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Párpados (Toni Quero)

En algo menos de cuarenta páginas, ya se nos desvela la historia que pesa sobre los protagonistas, sus devaneos amorosos, las heridas que se lamen, por qué razón están en el Delta del Ebro. Así buena parte del suspense e intriga que podría tener la novela se ha disipado a las primeras de cambio, en un afán por contar, tan explícito, que parece que las palabras, como tizones, queman y hubiera que soltarlas a toda prisa, cayendo en el papel, construyendo frases cortas, que dotan a la narración de fluidez y poco más.

Tiene lo suyo que un libro en el que los dos personajes, un chico y una chica, un fotógrafo y una pintora, pasen tras abandonar el Delta dos meses viajando por España, Francia, Bélgica, Alemania, Dinamarca y Suecia, resulte tan aburrido, cargante y plomizo. No le vamos a pedir a Toni Quero (Sabadell, 1978) que sea Bruce Chatwin o Patrick Leigh Fermor, pero sí que alimente su relato de algo de intriga, de emoción, de chicha.

La voz que narra, la de él, es totalmente insulsa, la de Duna, le va a la zaga. Personajes muy deslavazados los dos. Ambos repelen el conflicto, el diálogo. Como cuando vamos en un tren de alta velocidad mirando por la ventanilla, y todo pasa ante nuestros ojos de una manera tan rápida, que apenas podemos asimilar algo de lo que vemos, reducido todo a un escorzo, algo parecido me sucede con este libro, que no deja ningún poso, nada mencionable.

Los personajes que pululan por la novela, son todos ellos episódicos, aparecen y desaparecen sin pena ni gloria. No vemos cómo el viaje les afecta interiormente, solo que él se siente dolido porque ella le dejó (!malditos Erasmus!), le puso los cuernos, y luego tras un intento de suicidio volvió a él, como un segundo plato recalentado.

Como todo este viaje no les conduce a ninguna parte -ni a ellos ni al lector- al final hay que acabar de alguna manera y Toni opta por el golpe de efecto, esperado por otra parte, pues Duna como su nombre indica tiene una naturaleza tan volátil como etérea.

Galaxia Gutenberg. 2017. 220 páginas.

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Conjunto vacío (Verónica Gerber Bicecci)

Hay cosas, estoy segura, que no se pueden contar con palabras. Esto aparece en el libro de Verónica Gerber Bicecci (Ciudad de México, 1981). Una reflexión que la autora lleva a la práctica, empleando no sólo palabras, sino también diagramas, lenguajes inventados (cambiando el orden de las sílabas), para expresar el exilio, la desaparición, el fracaso amoroso.

La que narra es una hija, con su madre desaparecida. Sufre el mismo desamparo que su hermano. La suya, una mirada que va del cielo al infinito. Del telescopio a la introspección de un pasado correoso. El tiempo en sus manos como una masa madre que moldear.
Una relación amorosa que renuncia a llamar a lo suyo principio de algo, a fin de evitarse así los finales.

Me ha parecido una novela tan singular y arriesgada como anodina.

Pepitas de calabaza. 2017. 199 páginas.

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La presencia pura (Christian Bobin)

Si los libros valiosos son aquellos que nos enseñan a mirar de otra manera, este de Christian Bobin es uno de ellos.

Bobin se enfrenta a la enfermedad de su padre, el alzheimer y reflexiona sobre cómo la sociedad dialoga con la muerte, siempre orillándola. Cómo el progreso, los avances técnicos y tecnológicos, permiten un control exhaustivo de la enfermedad, dejando al enfermo de lado, al menos en el plano emocional, afectivo.

Su padre va a parar a una residencia donde recibe los cuidados básicos, pero Bobin reivindica aquello que nos hace humanos: la atención, el afecto, una mirada, una caricia, un silencio compartido, dado que la indiferencia ajena nos despersonaliza y nos convierte en objetos.

En esa mente en ruinas que el alzheimer va devastando, Bobin, entiende esa pérdida, ese despojamiento como un tránsito hacia la pureza, hacia esa situación en la que ya no hay defensas, ni asideros. Un lugar donde los recuerdos y el lenguaje ya no son posible, un territorio virgen por tanto, donde la relación afectiva, cambia, y donde el enfermo, necesita compañía, la presencia del otro, algo tan sencillo como verse acompañado, aunque como dice Bobin, por parte de muchos cuidadores y profesionales médicos tenga que escuchar, que de poco sirve estar al lado de alguien con la cabeza ida.

Si interesante es casi todo lo que Bobin refiere sobre la enfermedad de su padre, igual de interesante es la entrevista que le hacen a Bobin, donde sigue este dando la importancia que cree que merece a algo como la atención. Y pone el ejemplo de un filósofo que en su compañía estaba mirando a menudo el móvil, viendo así si le entraba algún mensaje «urgente«. Dice Bobin que cuando está con alguien, compartiendo su espacio, hilando sus miradas, lo urgente es el otro, a quien se ve en la obligación, que no es tal, de prestarle atención. Razón lleva Bobin, porque hoy las redes sociales, nos ponen en contacto con personas a las que no conocemos, y es posible que nunca conozcamos presencialmente, mientras depauperan las relaciones con nuestros seres más cercanos, más próximos, más queridos, que nos ven emboscarnos y precipitarnos por toda suerte de pantallas, que nos evaden tanto como nos separan de los afectos más inmediatos.

Las fotos en blanco y negro, de Maribel Suárez, que cierran el libro, esos rostros surcados de arrugas, curtidos, sarmentosos, como una faz de la tierra hollada y exhausta, son de una belleza .

