1507638490_830337_1507639558_sumario_normal

Duelo (Eduardo Halfon)

Existe en hebreo una palabra para describir a una madre cuyo hijo ha muerto: Sh’khol. Un dolor tan grande y tan específico que necesita su propia palabra, escribe Halfon en Duelo. Una pérdida, la de un hijo, que no tiene parangón.

En este libro, el autor guatemalteco tiene un propósito, saber qué pasó con un hermano de su padre llamado Salomón, que cree recordar que murió ahogado, con cinco años, en el lago guatemalteco de Amatitlán. Unas pesquisas desalentadas por su progenitor, que le insta a no remover, a dejar las cosas quietas.

Halfon incide aquí en lo autobiográfico, como en otros libros suyos, y pienso en Saturno, Monasterio, Señor Hoffman, El boxeador polaco… Hay temas recurrentes, recorridos todos ellos por la pérdida, la ausencia, el desgarro de la partida y el exilio, que pudimos experimentar en Logroño (en el Festival de narrativas Cuéntalo) cuando Halfon nos recitó Partirse en dos.

Halfon volverá de adulto a Guatemala, a pies del lago, para confirmar si allí murió su tío. En su camino se cruza una santera que le permita conectar a Eduardo con su naturaleza soterrada. Un viaje a las raíces que, como todo buen viaje, no es sólo un desplazamiento físico, y le permite al viajero entender que la pérdida es única para cual, pero común a todos los mortales, y ahí le enteran entonces a Eduardo de un reguero de niños ahogados en el lago, como si esta masa de agua tuviera una avidez de sangre insaciable.

En poco más de cien páginas Halfon nos lleva de Guatemala a su infancia en los Estados Unidos, su aprendizaje del inglés, los rifirrafes con su hermano, el temperamento de su madre, y algo que siempre anida en todos los textos de Halfon, a saber, la sutil manifestación de un sentimiento, y esto se ve cuando nos refiere la vez en que tras tener una algarada con su hermano, al que le rompe el pie, cree que su padre le va a dar una golpiza, merecida y deseada por su conducta filial nefasta, pero lo que le llueve no es un castigo corporal, sino algo peor, una foto en la que aparece su tío, con un edificio nevado a sus espaldas, un hospital, en el que moriría, sólo, y así la transferencia de una pena, de un dolor adulto que se comunica a un hijo, que pierde así su ingenuidad y candidez, para abrirse irremediablemente a la vida adulta. Son momentos como este o como el que nos depara su final, en donde se capitaliza toda la emoción que el texto va acumulando, cuando de una forma muy gráfica vemos un cuerpo entrar en el agua y encontrar ahí un bautismo, una comunión, a veces también la muerte, algo que nos comunica, en definitiva, con el más allá que hay en nuestro ser.

Libros del asteroide. 2018. 112 páginas

IMG_20200713_214115_2_opt

Edén, Edén, Edén (Pierre Guyotat)

Leer Edén, Edén, Edén sin marcapáginas es un puto infierno, infierno, infierno. Es posible que este libro de Guyotat (escrito en 1970 con 30 anos) lo haya «leído» un par de veces, o más.
Si este libro fuese un cómic, los bocadillos serían (de) salchichas, anhelantes de orificios, sin importar cual. La lefa es el pan suyo de cada día. Los cuerpos buscan sexo una y otra vez de manera incansable, entre humanos, con canes. Tras el orgasmo vuelven otra vez a la carga. En su mayoría son relaciones entre hombres en el desierto de Argelia; la palma se la llevan dos putos, Khamssieh, Wazzag, seguido del follamaestre, el pastor (que esconde a lo Copperfield un jaramillo en su ano) y los soldados, siempre prestos para el acoplamiento. Las escenas se repiten, sin apenas variación, en este edén triplicado, que de Edén tiene poco, pues viene a ser un desierto, donde humanos y animales se la pasan copulando. Es posible que no haya nada mejor que hacer. Guyotat pone toda la carne (salchichas y morcillas humanas) en el asador, con un menú compuesto de prosa seminal/espermática, sanguínea, sudorífera, excremental, vomi-tónica. Los cuerpos son sumideros de entrada y salida. Aquí la moral ni está ni se la espera. El sexo es solo eso, no sabemos qué experimentan al hacerlo, al darlo y recibirlo, y únicamente parece atender a la satisfacción irrefrenable de ese impulso. La narración simplemente trata (y lo hace de manera sumamente explícita) de describir y encadenar estos actos sexuales hasta la saturación, sin páginas en blanco, ni interrupciones, todo en bloque; un muro de palabras sin asideros, pasando del acoplamiento al desacoplamiento sin transición. Y en este infierno lector, el céfiro viene de la mano del monumental traductor Giráldez, autor también del epílogo. No le debe haber resultado nada fácil lidiar con un Victorino como este.
Lo del fardel sexual y otras tantas expresiones aquí derramadas serán imposibles de olvidar. Considerada pornográfica en su día gracias a editoriales como Malastierras este triplete edénico lo tenemos ahora disponible en castellano para leerlo y sufrirlo como se merece. Aquí me quedo pues, tras la lectura como una vaca mirando al tren, reamorcillado, estomagado e incluso arcádico.
Y después de esto, qué.

