Andarás perdido por el mundo

Andarás perdido por el mundo (Óscar Esquivias)

Óscar Esquivias
2016
Ediciones del Viento
242 páginas

No os creáis nunca nada de lo que leáis en las fajas y asimilados de los libros. A no ser que digan la verdad, pero esto solo hay una manera de comprobarlo: leyendo la novela de marras.

Andarás perdido por el mundo

El autor, Óscar Esquivias, ha cogido 14 relatos ya publicados, los ha recopilado y Ediciones del Viento se los ha publicado.

Hay cinco relatos muy cortos, a cual peor. Dos se llevan la palma: Los chinos y Mambo. En una distancia tan corta, en manos del autor, el texto se consume sin suscitar el menor interés, entre naderías. De los relatos más extensos no sé si salvaría alguno. Es verdad que hay que hacer el humor a cada rato, pero aquí Oscar se desmadra de tal manera que el resultado en algunos relatos es una bufonada surrealista tras otra, como las que pergeña en El príncipe Hamlet de Mtsenk, o en esa especie de relato de espías, con barcos hundidos y cánticos disparatados que nos brinda Óscar en su relato más largo La última víctima de Trafalgar, donde echo en falta una mayor concreción. Sí he de reconocer que con el esperpéntico Radhamés, del relato El Chino de Cuatroca, me he reído, porque todo el relato es en sí mismo un despropósito y leer a un dominicano imitando a un chino hablando en castellano, cifra a las claras el humor que se gasta el burgalés, un humor que domeñado y al servicio de unas historias más sustanciosas, daría un mejor resultado.

Además, si los relatos deben ser el territorio de la imaginación fértil es frustrante ver cómo en tan pocas páginas el autor nos endiña dos padrastros malísimos, dos semillitas de las que brotarán luego los bebés, dos adolescentes que quieren escapar de su casa como sea. Tema aparte es la prosa del autor, que me resulta tan torrencial como insulsa, de ahí que donde unos hablan de estupor yo hablaría más bien de sopor, agravado además con ciertas digresiones que no parecen venir a cuento, valga la paradoja, que dinamitan el relato desde dentro y dejan el interés reducido a cenizas.

El autor deslocaliza a sus personajes, los sitúa lejos de nuestras fronteras y me resulta muy curioso leer un relato ambientado en una ciudad rusa donde se menta una y otra vez a las !ordenanzas municipales!. Da igual Mtsenk que Burgos. Lo que vale para uno vale para el otro. O esos jóvenes rusos que se recriminan mutuamente no haber dado «señales de vida» durante un tiempo. En fin, que la globalización es un (des)hecho consumado y yo me pregunto para qué sirve tanta abundancia de escenarios al escribir si luego todos los personajes, a cual de menor entidad, y que además parecen ser casi siempre el mismo personaje el que lleva la voz cantante, allá donde estos se encuentren y sea cual sea su nacionalidad, se expresan en los mismos términos.

Sin tener ni idea de qué iba el libro, cuando vi su portada poco después de su publicación, me pareció un libro destinado al público adolescente. No sé si este es su público objetivo. Es posible, porque la mayoría de estos banales relatos los protagonizan jóvenes voluptuosos que, como dice el título, quizás también andarán perdidos por el mundo, ya sea por capricho o como condena.

Camposanto en Collioure

Camposanto en Collioure (Miguel Barrero)

Miguel Barrero
Trea Ediciones
2015
118 páginas

El título ya nos da la pista acerca del contenido del libro. En la portada vemos a Machado, a su espalda el pueblo costero francés de Collioure, donde Antonio Machado está enterrado.

El autor, Miguel Barrero, a fin de recrear el periplo de Machado, decide hacer lo mismo; seguir sus pasos, con la vana ilusión de creer que sobre esas mismas pisadas experimentará algo similar a lo que tuvo que sufrir Antonio camino del exilio, en 1939.

Lo que Miguel nos cuenta da para un artículo de unas 8 páginas en un suplemento dominical, de esos que escriben tan bien escritores como Llamazares, Rivas, Vicent. Miguel, en lugar 8 páginas, se desparrama durante casi cien y ante tamaña extensión la narración va dando tumbos, apareciendo y desapareciendo, como ese río que todos conocemos.

Comienza entrevistándose con el poeta Ángel González, poco antes de morir éste; entrevista de la que apenas saca nada en claro, pues Ángel apenas recuerda nada del viaje que hizo décadas atrás hasta la tumba del poeta. Toma la decisión entonces de ir hasta Collioure, pero antes visita en Salamanca el Archivo de la Guerra Civil, donde Miguel, a lo Beevor, le toma el pulso a la guerra, con algunas cartas escritas por un soldado, que informa de su día a su día en misivas que envía a su familia regularmente. Así llevamos ya 25 páginas.

