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Sur (Antonio Soler)

Sur (Antonio Soler)

Mi casa está donde estás tú/ los mismos clavos, la misma cruz/ los mismos clavos, el mismo ataúd.

Kutxi Romero

Acertijo:

1. Punto cardinal situado a la espalda de un observador a cuya derecha está el este.
2. También existe, cantaba Serrat, sobre letras de Benedetti.
3. Hay que acudir allá para hacer bien el amor, cantaba la Carrá.
4. “Porque *** no es sólo su mejor novela. Probablemente es una de las mejores de lo que llevamos de siglo.” – Santos Domínguez

Solución: Sur

160 personajes pululaban por La colmena de Cela. Unos 240 en Sur, la última novela del malacitano Antonio Soler. La ciudad es Málaga. No se cita pero es. Ciudad en la que sopla el terral azotando un terruño masticado por el sol y socarrado por este viento durante una jornada de agosto, en el momento presente, en la ambiciosa novela en la que Soler se desparrama durante casi quinientas páginas muy afortunadas.

La novela la podemos visualizar como la analogía literaria del populoso Jardín de las delicias del Bosco. En el tríptico vemos un sinfín de personas ¿cuál es su historia? ¿cuál su destino? El suyo y el de la humanidad, podemos preguntarnos. Si nos situásemos encima de ellos quizás hoy una manita nos permitiese a golpe de clic acceder a una mínima biografía (3 días u ochenta años, ¿importa?) como la que se presenta al final del libro con el censo de los personajes, pero Soler, como escritor, por tanto como demiurgo, no se conforma con situarlos en escena, pues no es esta una foto fija, no es el momento detenido de un cuadro sino que los pone en circulación para que interaccionen, aunque sea en un lapso de tiempo tan breve como el de una jornada, en la que los personajes se desplazarán sobre el tablero de la ciudad (en la que Soler dijera un Hágase la oscuridad, porque aquí a la esperanza le han hecho un ERE y ya ni está ni se le espera y solo menudea el infortunio), por sus calles, pisos, tiendas, bares, tugurios, gasolineras, descampados, como el que principia la novela con la aparición de un hombre tirado entre hierbajos comido por las hormigas. Un tiempo no obstante elástico, como lo es la imaginación -portentosa y fecunda aquí la de Soler- y el tiempo de los personajes quienes haciendo uso de la memoria sitúan atrás la narración, en el pasado, para que en el presente cristalicen por ejemplo la muerte de Dioni -quien sin llegar a salir del armario pasará a ocupar un féretro-, las consecuencias letales de un incesto sostenido en el tiempo, los palos que da gente muy chunga para hacerse con unos cientos de euros, la recepción de la muerte de un padre por parte de un adolescente que solo quiere una rendija en la que meterse y dejar que pase el chaparrón, la pulsión sexual manifestada en los primeros polvos, pajas, mamadas, tríos sexuales, gang bang: el macho dominante en su esencia más seminal; la orientación sexual que brujulea y desorbita hasta la aniquilación la existencia de Dioni. Desplazamientos no solo físicos como los del Atleta quien además de correr sin rumbo (el resto también, sin saberlo) se desplazará mentalmente y por escrito sobre sus diarios donde volcará su inaccesible mundo interior, explicándose sobre el folio en blanco. Está Belita que quiere comprar su trozo de cielo pagando su cuota mensual bajo la forma de unas joyas familiares y un dinero de los que se desprenderá sin consultarlo a su carnal con el aspecto éste de un ecce homo tras pasear su cabeza por las botas de su a(r)mada Belita. Hay un cura que hará de la capa (su castidad) un sayo, jóvenes y no tan jóvenes que harán de su cuerpo escaparate, coto de caza, cueva, abra(cadabra), probeta de ensayo-y-¿horror?, alimentando, si toca, su animal interior.

