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Cristina Grande

Sala de espera (Cristina Grande)

Pasé la mañana en una sala de espera del Hospital Miguel Servet. A mi madre le hacían una pequeña intervención en la columna. Los pacientes han de ir acompañados aunque se trate de una cirugía sin ingreso. Como no era la primera vez, llevé lectura suficiente para no aburrirme. Estábamos unas 30 personas en la sala de espera. Solo tres mujeres teníamos un libro entre las manos. Un hombre leía las esquelas del periódico. Otro hacía sudokus en un cuadernillo comprado para la ocasión. El resto enredaba con sus teléfonos móviles, o miraban al vacío sin más. Lo que más me extrañó fue el silencio. Los enfermos no hablaban con sus acompañantes, ni hablaban entre sí. Me extrañó más tratándose de una ciudad como Zaragoza, a la que llegué en 1980 cuando era normal que los desconocidos entablasen conversación en las paradas de autobús, en las colas del banco, en un puesto del mercado, en el centro de salud, o en cualquier otro espacio público. Esa confianza, que al principio me parecía un poco excesiva pero me hacía gracia, se ha desvanecido casi por completo a día de hoy. Incluso las mujeres de edad avanzada, como mi madre, que no usa apenas el móvil sino para llamar a su hermana, han aprendido a contenerse ante los desconocidos. A mi madre tampoco le hablaba yo porque está sorda perdida y me daba vergüenza que el resto de la sala siguiera nuestra conversación.

Una enfermera salía cada cierto tiempo a nombrar a los pacientes. Un tal Petru apareció después de ser nombrado varias veces. Venía solo. ¿Y su acompañante? Ahora viene, dijo Petru con acento rumano. Yo me sumergí en mi lectura durante más de una hora y me olvidé del resto del mundo. Cuando volví a la realidad, me pareció que ya deberían haberme llamado desde la sala de recuperación para ayudar a mi madre a vestirse y todo eso. Por unos momentos sentí una punzada de mala conciencia, como si me hubiese desentendido de mis obligaciones, como si la lectura fuese un mal vicio que arrastrara al solipsismo. La enfermera salió en ese momento y preguntó por el acompañante de Petru. Entonces, una mujer mayor dijo que ella sabía que la hija de Petru estaba afuera, que la había visto en el pasillo con un cochecito de niño. Efectivamente, la joven mamá andaba algo despistada. Hablaba un castellano perfecto. Dejó al niño con la señora desconocida, encantada de hacer de niñera, y entró a por su padre. Al poco rato salió Petru con su hija. El niño, de unos dos años, corrió a los brazos de su abuelo y la señora desconocida sonrió satisfecha, igual que yo.

Está bien la discreción, pensé, no molestar a los desconocidos con preguntas o comentarios incómodos. Está bien que cada cual vaya a lo suyo, y a los suyos, sí. Pero tampoco está tan mal entrometerse un poco, observar y actuar en el círculo que abarca tu mirada. De alguna forma, esa señora desconocida —que para mí resultaba absolutamente familiar pues podría ser cualquiera de mis tías— tan solo pretendía poner orden en el caos, atar cabos, poner voz al silencio, y me la imaginaba quitando piedras del campo que heredó de su padre, o visitando a una vecina, y también me la imaginaba atando un palito a un cactus torcido que su madre plantó en una tinaja.

Mi lectura, La isla de los conejos, de Elvira Navarro, estaba llegando a su fin, igual que la de mi vecina de asiento, que tendría unas 900 páginas (muy a mi pesar no pude averiguar cuál era el libro en cuestión).

Por fin me llamaron. Mi madre estaba recuperándose. Le ofrecieron un café o un zumo. Me apetecería un caldito, dijo ella. Oí una risa al otro lado de la sala. Era la mujer desconocida, que en ese momento acompañaba a su marido, y mirando a mi madre dijo “qué maja”. Todos rieron, menos yo. El traumatólogo dijo que, como otras veces, la cosa había ido bien. Tenemos una sanidad estupenda, dijo mi madre, pero no pienso pasar más veces por esta tortura. Siempre dices lo mismo, mamá, pero luego vuelves.

A la salida del vestuario coincidimos con la mujer desconocida y su marido que, por cierto, era francamente antipático, aunque lo más seguro es que no se sintiera bien el hombre. Estuve tentada de dirigirme a ella, de agradecerle el gesto que había tenido con Petru en la sala de espera donde nadie se preocupaba por nadie que no fuese de su familia. Pero creo que la habría asustado o me habría tomado por loca si le hubiese dicho: “Gracias a personas como usted, que permanecen atentas, el mundo continúa funcionando”. Así que me limité a sonreír, y llevando a mi madre del brazo noté que nos seguía con la mirada.

Vía | El País

Tejidos y novedades (Cristina Grande 2011)

Cristina Grande portada libro Tejidos y Novedades Xórdica Editorial
Autora: Cristina Grande
Colección: Carrachinas
Nº Páginas: 184
Precio: 15,95 €
Año: 2011
Editorial: Xórdica Editorial

Con Cristina Grande he seguido el camino cronólogico inverso. Leí su novela Naturaleza infiel que me encantó y ahora me he remontado en el tiempo para echar mano de su libro Tejidos y novedades. Un libro de relatos publicado en 2011 donde reúne relatos de sus dos libros anteriores: La novia parapente (2002) y Dirección noche (2006) y a los que añade luego, otros siete relatos más de regalo.

Habiendo leído Naturaleza Infiel uno ya va avisado. De nuevo aparecen en estas páginas su padre (cadáver), su madre y su hermana (la cual también muere), en la década de los 80 (que tuvo poco de prodigiosa) y un aluvión de amantes que serán los que insuflarán estas páginas de encuentros y encontronazos, de idas y venidas, de holas y adioses, de polvazos y portazos.