Una vez en Collioure el autor echa pestes del ambiente turístico «ese ritual de cuerpos mórbidos, puestos ambulantes de comida refrita y chiringuitos malolientes» y visita la cercana playa de Argelès-sur-Mer, donde llegaron a hacinarse cien mil españoles que huían de España y fueron allí confinados por el gobierno francés.

Se da la circunstancia de que Walter Benjamin, hecho preso en Collioure, que no quiere ir a parar a manos de los nazis, decide suicidarse dejando unas palabras para su amigo Adorno al que ya no vería más.

La tragedia de la guerra civil se plasma en el que considero el mejor párrafo del libro:

Es curioso que las consecuencias que tuvo la Guerra Civil para aquellos que la perdieron se resuman en el nombre de tres poetas (Federico García Lorca, Miguel Hernández y Antonio Machado) cuyas muertes simbolizan a su vez, los tres castigos supremos que tanto el conflicto como quienes se acabarían alzando con la victoria iban a infligir a sus adversarios: fusilamiento, cárcel y exilio.

En el resto de la narración el autor recrea lo que pudieron haber sido esos días de soledad y abandono de Machado y de su madre en Collioure, aliviada en parte esta soledad al trabar algo parecido a una amistad con un joven ferroviario, un tal Valls, y se explicita bien, la desesperanza que asola a quienes como sucede ahora mismo se ven obligados a consecuencia de la guerra a tener que abandonar sus casas, sus vidas, para vagar por caminos, con pocos enseres y un futuro, convertido en un término hueco.

Me encuentro algunas erratas como «conmemorar la memoria de los Republicados Españoles», «aquel grupo de judíos errantes a los que habían dado el alta unas jornadas atrás siguiera su marcha«.
Otra cosa que me choca es que si estuviéramos en el Siglo XV, podríamos decir que Collioure es un sitio remoto. En 1936, lo mismo que hoy en día, Collioure se encuentra a 20 kilómetros de la frontera, así que cuando leo: hemos venido a este remoto rincón del mundo a compartir una derrota, entiendo que el autor quiere remover al lector, llevarlo al desgarro, y está bien que se faje con la ignominia, la barbarie, la infamia que supuso la guerra cainita, pero vamos, de ahí a que nos haga ver que Collioure es un lugar remoto, no lo acabo de ver.

Interesante resulta lo que nos cuenta Barrero de George Orwell quien vino a España durante la guerra civil con mucha ilusión, para luchar por una causa que creía justa, y se fue desilusionado y después de escribir sobre lo que había visto y vivido, en su libro Homenaje a Cataluña, pasar a convertirse en enemigo de la causa comunista, y ver cómo los intelectuales, antes amigos, le retiraban el saludo y la palabra.

Para mí, la figura más notable del libro es Ana Ruiz, la madre de Antonio. A pesar de que ronda por la narración casi como un fantasma, el ver morir antes que ella a su hijo, lejos de su tierra, ya medio ida, preguntando si falta mucho para llegar a Sevilla, resulta una metáfora doliente de lo que significa el exilio.

Nunca vienen mal libros como este de Miguel, afanes como los suyos; nunca debemos dejar languidecer la memoria, ni dar la razón a esos que nos animan a no mirar nunca para atrás, a no remover el pasado dicen, presentistas a ultranza. Las próximas generaciones tienen que saber quién fue Machado y por qué está enterrado en Francia.

Al hilo de esto, lo más bello que he leído sobre lo que implica sentirte un exiliado fue leyendo el último capítulo de la novela Los extraños, de Vicente Valero, con un final en un camposanto que te deja, como mínimo, sin aliento.

La habitación del Presidente

La habitación del Presidente (Ricardo Romero)

Ricardo Romero
Eterna Cadencia
98 páginas
2015

Ricardo Romero nos ofrece una historia que se presume misteriosa.
En un barrio todas las casas disponen de una habitación destinada al uso del Presidente, quien puede ocuparla cuando le plazca. El protagonista es un niño, que anhela ver al Presidente y que un día verá cumplido su sueño. El Presidente, llega, se sienta, bebe, y deja la casa. El niño, primero es un niño en espera. Si el relato ya era mortecino, después de la visita del Presidente, lo que resta es casi una agonía, pues el resto de las visitas se suceden sin aportar nada nuevo al relato.

Es malo cuando una historia de suspense no ofrece suspense, o es de tan baja intensidad; cuando no hay misterio, o este apenas da de sí, cuando el niño, más que un personaje parece un holograma, cuando la casa no da el más mínimo miedo, cuando el Presidente es tan gris y anodino como otros Presidentes que tan bien conocemos.