Si algo tienen estas quinientas espléndidas, flamígeras y terrenales páginas es intensidad, vivacidad, músculo, amén de una muy conseguida mirada panóptica. Soler nos presenta la heterogénea humanidad (magistral la forma en la que Soler ciñe el habla y el lenguaje a cada personaje, dándoles así consistencia, relieve, personalidad, salvando los cantos de sirena del estereotipo, ejerciendo de contorsionista al meter en un mismo párrafo sin más separación que unas comas los distintos hilos narrativos (incluso hay puntos de fuga como aquel tren de ida y vuelta que abandonará Málaga durante unas horas con Céspedes y Carole dentro viviendo un idilio amorfo, absurdo, carnaza por una contricción inexistente) que en la sucesión anhelan la simultaneidad, como si la novela fuera una orquesta de música y el lector pudiera escuchar a la vez el resultado de todos esos instrumentos sonando al unísono, sin sustraer tampoco Soler su potente prosa (háganse el favor de leer las páginas 188-189, 197-199) al barniz vanguardista, cuando el realismo abreva en lo virtual, adoptando algunos diálogos la forma de guasaps) a granel/en estado puro/al natural, ya desbastada por la codicia, la estulticia, el hacinamiento doméstico, la grisalla de un porvenir de tresdé hueco, las cadenas y los cepos familiares, el barrio como fortaleza de salida inexpugnable, el miedo y las cobardías paralizantes y justificadoras, los demonios interiores que hacen su trabajo enturbiando la mirada y fomentando las subrepticias acciones, el sexo liberador como principio-precipicio y al igual que la literatura de alta intensidad –esta literatura- aquello que también nos colma, vacía y conecta con algo que no sabemos qué es pero nos confiere por un momento la caricia de la inmortalidad, el aliento a menta de la plenitud. Esas lecturas, las menos, que le llevan a uno a afirmar para sí al cerrar el libro, aún con el subidón en el cuerpo: ¡Uf, qué barbaridad!

Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2018. 512 páginas

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El uso de la foto (Annie Ernaux/Marc Marie)

Todo son signos. La ropa arrugada dispuesta a lo loco, al azar, sobre el terrazo, el parquet, sobre un sofá, una lámpara… Esa imagen, nos devuelve las horas previas de amor/sexo/pasión/deseo de una pareja, en la cocina, el pasillo, la mesa de un escritorio, la habitación de un hotel…

Annie Ernaux (Normandía, 1940) y Marc Marie (Boulogne-Billancourt, 1962) deciden que de sus encuentros amatorios tomarán las fotos de la disposición de sus prendas y zapatos, que viene a ser algo así como un bodegón del deseo, en el que un liguero o un boxer sustituyen a una yacija, una hogaza, piezas de caza…
Seleccionan las fotos, catorce, en las que no mediará alteración alguna, en las que el objetivo fija y preserva esos instantes.

Luego Annie tiene la idea de escribir sobre las fotos que principian cada uno de los capítulos, fotos en blanco y negro, que se recogen todas juntas al final, en otro capítulo llamado Álbum, ahí ya en color, lo que le lleva a uno a pensar que si directamente se hubieran usado las fotos en color no hubiéramos disfrutado ni tendrían sentido las palabras que Ernaux dedica a hablar del color del calzado, la tapicería, la moqueta, la ropa interior. Marc Marie accede al juego que le propone Ernaux, y cada capítulo va con dos textos escritos sobre cada foto por ambos. Textos que el otro desconoce (con curiosidad y temor hacia lo que el otro haya escrito), y ahí reside parte del encanto de este libro tan original, porque está por ver si la escritura les une o desune.

Los textos amparan la enfermedad de Ernaux, su cáncer de pecho, que se muestra sin velos, tal cual es, enfermedad que dicen forma parte de su relación, un triángulo sexual con ellos dos y la enfermedad de ella. Ernaux recibe quimioterapia, se suceden las visitas al Instituto Curie pero la vida sigue y el sexo vivificante también, el tiempo pasa y escribir sobre las fotos es volver al pasado, ejercer la memoria (volver a las navidades que tan poco gustan a ambos, comprobar cómo París muda de piel y cierran los negocios de antaño; las canciones y las fotografías que podrían explicar una vida), tomar conciencia del principio y el final de las relaciones (Marc deja a su pareja para estar con Ernaux), de cómo lo que aparece en las fotos dice mucho menos que lo que no aparece, la manera en la que las últimas fotos pierden espontaneidad y frescura, al buscar una estética que atenta contra el sentido del instante.

