, que todos los humanos éramos de este modo míseros presos, que sólo había para todos un tenebroso camino, hacia el hoyo, hacia la tierra, que no había otro camino al otro mundo más que el que pasaba por la tumba».