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El huésped

El huésped (Isaac Bashevis Singer)

Isaac Bashevis Singer nos brinda en El huésped (con traducción de Andrés Catalán) un breve relato que sirve como confrontación a dos posturas antagónicas, por parte de dos judíos que entienden la realidad de distinta manera. Reb y Morris viven en New York, en el barrio de Williamsburg, el segundo como huésped del primero. Ambos han sido golpeados por el infortunio, han perdido a seres queridos: mujeres, esposas, hijos, hermanos. Reb tiene el auxilio de la fe y ocupa su tiempo con sus oraciones. Morris que ha pasado por un campo de concentración nazi durante la guerra y ha visto y sufrido lo peor de la naturaleza humana es un tipo descreído, que no cree en Dios, y en el caso de que éste existiera sería para él alguien similar a Hitler, al haber permitido el holocausto y demás vilezas.

Reb cree en el libre albedrío, y en esa libertad que se nos ofrece está también la de obrar mal. Cree que puede cambiarse el mundo rezando, también cree en la Providencia. Así las palabras de Morris por trágicas y veraces que sean apenas hacen mella, ni acusan ningún cambio en el comportamiento de su interlocutor, porque Reb es esa clase de persona empecinada que después de ver algo en la práctica luego se pregunta si en la teoría también funcionaría. Así funciona la fe.

El relato va acompañado del discurso de aceptación del Nobel de literatura en 1978 concedido a Isaac. Reivindica ahí el autor el uso de la lengua yidis, que dice que algunos califican como una lengua muerta. Equipara al poeta con el profeta, defiende su fe, que entiende necesaria, ya que sin un dios, según él el ser humano anda perdido, desilusionado, solo…

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Logroño en sus bares (Jorge Alacid)

© Alfredo Iglesias

© Alfredo Iglesias

Hay una escritura pegada al terruño. Leyendo Logroño en sus bares de Jorge Alacid (Logroño, 1962) creo que este es un libro que está muy ligado a la educación sentimental de los logroñeses y a la disposición sobre el mapa de su memoria (la propia de cada cual) de todos aquellos bares (de beber y de yantar), locales, pubs (La Granja, El Tívoli, El Ibiza, El Victoria, El Moderno, El Bretón…), que todos hemos frecuentado a lo largo de nuestra vida, alternando por la Laurel, la San Juan, Muro de la Mata, El Espolón, Marques de Vallejo, San Agustín, Portales, Ollerías, Sagasta, Bretón de los Herreros, Avenida Portugal, calle Chile, Fundición, Vitoria, Labradores, Saturnino Ulargui, Gil de Gárate, Jorge Vigón… Alacid me saca trece años, los suficientes para que yo no haya conocido algunos de los bares que se citan en su libro. Antes del Epílogo, en el capítulo titulado El mejor bar del mundo, al hablar del Capri dice: forasteros abstenerse. Es muy posible que alguien que no sea de Logroño y a pesar de que no conozca ninguno de los bares aquí citados, leyendo este libro (en el caso de que se animase a hacerlo) pueda extrapolar sensaciones y emociones parejas a las del autor y ligarlas con otros bares de su tierra, pueblo o ciudad, pues hay algunos capítulos como Bares del fin del mundo, en donde Jorge se traslada a la localidad soriana de Caracena, que cifran bien ese mundo que conocimos y que está al borde de la extinción, tanto como lo están los porrones ese utensilio hogaño desaparecido de casi todos los bares o las bodeguillas, ante el imperio homogeneizador de las franquicias. A veces el texto también se convierte en una suerte de arqueología urbanística, cuando nos habla por ejemplo Jorge acerca de la creación de la Travesía del Laurel, hace un siglo, que permitía el acceso a la Laurel desde la calle Bretón de los Herreros, a la altura del Blanco y Negro, quien le disputa al Achuri el ser el bar más antiguo de la Laurel. Y hablando de bares centenarios mentar el Gurugú (fundado en 1909) en la calle de los Yerros, en donde dictamina Jorge que Begoña despacha «gollerías» a su fiel clientela. También es necesario hablar de las terrazas y como bien dice el autor, las terrazas, al igual que las bicicletas, son para el verano. Nos habla también Jorge autor del caldo que servían en los bares para calentar la clientela sus cuerpos ateridos de frío y que servían entonces de balde. Y sirve a su vez este libro para rendir su particular homenaje a las personas que están detrás de la barras de los bares así como también a sus propietarios. Figuras como Nuria, Iturbe, Demetrio, María Luisa…

Para los que somos de aquí, leer acerca de estos bares, cafeterías (y también chocolaterías como Moreno) es oír a una voz contarte una parte significativa de tu vida, o mejor, como charlar con un amigo en la mesa de un bar, tirando del hilo de la memoria y si este libro se lo lees en voz alta a los seres queridos más mayores, amigos o familiares, verás un brillo especial en sus ojos, quizás la caricia de un recuerdo, el cosquilleo de las primeras veces, incluso la sombra de una pérdida, pero siempre y en todo caso todo fue la celebración de la vida, y lo será mientras esto dure, porque como escribiera el poeta: ha sido una hermosa pelea y aún lo es, porque estas fueron, y son, nuestras maneras de vivir, beber y sobrevivir.

