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Cerebroleso (Julián Génisson)

En Berserker (de Pablo Hernando) Julián Génisson interpretaba a un escritor. Aquí (no hay decapitados) y ahora, entre manos, Cerebroleso, libro de relatos (editado por Libros Walden) que supone su debut literario. Berserker era una película original, raruna, a contracorriente. Algo parecido puedo decir de estos relatos.

Julián plantea situaciones poco comunes, como si sus personajes estuvieran grillados y su empeño o energía vital se concretara en pasar la yema de los dedos, de las manos o de los pies, tanto da, por lo absurdo, lo inexplicable, lo enfermizo. De hecho, su título, Cerebroleso, sin que aparezca en el diccionario de la RAE, podemos traducirlo como el que tiene el cerebro lesionado.
¿Explicaría esto las acciones que protagonizan los personajes de estos relatos; justificaría que un fulano vaya lanzando un azadón al aire, recibiendo un tajo tras otro hasta ser finado con el azadonazo letal; que una chica pida en su testamento, como última (y macabra) voluntad, que sus amigos se coman su cuerpo; que un recibimiento o regreso festivo al hogar, entre un alud de globos se convierta en un advenimiento terrorífico y asfixiante; que una reunión sirva para enterar a los invitados que el anfitrión solo puede, de un tiempo a esta parte, alimentarse de insectos; o aquel que recupera inesperadamente una amistad de la infancia para comprobar, como nos cantó Soledad, cómo hemos cambiado, ganándose su amigo un sueldo ofreciéndose en ruedas de reconocimiento, para luego explicitar su necesidad de tener siempre los pies desnudos; o pelos en la espalda que nos traen de cabeza y cifran la nada común elasticidad dorsal de un arquitecto que vive una situación de lo más extraña cuando un muerto aparece revistiendo un muñeco de nieve con la chorra despuntando el mapa níveo invitando a su vez al retoño del arquitecto a airear también su miembro?.

Estas zambras y otras muchas (el relato que remata el libro se titula Correo de rechazo; rechazo al que vemos le sucedería, en otra editorial, su publicación) son en las que se ocupa Génisson y con las que preocupa y desazona al lector, pues en mayor o menor medida cada relato es una vuelta de tuerca, un zumbido, un pitido, todo aquello que de alguna manera nos desasosiega, atemoriza, obsesiona, al aventurarnos por caminos inusuales, poco trillados, con el inconveniente siempre presente de salirse el autor con sus narraciones tanto del mapa que acabe rebasando un camino de no retorno que nos conduzca perplejos, abatidos y asqueados, al sumo desinterés lector.
No ha sido el caso.

Libros Walden. 2019. 183 páginas

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Los amigos (Ánjel María Fernández)

Un espíritu nada taurófilo como el mío se ve leyendo Los amigos (editado por Pepitas de calabaza o por Los aciertos ediciones, no me queda muy claro) de Ánjel María Fernández (Arnedo, 1972), libro escrito a la mayor gloria del torero arnedano Diego Urdiales, amigo del autor.

Ahora que las plazas de toros pierden gente entre sus gradas, que hay algunas comunidades autónomas en las que incluso están prohibidas las corridas, que la denominada Fiesta Nacional está en entredicho y que los animalistas entienden el sacrificio de los toros como una aberración, el libro de Ánjel es una vindicación de Urdiales, el urdialismo es un humanismo, en el que trata de trazar puentes y conceptos que parecen irreconciliables, leo: Y porque entiendo que ser taurófilo no solo demanda sino que exige ser animalista, estoy seguro de que todo el animalismo ha de ser taurófilo más pronto que tarde; no me cabe duda […] la tauromaquia devendrá en ejemplo a seguir, se constituirá en el horizonte y allanará la senda que marcará nuestra relación como especie humana con el resto de especies.

El propósito de Ánjel es seguir en 2016, a Urdiales un año por los ruedos, pero como este objetivo se malogra, se conforma con seguir las corridas por televisión, otras de forma presencial y echando mano también de grabaciones antiguas, para trazar una suerte de biografía que nos explique a Urdiales en particular y la tauromaquia en general. Ya sea con apuntes historicistas, apuntes y anécdotas en las que se manifiesta lo dificultoso que les supone a los diestros pisar un ruedo y poder ejercer de toreros. Incluso ya con cierto prestigio y reconocimiento, el traje de luces lo es también de sombras pues como se lee, sin toro no hay torero, y cuando los toros no son buenos (en el libro se habla acerca de los encastes) poco puede hacer el torero más allá de sumirse en la desesperación. Vemos años de sequía en los que es difícil ir teniendo continuidad en los ruedos para lo que se precisa una gran fortaleza. Leyendo a Ánjel escribir sobre Urdiales uno parece encontrarse ante algún héroe o Dios griego del que por muy humanos que se presenten, hay algo que los conforma y los hace, no distantes pero sí especiales. O al menos con estos ojos parece contemplar al diestro -como el que ve y se extasia ante un David de Miguel Ángel- el autor.

El toreo se sueña, el toreo se piensa, el toreo se entrena, pero exige después culminarse en plaza verdadera, ante público cierto y delante de animal para concluir lo nunca hecho, para materializar una novedad, para publicar lo inédito.

