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Catálogo de formas (Nicolás Cabral)

Como si se tratara de La parte por el todo del programa Saber y ganar, los más avispados, viendo la portada quizás se hagan una idea de por dónde van los tiros. El resto, entre los que me incluyo, descubriremos al finalizar el libro que esta novela de Nicolás Cabral (Córdoba, Argentina, 1975) ficciona la vida de un arquitecto, un tal Juan O´Gorman. Salvando este detalle, que según como se mire puede ser fundamental a la hora de drenar el texto, me gusta lo que Cabral hace, mediante un estilo conciso y austero, con frases muy cortas, con capítulos muy parejos en cuanto a su extensión: apenas dos páginas cada uno. Personajes que son arquetipos, universales y me temo que intercambiables, quienes erigen una polifonía de voces como teselas, ante la que es posible que acabemos bastante despistados, afanados en saber quién es quién. Sí, parece que la cosa va de pruebas a superar.

No me quitaba de la cabeza durante la lectura de la novela, Corrección de Bernhard, que aparece en las notas finales, con quien el Arquitecto comparte ese anhelo de evadirse, la obsesión por su Obra como su razón de ser y el continuo replanteamiento y enjuiciamiento de la misma.

Siento curiosidad por leer Las moradas, y no las de Santa Teresa, precisamente.

Editorial Periférica. 2014. 101 páginas

Abel Hernández

El canto del cuco. Llanto por un pueblo (Abel Hernández)

Si recordar es volver a pasar por el corazón, así los recuerdos de Abel le permitirán vivificarse, aventar su pasado, desmortajarlo, actualizarlo y confrontarlo con el presente.
Abel, en 2012 bucea en su pasado para volver mental y físicamente a Sarnago, al pueblo de su niñez, en las Tierras Altas de Soria, recuerdos que se alimentan del olor a pan recién hecho, de las copiosas nevadas que propiciaban el aislamiento, del canto de los pájaros, las inveteradas tradiciones, la gran figura de los médicos de cabecera o de los maestros de escuela, aquellos años de pobreza, de austeridad, de duro trabajo, dulcificados por la infancia, recuerdos que brotan con una terminología que nos puede resultar extraña, desconocida, al leer palabras como andosca, bizcobo, cestaño, calambrujo, caloyo, duerma, gamella, magüeta, letuja, marcil, pegujal, támbara, tentemozo, úrguras y otras muchas palabras que podemos consultar en el postrero Glosario. Los recuerdos de Abel hablan de un mundo que sabe ya casi extinguido, porque el despoblamiento rural es un hecho, y cada día son más los que abandonan los pueblos que los que regresan. Un regreso que muchas veces bebe más de lo romántico que de lo práctico.

Años de la niñez, donde había ocasión para las buenas lecturas, aunque fuera como escuchante.
La hora del cuco

Al hilo de esta lectura tengo muy presente otra, la de Paco Cerdà y su libro Los últimos. Voces de la Laponia Española (en el último capítulo del libro de Abel, ¿Nos vamos al pueblo?, como en el libro de Cerdá, aparece Maderuelo, donde se recoge el testimonio de una pareja madrileña que decide dejar la villa de Madrid para instalarse en este pueblo segoviano de poco más de 100 habitantes) y La lluvia amarilla de Llamazares. En este libro de Abel, también nos cuenta cómo un pueblo perdió también a su último habitante. La muerte de un pueblo, la de Valdenegrillo.

Abel cree que el cierre de una escuela es la puntilla al pueblo, aquello que certifica su defunción. No le falta razón. Sin escuela, las familias buscan otros pueblos donde instalarse.
La algarabía de los niños y el olor a pan recién hecho dice Abel que son las dos cimientos rurales, y esto ya es agua pasada. Los niños se han ido y el pan es congelado. Nada queda ya de las antiguas profesiones que conoció en su niñez: guarnicioneros, capadores, cesteros, amolanchines…

El pan y la nieve son el mejor reclamo de la memoria dice Abel. El tono es melancólico (la historia del burro me trae en mientes como no puede ser de otro modo, Al azar, Baltasar), trata a veces de ser alegre, de festejar los agostos en los que los pueblos se pueblan de gente -de paso- y luego todo queda como estaba, pueblos como cascarones vacíos, usado únicamente en los meses de veranos y festividades. Pueblos vacíos, abandonados, cubiertos por el manto del olvido, cuyo paisaje se ve pespunteado y ajado por molinos de viento, su vientre horadado por empeños como el fracking. Ni el paisaje son capaces de dejar en paz, dice Abel. Acierta. Así somos.

Abel Hernández. Gadir Editorial. 2014. 206 páginas

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Memoria del vacío (Marcello Fois)

Como se dice en la Biblia, hay que dar de beber al sediento. En caso de no hacerlo, atente a las consecuencias. Así Stocchino.