Jorge Alacid escribió estos textos disponibles en la versión digital de La Rioja, desde el año 2012, y a los que puso fin en mayo del presente año con este epílogo. La editorial Los aciertos ediciones ha permitido que una selección de estas entradas virtuales las tengamos ahora disponibles en formato papel.

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In memoriam. Posesiones de un exflamenco (Niño de Elche)

In memoriam. Posesiones de un exflamenco
Niño de Elche
Hurtado & Ortega editores
Año de publicación: 2020
132 páginas

Estos devaneos librescos, mi particular autobiografía de papel o diario de lecturas, va orillando toda la novelería (la cual aún hoy me sigue deparando alegrías, y pienso en Panza de burro, Centroeuropa, Imposible, El síndrome de Diógenes, La ciudad que el diablo se llevó, San, el libro de los Milagros, Vida económica de Tomi Sánchez, Nada es crucial, Canto yo y la montaña baila…) y se abre a otros horizontes, ensayos sobre el arte como Contra Florencia de Mario Coleoni, o de novela&arte como Línea de penumbra de Elvira Valgañón, biografías como la de Artemisia a cargo de Anna Banti o la de Robert Walser, El señor de las periferias a cargo de Jesús Montiel, me lleva incluso a sonetos de una monja mística riojana, Sor Ana de la Trinidad en Dolor humano, pasión divina e incluso sin poner freno a una curiosidad insaciable me veo leyendo una biografía-ensayo de un torero (Urdiales) de Ánjel Fernández y finalmente, hoy, las posesiones de un exflamenco llamado El Niño de Elche, al cual conocía únicamente por su reciente colaboración con Los Planetas.

Ni el toreo ni el flamenco son santos de mi devoción, pero reconozco que hay ahí cierto misterio que me interesa.
En la portada, el Niño de Elche (Francisco Contreras Molina) sale ataviado con una camisa, que en la expresividad corporal del sujeto asemeja una camisa de fuerza. Sus memorias se componen de capítulos cortos de una, dos o tres páginas, hasta sumar algo más de 120. Entremedias algunas fotos similares a las de la portada, en las que se aprecia cierta mudanza y espíritu de performance. No me parece que sea esta una autobiografía al uso, quizás porque no lo es y resulta más un sumatorio de posesiones que pueblan su carro de chamarilero, recuerdos que a menudo son más una memoria de la sensación, recuerdos engastados que no siguen un orden cronológico.
El texto es algo más parecido al Me acuerdo de Perec, aunque con más cuerpo. El Niño (ahora adulto) recuerda su paso por los tablaos (jornadas en la ciudad condal en las que acababa exhausto), la primera vez que enarboló una guitarra a los ocho años, su primera paguita tras una actuación, la cosecha de los primeros aplausos… también el sentirse un mono de feria, explotado por dueños de locales que le dejarán a deber (y también ayuntamientos como el de Torrevieja) o formando parte de un reality show en la televisión andaluza que sacará lo peor de cada familia. Todos muy flamencos.
Si nos atenemos a la portada, El Niño de Elche (no de El Ché, aunque se sienta muy comunista y muy de izquierdas) es un exflamenco si bien sigue siendo cantaor, ojo, no cansautor.

Leyéndolo no parece la suya la infancia de un niño prodigio, aunque parece ser que sí lo fue. Esto le acarrea ir obteniendo premios desde que deja de ser un churumbel, a los dieciocho años, como cantaor, ya tenía una peña con su nombre. Premios y becas como la concedida por Fundación Cristina Heeren. En Elche (una de esas ciudades que parece que al igual que Teruel tampoco existe: –Niño de Elche, ¿de dónde eres?. Es una pregunta que mucha gente dice formularle, sin parar mientes en toponimias) sin tradición flamenca es una rara avis. La beca le permite salir de Elche e ir a la patria del flamenco: Andalucía. Aunque parece que el idilio dura poco. Su espíritu iconoclasta y expansivo, sus performances, una creatividad difícil de domeñar, parece no amoldarse al flamenco de toda la vida cuando enseña la vena más recalcitrante y deja al autor como un enfant terrible, quizás porque los patrones están para saltárselos.

