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Astrolabio (Ángel Olgoso)

Astrolabio (Ángel Olgoso)

Publicado en 2007 por Cuadernos del Vigía, Reino de Cordelia recupera y edita ahora Astrolabio, de Ángel Olgoso (Granada, 1961). Y lo hace vistiendo sus mejores galas, dado que las ilustraciones que acompañan los textos de Olgoso, obra de Marina Tapia, brillan al mismo nivel.

Astrolabio son 43 relatos breves. Una masa heteróclita, con un denominador común: la calidad, eso tan abstracto, pero cuando uno la tiene entre las manos, la siente y la aprecia.

En su primer texto, Espacio, Olgoso reivindica el formato que maneja con maestra mano, el del relato y microrrelato. Lo que se apunta en Espacio, lo lleva Olgoso a la práctica en el resto de los textos. No hacen falta seiscientas páginas para contar una historia. Olgoso hace rechinar los cojinetes mentales, se exprime los sesos y llevando la imaginación hasta el confín de sus límites nos ofrece textos de lo más variopintos, que aúnan con acierto la imaginación desbordante con una prosa diría que opulenta (que lo hermanaría con otro de nuestros grandes prosistas vivos, Pablo Andrés Escapa), lo que hace que a pesar de que los textos sean breves, tienen carne o chicha, como prefieran. Además me gusta que el título no sea un resumen del relato, pues a menudo con leer dicho título uno ya sabe de qué va el texto y entonces la sorpresa desaparece a las primeras de cambio. Esto se ve bien al leer, por ejemplo, Perikhoresis teológica, Gabinete de falsos de Jean-Baptiste Colbert o La ciénaga.
La prosa a veces muda (en espíritu) en poesía y nos encontramos con relatos fantásticos, en todas sus acepciones, como Si mi cabeza cae o Historia del rey y el cosmógrafo. Otros relatos pisan tierra que cruje en nuestro interior al leer como en Será como si no hubieras existido.
No faltan los dioses (sí los Inmortales, que brillan por su ausencia), aunque sean ahora catódicos, ni se descuidan los mitos, las sirenas (Los bajíos); Medusa, Perseo, en un relato policíaco como El lagar. O enhebrar el hilo de los pensamientos trenzándolo en Las nubes, en Las barbas del cielo, ligando el tronar de los cañones al zumbido de las abejas.

Hay otros relatos que parecen escritos para ser leídos sin coger aire, el texto mojonado con comas, pero sin puntos, salvo al final, cuando ya sin aire uno necesita parar. Y entonces !zas!. El autor te da la puntilla con un Pero es tarde, como sucede en Venablos.
El otro mundo, el más allá, pero siempre contiguo, como el reverso de la moneda, de la divisa de nuestra existencia, la muerte, digo, segrega textos como Tributo, El espejo o Los despeñaderos.

La extrañeza, el absurdo, se manifiestan en Claudicación, El vuelo del pájaro elefante. Podemos ponernos en la piel de un animal, como en Árboles al pie de la cama y entender las asechanzas de una vida tan simple como salvaje e infausta o recurrir al mundo animal para poblar nuestro lenguaje de frases hechas que mentan al mismo; conocer de primera mano la desdicha de La mujer transparente, a esa edad en la que ser vista por tu carnal ya es casi un milagro ante la presbicia de la rutina.

Incluso los objetos aquí tienen voz propia y se granjean el interés y la mirada del autor. Ya sea un reloj de pulsera, en Todas hieren, o un ventilador en Artículo genuino. Para acabar, comentar que la literatura también ha lugar en un lugar de este libro, a cuenta del Quijote, de Avellaneda y ciertas teorías que apuntan a que el Quijote de Avellaneda fue obra de Cervantes. Ya ven, puestos a fantasear nuestro Cervantes podría ser un precursor del luso, ese tal Pessoa, aquel que contenía a toda la humanidad en su persona, o personas, y que iría segregando a fin de aliviarse en tinta negra con la que esconderse (cual calamar) detrás de unos cuantos heterónimos.

Lo que ofrece Astrolabio es un sinfín de sorpresas y alegrías librescas merced a una conjunción de fantasía e imaginación y una prosa que trasciende el arabesco para coger gravedad y hacerse carne. Si un Astrolabio sirve para orientarse yo les encomiendo a perderse y a abundar en este Astrolabio, surcando sus páginas sin más Rosa de los vientos que la del placer alado que propicia su lectura.

Reino de Cordelia. 2010. 119 páginas. Ilustraciones de Marina Tapia.

Después de Troya

Después de Troya. Microrrelatos hispánicos de tradición clásica

El pasado nunca acaba de pasar. Los clásicos grecolatinos aún menos. Como hiciera no hace mucho Manuel Fernández Labrada, en Ciervos en África, este libro ofrece 125 ficciones de 48 autores, que tienen como protagonistas los mitos y héroes grecolatinos: Electra, Orfeo, Diógenes, Sísifo, Ulises, Helena, Circe, Antígona, Dédalo, Prometeo, Pandora, Atalante, o figuras como Sócrates o Arístoteles. No sé si calificar estos textos de microrrelatos es apropiado ya que algunos de los textos tienen una extensión de tres páginas, luego sería quizás más adecuado hablar de relatos.