Marcello Fois (Nuoro, 1960) indaga en la figura de Stochino, sardo convertido en leyenda, a consecuencia de sus crímenes y su capacidad para huir reiteradas veces de sus captores. La figura de Stocchino como se refiere al final de la novela, podría ser la de un santo (pendenciero); una existencia llena de luces y sombras.

Stocchino, viene a este mundo a pesar de los deseos de su madre Antioca, que no quiere más hijos. Un nacimiento maldito, como le hace saber, cual vaticinio oracular, una parroquiana a Antioca, pues el niño es un lobo con piel de cordero, en cuyo interior mora la bestia. Stocchino falsea su fecha de nacimiento y así se enrola a los 16 años en el ejército italiano, para luchar en la Primera Guerra Mundial, primero en territorio africano y luego en Gorizia, (en la hoy frontera de Italia con Eslovenia) contra el ejército austriaco. Su valentía o temeridad, ese encararse con la muerte a pecho descubierto lo convierten en un héroe local. Eso en teoría, porque los caciques locales se la tienen jurada. Un odio que viene de antiguo, que comenzó cuando yendo Stocchino con su padre, Felice, al regreso de un bautizo, de noche, piden agua en casa de un tonelero, y este les niega la caridad líquida. Esa falta de humanidad, de solidaridad, prenderá el pedernal en su interior, la llama del odio en Stocchino, que desde ese día solo se alimentará de venganza, en su empeño de hacerle pagar esa ofensa al tonelero y a todos lo que son tan despreciables como él. Esas diferencias no se resuelven hablando, palabras inermes ante el odio mutuo, ancestral, propio de un bucle infernal que solo entiende de cuchillos, de sangre derramada.

Cuando Stocchino deja el frente, la guerra, la suya particular sigue. A su alrededor se acumulan las muertes familiares, ora su padre, ora su hermano Gonario, asesinado, ora su madre. La destrucción se ve compensada por el amor que le tributa Mariangela, aquella niña que le salvó de niño, cuando Stocchino se precipita por un barranco y acaba yendo a parar a un arbusto que sobresaliendo de la vertical lo acoge en su seno, como el nido al polluelo.

Fois pergeña una historia muy entretenida, subyugante, palpitante, muy vívida y embravecida, sumida del espíritu de las tragedias griegas, pero ambientada bajo los cielos sardos, y ya sea en los escenarios bélicos donde uno siente silbar las balas alrededor o la bayoneta sajando un cuerpo -en esas guerras que son máquinas de picar carne humana- o bien en las escenas que transcurren a campo abierto o en el interior de una gruta, donde Stocchino es ya poco más que una fiera acosada y hostigada (por cuya cabeza, el mismísimo Mussolini fijaría una recompensa astronómica), son los abismos interiores, los precipicios sin fondo, la insondable soledad, la imposibilidad sempiterna, el vacío que lo va tomando todo, lo que tan bien explicita Fois, dando vida, exhumando la figura del forajido, bandolero, desgraciado, malhadado, matarife y justiciero Stocchino, a quien no le dieron de beber de chico y esa sed -ulteriormente de venganza-, ya no se aplacaría nunca. Un Stocchino siempre en caída libre, ya desde su nacimiento.

Una figura grande, muy grande la de Stocchino (que dicho sea de paso me trae en mientes, salvando las distancias, la figura de El Canícula Bayalino), la que pergeña Fois en esta espléndida novela.

No he tenido en ningún momento la sensación de estar leyendo un libro traducido, lo cual dice mucho de la labor de Francisco Álvarez.

Hoja de Lata. 2014. 270 páginas. Traducción de Francisco Álvarez Gónzález.

Marcello Fois en Devaneos | Estirpe

György Faludy

Días felices en el infierno (György Faludy)

La vida de György Faludy (1910-2006) fue, entre otras muchas cosas, azarosa, movida e intensa; el poeta húngaro cambió a menudo de escenario, en un marco histórico que comprende -de 1938 a 1953- los años previos a la segunda guerra mundial, la segunda guerra mundial y la posguerra.

Faludi deja Hungría acosado por demandas judiciales y ofensas a una potencia amiga y se exilia en Francia y permanece en París con su primera mujer desde finales del 1938 hasta junio de 1940, dieciocho meses en los que Faludy confiesa que no tuvo dinero ni para ir al peluquero, pero que le permiten conocer a otros exiliados de la talla de Ernö Lorsy. Ante el avance de los nazis y su inminente llegada a París deciden huir hacia el sur, hacia Biarritz, para luego desplazarse en un fatigoso viaje en barco hasta Marruecos.