Los textos, canto hondo de su prosa, los siento impregnados de una melancolía y nostalgia más propios de una edad otoñal y por tanto impropios en alguien que ahora tiene 35 años (si bien es cierto que no depende tanto del número de años sino del número de experiencias vividas y pienso en Rimbaud o en su antagonista, Balzac, que escribió de la vida en cantidades ingentes sin apenas haberla vivido), y al que si todo le va bien tiene mucha más vida por delante que por detrás, pero el autor siente que la vida se va, que nada se repite y rememora a su abuela, cuando escuchaba en la SER las voces de Antonio Mairena, Juan talega, o Manuel Agujetas, la música flamenca en los casetes del coche, casetes que vendían en las gasolineras, las innumerables fiestas flamencas a las que tuvo la suerte de asistir, y el éxito (echando la vista atrás) parece consistir para él en el reconocimiento de los suyos: todos aquellos que apreciaron pronto sus dones y se alegraron por él. Aunque no es un camino fácil. Escribe el autor: Es justo querer vivir de algo que realmente sea rentable.
Con todos estos artistas la pregunta que me hago es cómo lograrlo sin traicionarse a sí mismos. Cómo soportar, por ejemplo, el estar cantando durante dos horas ante un japonés dormido.

Desnudarse significa quitarse nudos, pero también portar tus vergüenzas al aire. Una máscara que consiga que el rostro no se caiga por motivo del bochorno será tu gran compañero.

En la escritura el autor se va desanudando, desenmascarando, hasta lograr finalmente descamisarse.

Entendida entonces aquí la escritura como algo terapéutico, liberador, una onda que será expansiva y tendrá sentido en tanto llegue al lector y su lectura se convierta en escucha activa.

Y ahora Que os follen. Que no lo digo yo, que lo canta el Niño de Elche.

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El síndrome de Diógenes (Juan Ramón Santos)

El síndrome de Diógenes
Juan Ramón Santos
Fundación José Manuel Lara
Año de publicación: 2020
83 páginas

La última novela de Juan Ramón Santos (Plasencia, 1975), El síndrome de Diógenes, se alzó con el XXXIX Premio de Narración Corta Felipe Trigo. Hablamos de un texto de setenta páginas, a medio camino entre el relato y la novela.
Creo que conviene conocer, aunque sea someramente, la figura de Diógenes de Sínope y la escuela de los cínicos, para sacarle toda la sustancia a esta jugosa narración. Alejandro Magno, por ejemplo, aquí muda en Ministro.
El arranque es prometedor. A un señor le da de pronto por ponerse a ladrarle a las señoras que no soporta en su ciudad de Pomares. Una gamberrada más propia de los años de juventud dos décadas atrás.
El ladrido bien puede ser la punta del iceberg, el mojón que marque el punto de inflexión, o de caída libre. Al igual que el pretérito Diógenes, nuestro protagonista, a su manera, también se enfrentará al sistema, no tanto con la idea de oponerse a él para derribarlo, sino más bien como una vindicación de su propia naturaleza, que busca mayores cotas de libertad, en pos de un despojamiento que le supone tomar distancia de la comunidad, de la de vecinos en particular y de la otra en general, aboliendo para sí las normas sociales que rigen y constriñen nuestra conducta y los impulsos sexuales, que él superará abriéndose al cancaneo, manando placer a raudales. Pero todo tiene un precio.
Si a Diógenes le estaba reservado el desprecio público por parte de una comunidad que no asumía sus desaires, salidas de tono, provocaciones, ni entendía su austeridad, su desprecio hacia las posesiones materiales, la riqueza, ni la dependencia hacia tantas cosas que brinda la civilización, nuestro cínico protagonista también habrá de arrostrar lo suyo, y después de lectura de El verano del Endocrino, constato que Juan Ramón sigue gastando el mismo humor e ingenio, aquí más constreñidos a las servidumbres de un texto más corto y por tanto más tensionado, pulido al detalle, cundido en su brevedad, texto que incluso creo capaz de escandalizar, pues su personaje no es un plato de buen gusto, ya que se sitúa al margen, en las afueras, en el otro lado, desde el que poder criticar comportamientos y actitudes: toda esa hipocresía y falsedad sobre la que se construye una moral con pies de barro. Y ahí las puyas de nuestro cínico contra sus compañeros de claustro, contra su exmujer, contra todos aquellos que lo dejan en la estacada a las primeras de cambio. Un cínico que aullará a la luna su desconsuelo. Pero bueno, nuestro cínico no es Diógenes, estos tiempos no son aquellos, y al final como se suele decir siempre hay un roto para un descosido, incluso un ladrido anejo como promesa de un futuro.