Malas tierras editorial. 2020. Traducción y epílogo Rubén Martín Giráldez. 309 páginas

Estamos en el borde

Estamos en el borde (Caroline Lamarche)

Estamos en el borde suma nueve relatos (Frufrú, Embuste; Lino, Cleto, Clemente, Sixto, Cornelio y Cipriano; Ulises, Elad, Horacio, Tosco, Merlín, Rudi) de Caroline Lamarche, publicado por Editorial Tránsito (que publicó también la novela de Lamarche La memoria del aire), con traducción de Raquel Vicedo.

Se queja Caroline Lamarche en una entrevista de que en Francia los relatos son un género que no goza, a su pesar, de mucha aceptación entre la masa lectora, ni cuenta con el suficiente apoyo editorial. En España, a pesar de contar con excelentes cuentistas creo que sucede algo parecido. No obstante desde este rincón libresco sigo apostando por los relatos, máxime cuando son de calidad, como los aquí presentes.

La autora belga presta especial atención a los animales, todos ellos presentes con mayor o menor entidad en los relatos. Ligando ese espíritu animalista, naturalista, con el título del libro, lo que la autora explicita es una situación en la que la naturaleza se halla al borde, al borde de la extinción podemos pensar. Una situación agravada que afecta a la fauna, la flora… Ese discurso se concreta en los relatos yendo a lo particular, a lo minúsculo.
En Lino […] Cipriano, vemos cómo casualmente unos niños descubren un hormiguero y lo destrozan alegremente. La suerte de las hormigas a los críos les importa un bledo, pero para ellas ese ataque humano supone una brutal amenaza a su existencia y el desbaratamiento de décadas de desapercibidos trabajos.

En Frufrú se establecerá una relación especial entre un hombre que labora en un refugio y un ave que recoge con el ala rota. Abandonar el nido, de forma literal, supone algo necesario para ambos, pero siempre es doloroso, como se ve y siente.

La muerte de un caballo, en Embuste, es a su vez también metáfora de ese mundo del que hablamos antes, camino de la extinción, cuando los caminos y terrenos son borrados por las autovías/autopistas y los animales ven achicado su hábitat natural. Un mundo que pierde su inocencia, tanto como sucede en las relaciones cimentadas sobre las arenas movedizas de los secretos, las mentiras y la desconfianza.

El amor en los relatos adopta distintas manifestaciones, ya sea la confianza, o el verse cuidado o amparado en el otro, aunque a veces, como sucede en el relato Rudi, la muerte súbita de un hijo lactante, deja a una pareja echa trizas, asaeteados por la ausencia irreparable y un indeseado porvenir que nunca será tal.

En Ulises, la protagonista del relato confiesa que no pudo leer el famoso libro de Joyce, que lo arrojó al mar, que aquello aún es un estigma, un socavón en su carrera lectora. Esto nos da pie para pensar acerca de cómo considerar aquellos libros llamados clásicos, convertidos a veces en paredes verticales de puro hielo.

Horacio nos conduce a las tragedias griegas, a su encontronazo con la realidad, cuando deja de ser divertido y dramático lo visto sobre un escenario para devenir patético e incómodo sobre el asfalto presentista.

La muerte está presente en Elad. No como algo físico, sino como una pulsión, un sentimiento, una amenaza, como el resultado de la combinación de la plenitud y el vacío que nos depara la dependencia amorosa, como si de una planta carnívora se tratase que cuidamos y alimentamos a diario con mimo extremo.

Leyendo Tosco pensaba en lo que escribe Nietzsche en su Aurora acerca de la compasión, la bondad, la necesidad natural que sentimos por querer mejorar la vida de los demás. A quién ayudar, cómo hacerlo, cómo dar, cómo recibir. En qué situación queda el ayudado, y el ayudador. Esta situación experimenta el protagonista del relato, convertido en un demiurgo de andar por casa, ante la posibilidad de mejorar, o mejor, alterar, la vida de dos jóvenes okupas. Al final cada una seguirá su propio camino, y las interferencias ajenas no operan resultado alguno, más allá de saciar el sentimiento de la compasión (¿o es egoísmo, al permitirle vivir nuevas experiencias?) del presunto auxiliador.

Mi relato preferido es Merlín, ahí Lamarche aúna el espíritu humano con el de la naturaleza, cuando una mujer descubre en la casa para cuyo cuidado ha sido contratada dos presencias masculinas, inesperadas, que la ocupan (la casa, atendiendo a razones profesionales) confortan, al sintonizar la misma onda, al tiempo que (se) da cuenta de su soledad, de su anhelo de ser cuidada, de alcanzar corporeidad, de ser algo más que una conciencia.

Una voz la de Lamarche muy sugerente, dotada de una gran sensibilidad, que aflora en los pequeños detalles, en los apuntes que describen nuestra naturaleza humana (y así nuestros temores, afanes, deseos…) siempre en equilibrio, aunque cada vez más imposible, con la madre Naturaleza, a la que vamos dañando sin miramientos día a día.

Editorial Tránsito. 2020. 152 páginas. Traducción de Raquel Vicedo

Y hablando de bordes, afueras y fronteras vale mucho la pena leer el discurso de ingreso en la RAE de José Luis Sampedro, “Desde la frontera”.