Un libro este de Bobin -autor al que quiero seguir leyendo- cuando menos conmovedor.

Dejo unos párrafos que he disfrutado especialmente.

«Es imposible proteger de la desgracia los que queremos: he tardado mucho tiempo en entender una cosa tan simple. Aprender siempre es amargo, siempre a nuestra costa. No me arrepiento de esta amargura».

«Necesito siempre algunos minutos para ir a su paso y unirme a él en esa lentitud propia del principio y el final de la vida».

«El árbol delante de la ventana y las personas de la residencia tienen la misma presencia pura -sin defensa alguna ante lo que les sucede día tras día, noche tras noche».

«En este mundo que no sueña más que con la belleza y la juventud, la muerte no puede venir más que a hurtadillas, como un servidor desagradable al que se le hace entrar por la cocina».

El Gallo de oro. 2017. 120 páginas. Traducción de Alicia Martínez

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Los senderos del mar. Un viaje a pie (María Belmonte)

La bilbaína María Belmonte Barrenechea debutó hace un par de años con su magnífico libro Peregrinos de la belleza: viajeros por Italia y Grecia. Allí, María dotaba a esas figuras reales de vida y sí, las hacía bailar sobre el papel.

En Los senderos del mar, un viaje a pie, la protagonista –a lo Montaigne- es ella, si bien los datos autobiográficos afloran someramente, y no son lo más importante del texto y tampoco lo mejoran, si bien creo que ayudan a personalizar el relato, en una suerte de recorrido sentimental, donde María rememora a su madre muerta, a sus abuelos, alguna velada romántica, su etapa adolescente en Biarritz, escenas de pánico pirenaico, etc.

Si nos ceñimos a las cinco excursiones a pie que María emprende por la costa vasca, comenzando por el litoral francés, en Biarritz y finalizando en Bilbao, esto daría para apenas media docena de páginas, que podrían encajar bien en un artículo de alguna revista dominical, acompañándolo con las bellas fotografías que aparecen en el libro.

Costa vasca francesa

Si el libro se extiende más allá de las 200 páginas es porque la autora, a base de digresiones, enriquece sus caminatas a pie con toda suerte de anécdotas, datos, informaciones, ya sean –entre otras- de contenido histórico, paleontológico, mitológico (como en su visita a Guernica), geológico, astrofísico, biológico (¡qué interesante lo que nos refiere sobre los árboles!) y prosaico. De tal manera que María nos puede hablar de cómo se forma un arco iris, de los albores de la hidroterapia con las divertidas anécdotas de los baños acontecidas en el Balneario de Gräfenberg, de la caza de las ballenas siglos atrás, las andanzas náuticas de Elcano (que tan bien plasmó Sergio Martínez en su novela Las páginas del mar) del modo en el que las playas pasaron de ser campos de trabajo a lugares de ocio y recreo y la llegada de los primeros bañadores, los carromatos regios que gastaban las reinas de antaño, de la potencia naval que fue el País Vasco en el siglo XVI donde en Terranova los lugareños hablaban en vasco, de los incendios que asolaron San Sebastián, de aquellos que como Josetxo Mayor dedican el tiempo libre que les brinda la jubilación para adecentar una red de senderos e incluso aparecen en estas páginas el levantador de piedras Perurena, el corredor escalador, Kilian Jornet (quien finalmente fue y regresó con éxito del Everest. En el libro, esta aventura no había sido materializada, aún), o nos enteramos, si es el caso, de la capacidad natatoria de Lord Byron, quien fue el primero en cruzar a nado el estrecho de los Dardanelos y a quien esta proeza según nos cuenta le satisfizo más que cualquier otro parabién del que la literatura le hiciera acreedor.

María transmite bien su entusiasmo y esa sensación que experimentamos ilusionados al internarnos en un sendero, con una mochila a la espalda y un espíritu vivacqueante, a medida que el camino y sus desniveles nos desgasta y erosiona, al tiempo que nos renueva y vigoriza.
Es clave lo que apunta de educar la mirada. María no solo camina, su acción va mucho más allá de ser una actividad física lúdica, dado que en la medida en que conozcamos y nos interesemos por el hábitat que nos rodea, y este deje de ser un decorado, para pasar nosotros a formar parte activa del mismo, sabremos escuchar el latido de la naturaleza y sacarle todo el jugo a la flora, la fauna, la ornitología, la geología, etc, que nos circunda. El capítulo de los flysch es muy ilustrativo, porque donde nosotros no vemos otra cosa que rocas, los geólogos ven allí la historia del planeta capeada y laminada.

Se cita al ineludible Thoreau, ambientalista y caminante, si bien María no la veo como una perfecta salvaje, pues disfruta ésta de las comodidades del progreso, de una conversación amena, de la compañía de un guía, de una cena regada con un buen vino blanco, de una recuperadora noche bajo techo, huyendo de la oscuridad y de los parajes desolados a cielo abierto, pero creo que su lectura sí que nos permite desterrarnos de nosotros mismos durante unas horas, no sé si alcanzando la felicidad, pero sí algo parecido a la placidez, a una alegría serena, alimentando a su vez nuestra curiosidad –poniéndome en el horizonte unas cuantas lecturas: Patrick Leigh Fermor, Richard Fortey, Philip Hoare, Rachel Carson…-, y para quienes tenemos la costa vasca a tiro de piedra, a apenas dos horas de coche, nos da pie para fantasear con recorrer el día menos pensado los senderos del mar de María, con su libro en ristre y el ánimo inflamado.

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