La antología reúne textos de autores como Lorca, Borges, Cortázar, Monterroso, Merino, Pedro Ugarte, Juan José Millás, etc. De algunos autores como Enrique Anderson Imbert, Ángel Olgoso, René Avilés Fabila, Ana María Shua o Javier Tomeo se incluyen media docena de cuentos, de algunos dos o tres y de la mayoría de los autores solo uno.
Algunos como El ratón de la ciudad y el ratón del campo, de Cabrera Infante me parece bastante simplón, así como Sus historias naturales. León y cronopio de Cortázar. Mis microrrelatos preferidos son los de Ángel Olgoso, Javier Tomeo, Juan Gracia Armendariz, Pedro Ugarte, Rubén Abella, Juan José Arreola y Monterroso.

Basta darse la vuelta por cualquier teatro para comprobar que obras como Electra, Antígona, Edipo, siempre se reestrenan con regularidad. Antologías como la presente demuestran a su vez la buena acogida de la que goza la mitología grecolatina entre los autores contemporáneos, quizás porque como dice Gual invitan a renovadas y múltiples reinterpretaciones, y se enriquecen con ellas, aunque a veces uno tiene la sensación de que en vez de ir a las fuentes y bucear en ellas, ciertos microrrelatos se nutren del lugar común para no ir tampoco mucho más allá, buscando más la piel que la esencia del mito, relatos que son entonces alas de cera ante nuestra tórrida mirada.

Algunos relatos que me han gustado son: Electra (Rubén Abella), Ulises (Ángel Olgoso), Gallus aureorum ovorum (Augusto Monterroso), Prometeo a su web buitre predilecta: (Juan José Arreola)

Ulises (Ángel Olgoso)

Yo, el paciente y sagaz Ulises, famoso por su lanza, urdidor de engaños, nunca abandoné Troya. Por nada del mundo hubiese regresado a Ítaca. Mis hombres hicieron causa común y ayudamos a reconstruir las anchas calles y las dobles murallas hasta que aquella ciudad arrasada, nuevamente populosa y próspera, volvió a dominar la entrada del Helesponto. Y en las largas noches imaginábamos viajes en una cóncava nave, hazañas, peligros, naufragios, seres fabulosos, pruebas de lealtad, sangrientas venganzas que la Aurora de rosáceos dedos dispersaba después. Cuando el bardo ciego de Quíos, un tal Homero, cantó aquellas aventuras con el énfasis adecuado, en hexámetros dactílicos, persuadió al mundo de la supuesta veracidad de nuestros cuentos. Su versión, por así decirlo, es hoy sobradamente conocida. Pero las cosas no sucedieron de tal modo. Remiso a volver junto a mi familia, sin nostalgia alguna tras tantos años de asedio, me entregué a las dulzuras de las troyanas de níveos brazos, ustedes entienden, y mi descendencia actual supera a la del rey Príamo. Con seguridad tildarán mi proceder de cobarde, deshonesto e inhumano: no conocen a Penélope.

Después de Troya. Microrrelatos hispánicos de tradición clásica. Menoscuarto ediciones.

Lecturas periféricas | Celos (Ángel Herrero López)

1540-1

Luz de tormenta (Ángel Zapata)

All that we see or seem/ Is but a dream within a dream

Poe

Luz de tormenta de Ángel Zapata (Madrid, 1961) aglutina 61 rayos o fogonazos, distribuidos en cinco grupos de once y un epílogo con seis entradas. Cierra el libro un buen número de dedicatorias. Se escribe para ser leído y también (se ve) para ser agradecido. Textos que caen del lado del microrrelato pues ninguno supera las 20 líneas.

Dado que Zapata en su escritura es surrealista pensaba que estos parágrafos vendrían marcados por una prosa automática. No me he visto en ese trance. Nada que ver. El texto se nota que viene escurrido, de-cantado (bajo la forma de un réquiem, de una voz ultratómbica, de un noser (azul) salmódico) hasta que solo queda el carozo, aunque de hueso los textos tienen poco y me adscribo, dicho sea de paso, al deseo del cuento Puerta cerrada (“Habría que acabar con la dureza…”), a un porvenir emoliente.

Aquí se deja la conciencia en la sala de espera (o del desespero; eso ya va a cuenta del lector) para amasar con palabras nuestro inconsciente, que me evocan a muchas páginas de Cărtărescu en novelas como Solenoide o El ala izquierda, por su naturaleza onírica, en ese desplegar tiras de Moebius donde se licuan realidad y ficción, sueño y vigilia, haz y envés, pasado, presente y futuro; pasado del que vienen los asfódelos del Hades, el Dédalo capaz de poner en movimiento a la Verdad con plata líquida, Oscar Wilde con su sueño de convertir las mezquitas en tulipanes, Durruti disparando a las piernas de la parábola de los vendimiadores; la etimología que nos entere de que tulipán y turbante tienen la misma raíz (y su mismo designio estético).

Hasta tres veces he leído los textos, no para entenderlos mejor, sino para disfrutarlos en mayor medida. No van los tiros -o no es su diana principal- por el lado del significado, aunque sí es un desafío (y por tanto un juego) casar la mordedura del texto con el corazón dentado de cada uno de los 61 títulos. O quizás sí van por ahí los tiros y desconcertado («No es raro que la tiza caída al pie de las pizarras sea la causa del invierno«) y acertado yo desde el minuto cero, esto se escriba desde una herida emancipada y sin cuerpo.