La escritura invade lo íntimo hasta llegar casi a la frontera de la piel desnuda. No hay impostura, ocultamiento, simulacro. La enfermedad va en crudo, natural, sin espacio para el compadecimiento.

Ernaux ya había escrito otros libros que abundan en lo autobiográfico, (Memoria de chica, No he salido de mi noche), pero estas fotos narradas, alimentadas por su prosa (de acero candente) dan lugar a un libro (publicado en Francia en 2005 aquí en 2018), tamizado por los signos de la escritura, que me ha resultado fascinante.

Cabaret Voltaire. 2018. 187 páginas. Traducción de Lydia Vázquez Jiménez

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El París de Cortázar (Juan Manuel Bonet)

Creo que era Félix de Azúa el que comentaba en una entrevista que cada día disfrutaba más leyendo diccionarios de toda clase. El libro que me ocupa, El París de Cortázar, bellamente editado por RM es uno de esos diccionarios (y también manual de consulta) cuya lectura se disfruta de principio a fin, sostenida por una emoción que no languidece; libro que hará las delicias de los cortazarianos (somos muchos los que caímos en su momento rendidos a los pies de Rayuela) y de todo aquel interesado por lo que el siglo XX legó al mundo de las artes.

Juan Manuel Bonet, crítico literario y director del Instituto Cervantes de París en 2013 organizó la exposición Rayuela: el París de Cortázar. En 2018 aquel catálogo se convirtió en un diccionario, ampliado, recogiendo más de 400 entradas, que relacionan París (ciudad en la que residió Cortázar entre 1951 hasta su muerte 1984. Yace enterrado en Montparnasse) no solo con Rayuela sino con otras obras de Cortázar como La vuelta al día en 80 mundos, 62, Modelo para armar o relatos como El Perseguidor (que algunos críticos consideran una rayuelita).

El París de CortázarEl diccionario a través de entrevistas y cartas pone de manifiesto cómo las distintas influencias de Julio Cortázar no procedían solo de otras lecturas (primordial la figura de Cocteau y de su obra Opium que Cortázar leyó a sus 18 años; obra que le abocó a escritores como Lautréamont, Baudelaire, Sade, Proust (Lezama veía relaciones entre Cortázar-Proust en Rayuela; Cortázar comenta que la primera vez, en Chivilcoy no leyó bien a Proust, como sí haría más tarde, «aplicadamente«, en 1952, en París) o pintores como Dalí; autores como Keats a los que veneraba, DumasLos tres mosqueteros que Cortázar releía cada tres años- y otros como Kafka, Flaubert o Vian que son de su preferencia pero que no llegaron a influirlo porque su mundo ya estaba cerrado cuando los leyó; se nos refieren encuentros curiosos como el que Cortázar tuvo con Beckett en una oficina de correos, cayendo uno encima del otro, en un abrazo sin palabras, diálogo que sí se mantendría más tarde a través de las novelas y obras de teatro de Beckett que Cortazar leería; respecto a Joyce y Cortázar, Carlos Fuentes afirmó que Rayuela suponía al castellano lo que el Ulises al inglés), sino también de la pintura (Cortázar expresó sus afinidades más por el surrealismo, el cubismo, el expresionismo abstracto y por autores como Pollock o Klee, que por el impresionismo y Rayuela se conformó como un gran collage (al igual que otros libros almanaques como La vuelta al día en 80 mundos o Último round, con capítulos cortos que son como acuarelas de París) y la música, tal como comenta del swing que busca en su escritura, donde los jazzman están muy presentes en el diccionario, figuras jazzísticas que sustanciarán relatos sobresalientes como El perseguidor.

