Archivo del Autor: Francisco H. González

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Carnicería seguida de Jaque al heredero (Roberto Vivero)

Huyendo de las fiestas bernabeas arribo a la atestada Playa de los Capellanes, los guiris leen a Fossum, los nacionales a Castillo, yo a Roberto Vivero, su Carnicería, editada en un mismo volumen en Ápeiron ediciones junto a Jaque al heredero, mientras otros adultos matan el tiempo y las playas escondiendo sus colillas cenicientas en la arena. Leo esta Carnicería y mis ojos en las corvas transitan del papel a la arenaescurribanda, al sudariocelestial y mi visionado rothkiano va tornándose de rojo sanguíneo, mientras tengo la sensación de que me han puesto dos anzuelos, uno en cada pezón, y me van arrastrando por la gravilla, tirando de ambos, desollándome (esperanzado) en cada párrafo, astillada mi percepción en cada página, porque la literatura creativa y radical de Vivero aniquila y azuza, y aquí leer es: amoragado recibir un zarpazo tras otro como en un combate de boxeo o esgrima verbal, servido con un humor negro con concertinas, el que mantienen Juan y Sonia, pareja venida a menos. Ella en la línea ascendente y él en la decreciente. Él que fue escritor porque publicó una novela y ahora escribe (o lo intenta) guiones, que están juntos para poder odiarse y echarse los trastos a diarios, en una guerra fría ya tan gélida que las palabras, invectivas y reproches son proyectiles que no alcanzan su objetivo. Prosa abandonada en los brazos de una (pro)pulsión ultraviolenta (¡ay, Sandra!), humanos aquí poco más que pedazos de carne (poco más que vísceras, músculos y sangre), nihilistas, desfilando por el escaparate de una realidad enjaulada y rugiente (el comienzo de la novela es cuando Juan al bostezar oye un rugido, y no le sorprende del rugido en sí, sino que este no le sorprenda), iluminada con neones de morgue; cuerpos prestos para el despiece y el asedio y la violación del templo que es el cuerpo, como sucede cuando la funnygamesca pareja en su carrusel de fechorías vaya al encuentro de La flautista; con diálogos excéntricos que se balancean en la periferia e ingravidez del lenguaje y mandan a paseo lo convencional, y centripetan mi interés, para hollar otros mares, porque vivero lo llaman pero océano es

Jaque al heredero (Roberto Vivero)

Jaque al heredero forma un díptico junto a Carnicería y resulta menos salvaje que este último. Como el título ya nos hace presumir la novela gira en torno o sobre el ajedrez, y la convivencia de un grupo de veteranos y afamados ajedrecistas junto a un niño de incipiente talento que parece ser el heredero, a medida que se van disputando una serie de partidas. La novela abunda en lo que es el ajedrez tratando de desentrañar su esencia con mimbres filosóficos. Existencias que giran en torno a un tablero, vidas que no son tales más allá de los confines del mismo. Aquello tan prístino, tan lógico, tan regido por la moral y la ética se demuestra que no deja de ser un espejismo, una quimera, una ilusión, una farsa (partidas amañadas, abusos sexuales a una de las jugadoras cuando niña, dinero por perder, chantajes, el sexo como una arma cagada de futuro…) un andamio sujetando una fachada hueca como el niño, a su pesar, tendrá ocasión de comprobar al escuchar lo que no debe, aquello que no le estaba destinado a esa edad y así ya ultrajado, su mundo succionado. (con)fundido en negro.

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Chilean Electric (Nona Fernández)

Muy grata me fue la lectura de La dimensión desconocida de Nona Fernández (Santiago de Chile, 1971). Chilean Electric es un libro anterior, escrito en 2015 y publicado en España por Minúscula editorial a finales de 2018.

Andaba leyendo Años de mayor cuantía de Tomás Sánchez y casualmente cuando éste hablaba en su libro de las sombras chinescas se me cruzó o me arrolló el sucinto libro de Nona, el cual curiosamente tiene mucho que ver con la luz, la luz eléctrica, pues el libro arranca con el episodio referido por la abuela de Nona a ésta, relativa al momento en el que en Santiago de Chile hubo por vez primera luz eléctrica, allá por 1883.

Dice Tomás que para que haya sombras chinescas, para ver algo en lo iluminado, tenemos que mantener lo demás oscurecido. Me pregunto si al igual que nuestra atención en un texto se fija en aquello que va tachado, la escritura que suscita nuestro interés no es también aquella que opera como una sombra chinesca, aquella que en la luz reinante, en la sobrexposición y abundancia de datos por doquier, aquella que logra oscurecer lo que sea necesario para poder así ver algo en la luz.

Iluminar con la letra la temible oscuridad, afirma Nona. Quizás este sea el fin último de todo escritor. Nona, como hacía en La dimensión desconocida dedica un espacio a hablar de la dictadura chilena, de los pacos, de sus excesos, los desaparecidos y nunca más hallados, y ahí aparece un ojo colgando del rostro de un niño, recuerdo que se quedará grabado ya por siempre en la memoria de Nona. También habla de Allende (Más pasión y más cariño). Se ve que no vale con asesinar a alguien, sino que la limpieza sigue después de muerto, borrando toda foto, toda voz, todo vestigio del mismo, en un afán titánico por abocarlo a su inexistencia absoluta.