El texto también se puede entender como un anecdotario (sobre toreros paracaidistas o pánicos, por ejemplo), poblado el texto de una galería de personajes singulares y literarios que dan su juego, gracias al humor sostenido y chocarrero que destila Ánjel, que irá conociendo en ese ambiente taurino personas de lo más granado, como el Chisporrote: estrella mejicana del reguetón, Diana y su falotesis, Aldonza, la pareja del narrador, la señorita Flórez, que permite a la narración buscar los derroteros del suspense.

Sin que la tauromaquia me llame lo más mínimo, el libro de Ánjel me ha mantenido entretenido, y quizás en un futuro la novela, ya sin estar bajo los efectos de la dietilamida, puede abocar en otro texto, en un ensayo (el autor quiere romper con esa imagen que tiende a tildar a los taurófilos de paletos, ignorantes, salvajes, de derechas, etcétera), aquí ya esbozado, a cuenta de la integración de la tauromaquia en la modernidad y su nueva sensibilidad, si esto es posible y no nos hallamos ante un oxímoron.

Los aciertos Ediciones. 2020. 191 páginas

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Sanguínea (Gabriela Ponce)

Mientras leía Sanguínea, la novela de la ecuatoriana Gabriela Ponce (Quito, 1977), recién editada en Candaya, pensaba en el documental Placer femenino, de Barbara Miller.

El poder siempre ha estado en manos del hombre y el relato de la sexualidad también. El deseo sexual femenino siempre se ha orillado y ninguneado, y cuando este asoma solo atiende a un fin: complacer al hombre.

Novelas como Sanguínea ofrecen otra voz y construyen otro relato en el que la mujer es dueña de sí misma para todo, también para su sexualidad, y para su búsqueda y el placer derivado de la misma y en última instancia también de sus consecuencias. ¿Qué hacer con un embarazo sobre la mesa?. ¿Abortar? ¿Tener al niño y quedarse con él o bien darlo a una familia?. Ella decidirá. He ahí su libertad y su condena; los genes en su eterna transmisión.

La narradora crece en el vacío, en la ausencia de su hermano muerto, en el dolor, en el extrañamiento, en la necesidad de verse ocupada, inundada, buscando en las caricias, en la carne ajena, enhiesta, algo parecido a la plenitud y a fe que lo halla, en un inmueble selvático que es cueva, origen, precipicio, madriguera. Aunque el vacío siempre gana y el sexo solo son parches.

Quizás el vacío que siente ella no tenga cura, quizás su dolor sea insondable, la vida una cinta transportadora hacia ningún lugar, quizás el alumbramiento no le suponga el eclipse del yo, pues sabe bien lo que no es, lo que no siente, cuales no son sus instintos, ni ahora ni luego, y aunque toda su historia sea tan vívida, cálida y acongojante como lo es la sangre menstrual, de toda esa renuncia surge algo parecido, si no a la esperanza, sí a su asunción, el abrazo interno a su naturaleza, a su ser, en definitiva, un dolor carnal devenido en voluptuosidad táctil. Y todo esto se me antoja cualquier cosa menos cursi.

Editorial Candaya. 2020. 158 páginas

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Panza de burro (Andrea Abreu)

Estupendo debut el de Andrea Abreu con su novela Panza de burro editada por la sevillana Barrett.

Las protagonistas son dos niñas tinerfeñas de diez años. Vemos el mundo, a mediados de la primera década del siglo XXI (el mésinye, la novela en la televisión (Pasión de Gavilanes, La mujer en el espejo), el grupo Aventura, los primeros ciber, los Pokemon…), a través de sus ojos. La narradora está prendada de su amiga Isora, que la subyuga y eclipsa. Es esta la historia de una gran amistad, entreverada con deseos y picores amorosos. Ya saben, me vengo estregando.

La gran virtud de esta singular y audaz novela es el lenguaje (que da cobijo a la experiencia) que maneja Andrea: vivaz, luminoso, hilarante, electrizante; un léxico que se paladea (en la línea de Indiana, Melchor, Gallardo…) y sobre todo, el gran logro por parte de Andrea de esa vigorosa y fértil voz narrativa.

Como el boxeador que va trabajando a su adversario a base de golpes para dejarlo a punto de caramelo antes de soltarle el trompazo definitivo que lo lance a la lona, así opera Abreu en su relato; nos presenta a Isora y a su inseparable amiga, nos descacharramos con sus andanzas, juegos, diálogos, encontronazos, con su mirada virgen y desprejuiciada, con sus raptos de soledad y tristeza, ante las asechanzas de la malnacida brumasera en la que se cuecen los días en una masa espesa que confunde mar y cielo; nos esforzamos entonces al leer por tratar de recordar cómo éramos nosotros con diez años, medimos la distancia, la profundidad del abismo, buscamos algún parecido en aquel rostro infantil, y cuando el alma está ya emoliente, vienen dos giros, uno que tiene que ver con el cuestionamiento de la amistad, en el vestíbulo de la adolescencia y el aldabonazo final, del que aún ahora me ando restableciendo.

Pocas novelas leo de escritores tan jóvenes. Abreu es del 95, pero si son tan sobresalientes como ésta, que vengan en aluvión.

Barrett. 2020. 172 páginas. Prólogo y Editora por un libro: Sabina Urraca