El París de CortázarLos intereses de Cortázar vemos cómo se disparan en otras muchas direcciones, rebasando los límites de la escritura; se hará con una pequeña imprenta (multicopista Gestetner) para sacar ejemplares de textos que no saldrían de los confines de su biblioteca o de las de sus amigos; mostrará también interés por la fotografía, haciendo sus pinitos. “Dime cómo fotografías y te diré quién eres. Hay gente que a lo largo de la vida sólo colecciona imágenes previsibles, pero otros atrapan lo inatrapable a sabiendas o por lo que después la gente llama casualidad”. Vemos que lo inatrapable Cortázar lo atraparía con palabras en vez de con imágenes, vertiendo sus reflexiones en el relato Las babas del diablo.

El diccionario es también un recorrido topográfico, empeño en el que siguen hoy otros autores como Modiano (el lector siente la necesidad de llevar este diccionario bajo el brazo cuando le surja la oportunidad de surcar y hollar la ciudad da la luz) por las calles, bulevares, plazas, parques, museos, mercados, pasajes, (ahí siempre Walter Benjamin), galerías parisinas (como la Galería Vivienne que aparece en el relato El otro cielo), cafés (Bonaparte, Capoulade, Le Chien Qui Fume, Café de la Paix, Les Deux Magots…) ciudad a la que Cortázar le cogió el pulso, registrando sus aromas, voces, almas, heridas… que irían a dar a sus novelas y relatos parisinos…y entonces ser Lautréamont, ser Laceneaire, ser Nerval en esos barrios húmedos de sus sombras esquivas, solo dadas a pocos gatos y a pocos viajeros: de pronto hay otra manera de ver, la razón de la marcha cesa de ser la marcha de la razón para volverse pacto, cita, recurrencia.

Son recurrentes en el diccionario las menciones a los agradecimientos de Morelli, a las Morellianas, al Cuaderno de bitácora (en el que aparecen textos, citas o se nombran escritores que luego no aparecerán en Rayuela, como Quevedo) y a los libros que se encuentran en la biblioteca de Cortázar, donde se pone en evidencia sus influencias, escritores de su interés (Louis Aragón, Antonin Artaud, Nerval, Francis Bacon, Elizabeth Bowen, César Moro, Leonora Carrington, Max Jacob, Kerouac…) y subrayados en su biblioteca curiosos como aquel en el que Cernuda compara a Cervantes con Pérez Galdós y Cortázar, escribe !No, hombre, por favor!.
Se rinde cuenta de la afición de Cortázar por las listas de toda clase, que lo hermanaría con figuras como Perec; el Oulipo (Ouvroir de littérature potentielle) lo pretendía en sus filas. Se deshecha la idea de que Pizarnik le inspirara su Maga, pues cuando la conoció la novela ya estaba concluida. Lo que sí parece demostrado es que Pizarnik extravió el manuscrito de Rayuela, que tenía el encargo de pasar a máquina, y que afortunadamente apareció en su selva doméstica. De no haber sucedido así, quizás ahora este diccionario no existiría, o quizás sí y Rayuela hubiera sido aún más grande, si nos ponemos en lo mejor, tal como le sucedió a William H. Gass con la reescritura de La suerte de Omensetter.

Editorial RM. 2018. 208 páginas

Julio Cortázar en Devaneos

Rayuela
El perseguidor
Bestiario

Lecturas periféricas | Cortázar (Jesús Marchamalo, Marc Torices)

Resto qui (Marco Balzano)

Resto qui (Marco Balzano)

Nadie se acuerda ya de los destierros provocados por los pantanos

Julio Llamazares

No es raro en los meses de sequía ver asomando campanarios sobre las aguas de los lagos -pienso en el embalse de Mansilla o en el Pantano del Ebro- a modo de ojo de piedra, atesorando una historia que se nos hurta, como la recogida en el estupendo documental de César Souto y Luis Avilés, Os días afogados, con el hundimiento de Aceredo.