El límite entre novela y ensayo (la electricidad como síntoma de progreso, que permite ver más y mejor y trabajar más horas, producir más, alimentar el cíclope consumista y a su vez abocarnos a la contaminación lumínica, que nos impide por ejemplo contemplar los cielos y sus estrellas), realidad y ficción se (con)funden y Nona descubre que lo que la abuela le cuenta sobre la iluminación de la Plaza de las Armas, debió de haberlo soñado, o leído en algún lado, pues ella nacería 25 años más tarde.

Nona ilumina la oscuridad, no solo la dictadura, también esas guerras libradas (con Perú) que solo arrojan cadáveres, o sobre aquellos que llegan a Chile, como los peruanos, a elaborar sus comidas, encargarse de sus hijos, que hacen en Santiago de Chile su particular Lima, su reducto. Esto es lo que ilumina Nona, aquello en lo que pone el foco, con una prosa luminosa y palpitante, que plasma bien lo vívido y circundante, aquello que ve, concierne y afecta a la autora, y a nosotros con ella, a través de su lectura.

Editorial Minúscula. 2019. 111 páginas

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Las Inviernas (Cristina Sánchez-Andrade)

Recientemente leía la espléndida novela Dicen de Susana Sánchez Arins en la que abordaba la represión franquista en Galicia, en Ribadumia, a través de una figura familiar: su tío Manuel. Ahí encontré la emoción que no encuentro al leer esta novela de la gallega Cristina Sánchez-Andrade (Santiago de Compostela, 1968) quién sitúa a sus dos protagonistas, Las Inviernas -Dolores y Saladina- en la Tierra del Chá, en el interior de Galicia. Vuelven ellas a un pueblo en el que todos se conocen y tienen algo que callar. La narración va despojando de capas –no sin dar muchas vueltas- la cebolla que es la narración, hasta llegar al núcleo de la misma y resolver así un par de cuestiones capitales: qué paso con Reinaldo, el abuelo de las Inviernas (quien acordaba, por escrito, comprar el cerebro a los lugareños cuando estos muriesen a cambio de una suma, para avanzar así en sus investigaciones científicas), que las obligó a marchar en 1936 y con el marido de Dolores, un pescador de pulpos y fanecas.

Las inviernas son dos y una, pues toda su vida ha sido una simbiosis filial, siempre juntas, en todas las partes y lugares, salvo esos días en los que Dolores decidió probar la miel –que fue hiel- del matrimonio. Las hermanas fueron a parar a Inglaterra, allá aprendieron inglés y se aficionaron por el cine (cuando Ava Gardner venga a Tossa de Mar a rodar, sabremos que la historia transcurre en 1950). Regresarían a España, a La Coruña para finalmente volver al hogar familiar.

El villorrio está poblado de personajes particulares como el dentista que arranca los dientes a los muertos y se vista de mujer, el capador, una viuda obsesionada con su marido difunto que se casará con otro hombre del que se queda embarazada frisando los cincuenta, el cura, obsesionado con las viandas y siempre de un lado a otro con sus óleos, un niño que no fue destetado hasta los siete años, una vaca, Greta, a la que se le irá la pinza y acabará balando cual oveja, Saladina a la que también se le empañará el juicio y buscará su final a lomos de una higuera…. Son, en definitiva, personajes que están ahí como secundarios, que hacen que la narración sea eficaz y depare una lectura simplemente amena, pero que poco tienen que ver con la historia principal, que es la relación trágica de las dos hermanas, su huida y su regreso, que corre el riesgo de no ser definitivo, pues al igual que entonces tuvieron que marchar a la carrera, ahora parece que el pueblo, una suerte de Fuenteovejuna, las quiere de nuevo lejos de allá, en otra parte.

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La dama que se transformó en zorro (David Garnett)

La dama que se transformó en zorro es una novela del británico David Garnett (1892-1981) escrita en 1922 y publicada por la Editorial Periférica en 2014 con traducción de Laura Salas Rodríguez.

El título de la novela es explícito y nos avanza la transformación de su protagonista, que pasará de ser humano a convertirse en un animal, un zorro hembra.

El narrador es alguien que quiere ajustarse a los detalles y contarnos la historia tal cual fue. Tarea por otra parte imposible pues habla de oídas, así que lo referido irá a cargo de un narrador omnisciente.

Lo curioso de la transformación no pasa por ver exclusivamente cómo este hecho afecta a la damnificada, a Silvia, la cual a pesar de ser un zorro siente (al principio) como una humana y con esos ojos la ve su marido, sino cómo será la relación que mantendrá con este a partir de entonces, a medida que ella vaya asumiendo su nuevo rol animal, lejos del ámbito doméstico.

La historia podría degenerar hacia cualquier parte y lo curioso en esta ocasión es que a la transformación de ella habría que añadir la transformación de él, pues a su manera este envidia la nueva condición de su mujer y por su parte desarrollará ese punto ciego del buen salvaje, toda vez que convertido en un misántropo y alejado del mundanal ruido encuentre solaz en el bosque, junto a su mujer y sus cachorros.

David Garnett narra con precisión, humor soltura y agudeza, sin abundar en los planteamientos metafisicos de la cuestión sobrevenida, vistiendo su escueta narración (poco más de cien páginas) con las galas de la fábula, amén de que esta resulte divertidísima, y leve (a pesar de la fatalidad) como acaba siendo.