La estancia de Faludy en Marruecos es un lapso de tiempo gozoso, donde se despoja de su moral, de su compromiso con el mundo en general y con la defensa de la Democracia en particular, liberado del dictado de un presente que a menudo ahoga, y se dedica a disfrutar de cada día, de los placeres que tiene a su alcance, de un ocio lenitivo. En Casablanca, en Tánger, Faludy descubre una vida más pura, más ingenua, más primitiva, dada a la indolencia, a la ociosidad, a los placeres carnales, donde lo que pasa allende las fronteras importa muy poco, donde Faludy siente su naturaleza vivificarse, dando rienda a su pasión, junto a Amar, con el que estará a un tris de mudarse a vivir al desierto. Las andanzas de Faludy por Marruecos -el espíritu del que el poeta se impregna-, me recuerda mucho a los personajes -mendigos y orgullosos- de Cossery -autor francés que también defendía a ultranza la ociosidad- que defendían la nobleza de su pobreza, confortados en su austeridad, en su falta de ambiciones materiales, en la defensa de algo más mundano como la conversación, sus tareas menestrales o el aletargamiento opiáceo.

La situación casi idílica que vive Faludy en Marruecos se ve dinamitada cuando se traslada en barco desde Marruecos a los Estados Unidos, a mediados de 1941, donde el capitalismo desmedido, la tecnificación cada día más exigente y un consumo convertido en una religión que ganaba adeptos cada día, lejos de seducirlo lo repelen, mientras él sigue anclado mentalmente en Marruecos, en las puestas de sol, en el ocio desmedido en la voluptuosidad física y espiritual de las que ha venido disfrutando durante el último año.

En Estados Unidos, el imperativo moral autoimpuesto le exige un compromiso que le llevará a fundar un periódico elaborado junto a sus compatriotas húngaros, y más tarde a alistarse en el Ejército americano, para embellecer su currículo, pues sería triste, dice Faludy, animar a defender la Democracia y la lucha contra el Fascismo y luego cruzarse de brazos cuando tiene la oportunidad de aportar su grano de arena en el desierto bélico. Su paso por la Guerra, no le acarrea ningún problema. Ya con la conciencia tranquila, aplacado su heroísmo de salón, decide volver -ya acabada la Segunda Guerra Mundial- a su país.

El regreso del hijo pródigo no es fácil. Faludy vuelve porque quiere ver a su madre de nuevo, pero todo lo que circunda a Faludy le desagrada y lo abate. Las heridas de la guerra siguen presentes en las calles, en las casas, flotando en el ambiente; Faludy ve disparos de bala en las paredes de su casa. Ve la biblioteca de su difunto padre -toda la familia de Faludy, salvo su madre han sido asesinados durante el conflicto bélico- y se pregunta desolado, si a eso se reduce la vida de un hombre: a un puñado de libros viejos sobre unas estanterías agujereadas.

Faludy no quiere comprometerse con ningún partido político, ni con el Partido Comunista Húngaro ni con el Partido Socialdemócrata, que se fusionarán en junio de 1948 dando lugar al Partido de los Trabajadores Húngaros.

El rechazo de Faludy hacia el comunismo lo expresa así:

Tenía la sensación de que algo de lo que había aprendido en mis clases de griego, de latín y de historia era la piedra angular de mi rechazo al comunismo. Cada vez que leía los textos o escuchaba los discursos de los jerarcas del régimen, las reglas precisas de la gramática latina me advertían de que los sujetos no concordaban con sus complementos, de que el empleo de los tiempos era a menudo incorrecto, de que el texto estaba plagado de impurezas. Impurezas no meramente formales, sino esenciales, porque el autor o el orador mentían con absoluto descaro, hasta acabar ahogados en sus propias mentiras. La poca lógica que había estudiado me inmunizaba contra sus argumentos, contra sus eslóganes, contra sus promesas, sus predicciones y estadísticas. El mundo grecolatino entero se alzaba como una requisitoria contra sus vidas pomposas, aburridas y angustiadas, desde sus incubadoras adornadas con retratos de Stalin hasta sus funerales profanos, donde el cadáver era menos que un pretexto para atacar a Truman en el discurso fúnebre. Vidas hechas de intriga y traición, tristes y desperdiciadas, llenas de historia desabridas de importada y nerviosa imposibilidad, carentes del más mínimo atisbo de honestidad, sensualidad, curiosidad, alegría o libertad. Sí, todo el mundo grecorromano se levantaba contra ellos, los cielos serenos de Homero, la sabiduría de Marco Aurelio, los idilios de Teócrito, los sepulcros del cementerio de Diphilon en Atenas, las eróticas de Catulo, los filósofos paseando por la Stoa Poikile; todo lo que había sido pensando, realizado, dicho o escrito en el mundo antiguo, incluso los frescos pornograficos y las maldicientes visibles aún en los muros de Pompeya.