Quizás todo este relato fantástico sea metáfora de algo y quizás ese sea el misterio de este cuento, quizás.

Hombres felices

Hombres felices (Felipe R. Navarro)

Felipe R. Navarro
Páginas de Espuma
2016
120 páginas

¿Conocen el poema de Bukowski El perdedor?. Dice así.

El perdedor

y el siguiente recuerdo es que estoy sobre una mesa,
todos se han marchado: el más valiente
bajo los focos, amenazante, tumbándome a golpes…
y después un tipo asqueroso de pie, fumado un puro:

-Chico, tu no sabes pelear, me dijo,
y yo me levanté y le lancé de un golpe por encima
de una silla;

fue como una escena de película y
allí quedó sobre su enorme trasero diciendo
sin cesar: Dios mío, Dios mío, pero ¿qué es lo que
te ocurre? y yo me levanté y me vestí,
las manos aún vendadas, y al llegar a casa
me arranqué las vendas de las manos y
escribí mi primer poema,
y no he dejado de pelear
desde entonces.

Este poema de Bukowski guarda relación con lo que leo una vez acabados los relatos del libro, después de la ineludible nota (los agradecimientos) y antes de la contraportada, algo que está ahí casi escondido, como esas escenas que siguen después de los títulos de crédito en algunas películas y que los que tienen siempre prisa por abandonar la sala de proyección se pierden. Se habla ahí de una sala de urgencias, de incumplir una promesa. Después de 15 años en el dique seco, Felipe vuelve a escribir, a publicar, y sobre esto especula primorosamente Miguel Ángel Muñoz en este artículo. Puedes correr a tu favor, pero nunca en tu contra, porque perderás seguro, dice Miguel Ángel y acierta. Escribir no deja de ser otra forma de pelear según Bukowski, y también de superar aquello que el autor comenta en los agradecimientos. «El que lleva una vida feliz no la escribe y se limita a vivirla». A veces, esa vida feliz, es más vida, como consecuencia de la escritura.

Antes de tener este libro entre mis manos, había ido leyendo otros relatos, de otros libros. Leía un relato, no me convencía y devolvía el libro a la estantería. Al final, comencé a leer este de Felipe, y empecé con el primero; Soy el lugar, en el que a un hombre, la pérdida de visión convierte su vida en un horizonte gelatinoso, poblado de fantasmas. Un relato lo suficientemente bueno como para proseguir con Orígenes del turismo, con un hombre arrastrando una piedra montaña arriba, una y otra vez. Podemos verlo como a un desgraciado, pero él es feliz. ¿Lo es?. Hoy esa piedra sisífica tiene tantas caras que no vemos la piedra. En Un modelo brilla el humor del autor, cuando al empleado de una gasolinera un cuadro de Hopper, plasmando una escena cotidiana, lo mandará al paro. Argos, nos aboca al pasado homérico. Vienen luego relatos más breves, de transición, y llegamos a Amarillo limón, para mí el mejor relato del libro. Esa mezcla de paternidad y fútbol me desarma. Después vendrán otros relatos, donde no faltará el humor, surrealista a ratos, como ese hombre que se enamora de una piedra, o ese otro que tiene una comunión tal con un coche, que vive siempre con el alma en vilo cada vez que lo tiene que llevar a un garage. Hay ocasión para la prosa poética en Te diré cómo lo haremos. Saca petróleo Felipe de algo tan anodino como el artículo 41 del Estatuto básico de los trabajadores, en su metaliterario La modificación sustancial de las condiciones de trabajo, y ahí se cifra su inventiva, su capacidad de sorprenderme, de convertir lo trivial en algo sugerente, apacible, luminoso, algo parecido al rumor de las olas que casi sentimos tras las límpidas ventanas en ¿Hacia dónde abre esta ventana?, al lamido de la luz que tan bien nos hace, porque estos relatos, aunque la piedra esté ahí, creo que invitan a la alegría, a la sonrisa o directamente a la carcajada, no desde la ñoñez o la sensiblería, sino desde la experiencia, desde la agudeza y la sabiduría, la de alguien, que con calma ha ido decantando un texto, hasta dejarlo limpio, pulido, diáfano, para ofrecernos párrafos como éste con el que concluye Tarde de circo.

«El hombre se pone a mirar la puerta de la casa, esperando oír el canturreo de las llaves, su roce en el mecanismo y el correr de la cerradura, las voces de ella y los niños tras la puerta a punto de abrirse: la alegría de un sonido familiar, reconocible, aún identificable la pieza, la canción, la melodía, la alegría de evitar aún el tarareo».

Eso es. La alegría de evitar aún el tarareo.

Ha sido ésta una lectura placentera, muy placentera. Celebremos pues el regreso de Felipe. Si me vienen con cuentos como estos, yo, encantado.