Lo que hay en el libro es mucho polvo (enamorado y del otro), mucha voluptuosidad, pero latente, poco explícito (no son estas las Sombras de Gray y en todo caso, una polla en este libro sería una sequoia. Hete ahí el aliento poético o la halitosis sexual, a saber), como el que se esconde en los muebles del salón y sólo existe y toma forma cuando pasamos el dedo por encima creando bolas.
La protagonista de estas historias parece un trasunto de la autora, dado que entre otras cosas coinciden en edad, comparten el terreno que pisan (Aragon, La Rioja..), su ocupación laboral como fotógrafa y necesita vivir, nuestra protagonista, a través del cuerpo de los hombres que la horadan, toman posesión de su cuerpo y la sacian con continuidad, dado que en esta fábrica del amor, la obsolescencia programada, llegará con la vejez, y toca mientras vivir sobre el colchón, porque parece que es ahí y no en otro sitio, ese tablero de ajedrez donde se juega la partida de la vida, donde enrocarse en la soledad sería un jaque mate seguro.


Cristina Grande
nos ofrece unos cuantos relatos muy conseguidos y otros más triviales (hay uno que lleva por título Logroño, como mi ciudad, que no es de los mejores), donde uno espera siempre el bofetón final, la palabra precisa, la alquimia que convierta un relato (ese puñado de palabras) en otra cosa, y eso nos llegará en contadas ocasiones (en un número selecto de relatos), pero cuando Grande logra dar lo mejor de sí misma, entonces brilla el humor, lo socarrón, lo patético, esos lugares comunes donde habita la protagonista y en los que es fácil reconocerse, en esos anhelos y afanes (no solo sexuales), que forman parte de nuestra naturaleza (fiel e infiel).

Tras leer estos relatos y sin poder comparar este libro con su novela, ya que son distancias y concepciones diferentes, en la novela encontré un tono más conseguido y consistente y un sinfín de hallazgos que me condujeron sin remisión a la sonrisa continua, una sonrisa que nacía de la agudeza que Cristina tiene para poner ante nuestros ojos ese mundo que podemos adaptar a nuestros deseos, si nos apetece, para amarlo o bien odiarlo, pero siempre desde el humor, ese kit-multiusos que nos hace la vida más llevadera y placentera (y a los que nos rodean también).

Ahora sólo resta esperar que Cristina Grande vuelva a publicar algo más: relato o novela. Ya que desde que publicara en 2008 Naturaleza infiel nos tiene a pan y agua (o casi)

Naturaleza infiel (Cristina Grande)

Cristina Grande Naturaleza infiel portada libro

Dicho y hecho. Sigo con otra escritora, Cristina Grande. Naturaleza infiel es su primera novela !Y qué novela!.
A mí me gustan las novelas que me hacen reír, las que no me hacen reír, también, pero me rio menos que con las otras. Con Naturaleza Infiel me he reído de lo lindo y no porque en el ánimo de la autora esté propiciar la risa del lector en cada párrafo, no lo creo.

El caso es que Cristina en este libro, que a mí me parece un sentido homenaje a la familia, empezando por su madre, su difunto padre y su hermana (en caso de que se trate de algo autobiográfico, que lo desconozco y lo dudo), a medida que nos va contando su vida, sus anécdotas, su existencia y la de las suyos, va removiendo algo en nuestro interior, porque la risa o la sonrisa propiciatoria por su lectura brota del patetismo humano, de ser capaz de asumir nuestras limitaciones y contradicciones, de entender que la vida es ir peleando a la contra contra la muerte cada día, en cada traspiés, en cada cada recaída, hasta que ese hilo de seda que nos separa del más allá se rompa.

Quien nos cuenta la historia, mediante fragmentos o relatos de 2-3 páginas, a modo de diapositivas escritas, es Renata, quien tiene una hermana melliza llamada María. Viven con sus padres, quienes tras unos meses separados vuelven cuando en España se aprueba la Ley del divorcio en el 81, hasta que poco después el padre fallece. Cristina se aplica en el sexo y María en las drogas. Una se mete hombres entre sus piernas, la otra jeringuillas y sustancias varias. Lo cantaba Sabina: al infierno se va por atajos, jeringas, recetas….

Para mí, la auténtica protagonista de la historia es la madre, mujer hecha a sí misma, luchadora, trabajadora, emprendedora, cabal, ese tipo de mujer que hace que este país, paraíso de la corrupción, no se desmorone y todavía sea un lugar habitable y respirable.

Me hacen gracia muchas de las cosas que nos cuenta Renata: sus primeros amores, el sexo vampírico, la llegada de la televisión en color al hogar, el descubrimiento del término «habladurías«, su empeño en no trabajar, la no plasmación de los sentimientos en el seno familiar, los devaneos amorosos de Jorge con sus no beldades, y un sinfín de cosas más que forman parte también de uno y de casi todos y siempre con la muerte del padre muy presente, de telón de fondo, forjando el carácter de los supervivientes, en ese limbo en el que se quedan los que permanecen. Superando la pérdida cada cual a su manera.

«Sólo me faltaban las gafas para parecer una aburridísima rata de biblioteca, pero con tetas parecidas a las que veía en las portadas de Playboy, y que yo escondía tras una carpeta verde forrada con fotos de Paul Newman, Robert Redford y Udo Kier. (pag. 114)»

Naturaleza infiel. Cristina Grande: 142 páginas que dan mucho de sí.
Si quieren perder tres horas leyendo un libro.
O ganarlas
Ya saben.

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