Antes de esto el Ministerio del Interior pasa a ser del Partido Comunista y Faludy ve entonces cómo la AVO (Autoridad de Seguridad Estatal) va encarcelando a todos aquellos -no ya enemigos- sino poco entusiastas con el régimen, aniquilando toda oposición y sabe que él no tardará mucho en ir a la trena. Sus malos presagios se cumplen en 1949. En un país donde los presos no tienen ninguna garantía jurídica, donde se les detiene y después se les obliga a firmar confesiones -bajo amenaza de torturas- en las que los detenidos declaran ser traidores, lacayos imperialistas, espías, en resumen: enemigos del pueblo, queda expedito entonces el camino para conducirlos de las celdas o jaulas, al matadero, como si fueran reses o condenarlos a cadenas perpetuas o a trabajos forzosos.

A pesar de que Faludy no pierde el ánimo, el humor, ni la templanza -incluso en la celda valora la posibilidad de seguir ejerciendo su oficio de poeta y a falta de papel y lápiz escribirá sus poemas en su mente- lo que leemos es brutal, terrorífico, en la descripción de un régimen totalitario que reduce al ser humano a la nada más absoluta.

Tras su detención a Faludy no lo ejecutan, sino que es enviado a un campo de trabajos forzados. Allí lo que cuenta Faludy ya lo hemos leído en otros libros, pues la tragedia de éste es similar a la de todos aquellos que fueron internados en campos de concentración, de trabajos forzosos o de exterminio, ya fueran por los nazis o posteriormente por los comunistas. Ahí la naturaleza humana es pareja. Los carceleros son bestias y los detenidos, buscan la esperanza en cualquier parte, a fin de seguir peleando día a día y no desmoronarse, aunque su presente sea un infierno y el futuro muy magro. Faludy, a pesar de la brutalidad que lo circunda busca con su mirada los colores de las hojas, las copas de los árboles, todo aquello que suponga un soplo de aire fresco, en una atmósfera tóxica. Una mirada que se agosta al ver que los poco árboles que tienen a mano, son talados por ellos, para ser empleada la madera en el campo, dejando el paisaje cada vez más vacío: semilla de una mirada cada vez más estéril. Faludy escucha cosas tan increíbles que suceden en el campo que cree que no pueden ser menos que ciertas, dado que para concebirlas hubieran sido necesarias la penetración psicológica de Esquilo, la imaginación de Shakespeare, y la finura narrativa de Maupasant. Faludy experimenta una sensación de irrealidad. La manera de sobrevivir, pasa por conversar, por alimentarse de palabras, de mantener vivos los recuerdos. Así Faludy se entera de los motivos por los que esos hombres están allá confinados. En su mayoría por hechos absurdos, a saber, a Géza o Frente Frío del Norte lo detienen porque al dar el boletín meteorológico pronosticó «un frente frío desplazándose desde el nordeste con origen en la Unión Soviética«. Ese mismo día de la unión soviética vino una división soviética y Géza fue detenido. Otro pregunta en una reunión política si el Socialismo ya ha llegado o todavía va a ser peor y cae detenido.

El relato de Faludy no evade lo trágico, lo cruel, lo absurdo y la sinrazón en la que viven, pero es a su vez un canto a la humanidad, porque a fin de cuentas lo que le permite a Faludy salvar la vida, además de la buena suerte, es su templanza, su espíritu, su estoicismo, su empeño por mantener su dignidad, fortaleciendo su ánimo yendo al pasado y recordando, escribiendo poemas en su mente, compartiéndolos y leyéndolos a sus compañeros, forjando una amistad que es la que les une, hermana y sostiene en su tragedia común, en ese limbo en el que viven, en el que más allá de las ideologías todos se necesitan y a su manera se ayudan y se respetan. Cuando llega la noche Faludy y sus compañeros se juntan para hablar, porque son las palabras un alimento tan o más necesario que el pan, que las gachas, que la fécula que les mantiene al límite de sus fuerzas. Faludy es un resistente, pasan los meses, los años, y como dice ya en su final, hasta los propios guardas ya lo respetan, lo tratan como un animal de compañía al que se le coge cierto aprecio.

Faludy deja el campo en 1953 con un sensación amarga, porque sabe que irá caer en una democracia popular donde no tendrá ninguna libertad intelectual, que para él supone no tener ninguna libertad.

Faludy, haciendo gala de su humor socarrón titula su autobiografía Días felices en el infierno y donde otro hubiera puesto en la portada de su libro un alambre de espinos, o un barracón, Faludy, con su retranca, pone las casitas propias de una típica e ideal ciudad americana .

Dicen que la filosofía no sirve para nada. Dicen que la poesía no sirve para nada. Dicen. El caso es que a Faludy, la poesía, la palabra, le salvó la vida o le ayudó a mantenerla cada día.

Un testimonio el de Faludy muy necesario, una autobiografía espléndida, la que edita Pepitas&Pimentel con traducción de Alfonso Martínez Galilea. (less)