Resto qui de Marco Balzano (Milano, 1978), es la historia que le cuenta Trina a su hija, la historia de su pueblo, Curon; una historia la suya de supervivencia y resistencia que podría hermanarse con La lluvia amarilla de Julio Llamazares, cambiando la soledad de un hombre convertido en el último habitante de un pueblo abocado a echar el cierre, por el empeño de permanecer en un pueblo que en vez de despoblado, desaparecerá anegado bajo las aguas cuando se construya una presa, después de muchos años -aunque no tantos como los que se precisaron para inaugurar la presa de Enciso- de tiras y aflojas entre las autoridades -que van cambiando de manos- y los vecinos, contando incluso con el aliento papal de Pío XII.

Curon es un pueblo ubicado en el Südtirol que tras finalizar la Primera Guerra Mundial, tras la desaparición del Imperio Austrohúngaro, pasará a ser del dominio italiano bajo la férula de los fascistas de Mussolini. Allí reside Trina que sueña con ser maestra junto a sus padres y hermano. La llegada de los fascistas italianos no les trae nada bueno a los lugareños, más allá de una italización impuesta que asumen a regañadientes, afanados ellos en el día a día de sus tareas agropecuarias.

La novela, a pesar de su brevedad: apenas 176 páginas, hace un recorrido que va desde comienzos de los años 20 del pasado siglo hasta el momento presente. Los habitantes de Curon creían que si los alemanes tomaban el poder formarían parte de su territorio, lo cual no sucedió pues siguió bajo dominio italiano. Se les ofreció a los de Curon en el 39 la opción de cambiar de residencia y trasladarse a los dominios alemanes, cosa que Trina y su marido Erich decidieron no hacer.

La historia de Trina y Erich es como la de una gota de agua en el mar de la historia; vivencias personales que se incardinan en el flujo histórico, sin que la narración devenga un aluvión de fechas y acontecimientos, sino algo mucho más doméstico, ligero, manejable, personal (más un plano corto que uno cenital) como es la mera supervivencia, cifrada en llegar al día siguiente, un aferrarse al terruño. Ver anegado su pueblo implica ver desaparecer sus raíces, todo aquello que supone su vida y su lucha tiene un elemento más sentimental que ecologista, porque no se oponen tanto a la presa, que como la construcción de una carretera o un viaducto tiene su manifiesto impacto medioambiental, pero va en el haber del “progreso”, sino que al construirla en su pueblo, este desaparecerá, por lo que esto les afecta en primera persona, y una indemnización no alcanzaría nunca a resarcir el daño irreparable que esto entraña.

La novela, narrada cronológicamente, se estructura en tres actos. Una primera parte en la que vemos a la jovencísima Trina enamorarse de Erich, casarse y ejercer como maestra clandestinamente. La llegada de sus dos hijos y la desaparición de uno de ellos: Marica que se evapora una noche de la mano de la hermana de Erich y a la que Trina nunca más verá; trance que que da lugar a la novela, que viene a ser el relato de su vida y la de su padre, que Trina le ofrece. El clima bélico, el tener que nadar entre las aguas fascistas de Mussolini y Hitler sin que Trina y Erich quieran meter en el agua ni siquiera los tobillos (no como su hijo Michael, seducido por los cantos de sirena nazis), les llevará en la segunda parte a tirarse al monte, convertirse en fugitivos, codearse con desertores, ver pasar los meses escondidos en establos, hacinados como animales, pero subsistiendo gracias a la solidaridad humana hasta el fin de la guerra. Finalmente la novela acaba con el pueblo sumergido, Erich enterrado, toda vez que le han arrebatado todo y su magra esperanza muera al poco, de inacción y Trina consolándose con palabras, vertiendo en el papel su historia, dando cuenta de sus avatares y desventuras, del sempiterno empeño de Erich por permanecer en Curon contra viento y marea, hasta sus últimos días.

Cuando Trina escribe ahora en su cuaderno Curon presenta el aspecto de una villa turística a la que la gente acude a echar fotos al campanile, a navegar por el lago. Ante la mirada inquisitiva del viajero curioso, Balzano nos lega la sugerente historia de Trina, Erich y la de otros muchos que han visto sus pueblos anegados y buena parte de su vida borrada de un zarpazo, poniendo así en el mapa -no solo sentimental- los destierros de los que habla Llamazares.

Einaudi. 2018. 184 páginas