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La mejor de las vidas

La mejor de las vidas (David de Juan Marcos)

David de Juan Marcos
2016
318 páginas
HarperCollins

Leer La mejor de las vidas de David Juan de Marco (Salamanca, 1980), es volver a tener veintitantos, la lozanía de la juventud, el entusiasmo incólume, un horizonte fértil y promisorio.

La voz que narra es la de Nico, quien constata a diario que su presencia en el hogar no tiene nada que ofrecer contra la ausencia de su hermano pequeño, desaparecido misteriosamente. No es la primera vez que su hermano desaparece, pero esta va camino de
ser la definitiva. Nico entiende que la suya es una batalla perdida; el hogar deviene un amasijo de cuerpos dolientes, extrañados, el matrimonio es una maroma que deja de serlo, mostrando las fibras inertes de su ser; la madre ya también ausente, exiliada en su interior, atrincherada en el vacío, colmada de una nada que la ocupa toda, el padre buscando un mensaje desleído en las botellas alcohólicas de cualquier bar.

Como canta Sabina en su tema Viudita de Clicquot, “mi manera de comprometerme fue darme a la fuga”. Lo más fácil siempre será poner tierra de por medio y escapar, huir de todo, así Nico, quien se marchará a estudiar a Cambridge, donde podrá vivir otra vida, al menos temporalmente. Una vida que irá llenando de aventuras, experiencias, anécdotas, momentos primordiales; ese patrimonio vital que le permitirá, en el futuro, cuando eche la vista atrás, tener la sensación de que ha vivido, al tiempo que le faculta (o así lo cree) cuando regrese a casa para asistir al funeral de su abuelo, mirar por encima del hombro a los amigos que se han quedado, enjaulados estos en sus vidas grises, monótonas, satisfechos estos en el bucle de sus repetidas anécdotas, enfangados en un día a día que a Nico le resulta mediocre, toda vez, que él, victorioso, ha dejado a su familia, su casa, su país, y a ratos, hasta la presencia (que es una ausencia) de su hermano pequeño.

No falta el componente amoroso. Nico se enamora de una joven danesa, una veleta nórdica, difícil de asir, también ella con su tragedia a cuestas, porque la novela es proclive al tremendismo. Ella fue madre de una criatura que le arrebataron al nacer y trató luego de quitarse la vida, sin éxito. Luego vivir es un fracaso. A eso se aferra Nico, a un tragedia irresistible, a una cumbre borrascosa, a un tifón sensual que le impide hacer pie. Es ella la destinataria de la narración. Nosotros como lectores somos testigos de sus ires y venires.

Hay lugar también para la amistad. Nico encuentra en Cambridge y en las figuras de Gennaro (un italiano enfermo que le alquila una habitación) y en Pierre, dos amigos, dos confidentes, dos estímulos vitales; fuentes en las que abrevar.

Como parte de la historia transcurre en Cambridge, no pueden faltar las archiconocidas disputas fluviales entre Cambridge y Oxford. Pierre compite con Oxford y pierde y su fracaso es el acicate, el argumento que precisa éste para huir él también y hacerse cooperante.

Los jóvenes de la novela, siguiendo las recomendaciones del abuelo de Nico, quieren ver mundo, viajar, conocer y conocerse, exponerse al día a día, a lo incierto, hacer de la aventura su medio de vida, de la incertidumbre su estado de whatsapp, de la contingencia su segunda piel; una suerte de intemperie existencial, eso sí (en un principio) subvencionada.

Al compás de este espíritu viajero la narración va a salto de mata: arranca en Cambridge, pasa por Roma, sigue en Amsterdam y finalmente recala en París.

El autor se toma unas cuantas licencias poéticas que para mí son lo menos afortunado de la novela. Resultan muy aparentes, pero es un barniz que ayuda muy poco a la narración, a esto de contar historias, creo.

No faltan en la narración un surtido de películas y libros, metáforas de lo que sienten y sucede a los protagonistas; películas como Carros de fuego, El club de los poetas muertos, La dolce Vita, Qué bello es vivir o novelas como Viaje al fin de la noche, París era una fiesta, El Gran Gatsby, Rayuela, etc.

La toma a tierra de Nico es su abuelo Martín, para mí sin duda el mejor protagonista de la novela. Ante un tablero de ajedrez, Nico y su abuelo, juegan, se igualan, se hermanan, se reconocen, consolidan una amistad, y son las palabras del abuelo, los recuerdos que Nico tendrá de este, cuando ya no esté, una boya a la que aferrarse, cuando descubra lo puta que es la vida, cuando ésta deja de ser infinita y el porvenir es más magro que el pasado.

A pesar de que una vez que ponemos la pica en Flandes se abona ya el terreno para el folletín y el autor se juega desde ese momento (o quizás desde su comienzo, pero aquí ya va a por todas) toda la novela a la carta emocional, a machacarnos el lagrimal sin remisión, a ir cerrando el círculo y reunir a todos los personajes para la traca final, a pesar de un sentimentalismo exacerbado, a pesar de todo, a veces, uno solo puede como los remeros de la portada, dejarse llevar, dejar que todo fluya, porque qué cojones ¡Qué bello es vivir¡

Una historia solo es buena si se cuenta bien. Si no es así, se olvida, dice el sabio Martín.
Cierto.