tmp_4893-images(7)2030498548

Y eso fue lo que pasó (Natalia Ginzburg)

Natalia Ginzburg
Acantilado
2016
112 páginas
Traducción: Andrés Barba
Prólogo: Italo Calvino

Esta breve novela de Natalia Ginzburg (de soltera Levi) publicada en 1947 no había sido traducida al castellano hasta este año.

En muy pocas páginas Ginzburg compone un relato demoledor. El comienzo es letal. La protagonista nos cuenta que le ha disparado a su marido entre los ojos. Tras la confesión del asesinato, el relato da un salto en el tiempo y nos cuenta los pormenores de la pareja; un cúmulo de elementos, que si no explican la muerte del marido, sí que nos permiten hacernos una idea aproximada del infierno que supuso para la protagonista los años previos al crimen.

En La sombra del ciprés es alargada, un personaje le decía a su amada que era un milagro que dos personas coincidieran en el tiempo y en el espacio. Alberto, el difunto, no ha tenido esa suerte espacio-temporal y lleva enamorado desde hace años de una mujer que se casó con otro. Sufre por tanto de desamor, y luego cuando se casa con nuestra protagonista, sigue pensando en su amante, mantiene con ellas relaciones de amor y de odio, es infiel a su mujer, lo cual no hace sino consumar aún más la tragedia.

Nuestra protagonista se ve abocada al matrimonio con Alberto sin convencimiento, como quien junta dos tedios, dos soledades. Alberto ha perdido a su madre y no ve con malos ojos casarse con una mujer más joven, de la cual no está enamorada, lo cual no le supone ningún problema. Consumado el matrimonio, la llegada de un hijo siempre es una buena noticia. Alberto se desentiende de la criatura, y toda la carga es para la madre, quien sufre la precaria salud de la hija, la cual finalmente muere de meningitis.

La muerte de la hija, lejos de separarlos aún más, parece que obra el efecto contrario y de nuevo surge entre ellos algo parecido al entendimiento.
En esta novela no se folla, se hace el amor. Y mucho. Un hacer el amor que es un tren en vía muerta, porque ese amor que se hace no es tal, porque no hay amor en la pareja, sino todo lo contrario: desamor, desdicha e infelicidad. No sabemos si todos esos elementos son el sumatorio que impelen a alguien a empuñar un arma y volarle la cabeza a un marido.

Ginzburg no esconde el dolor, el desgarro, la pena, la tragedia, la muerte, pero lo hace de una manera tan sutil que es el lector el que evoca, el que completa, el que empatiza con esa madre y esposa tan desdichada, siguiendo los devaneos de la protagonista, siempre preguntándose si es buena esposa, buena amante, buena madre, si todos los matrimonios son así, si la vida que llevan los demás es mejor que la suya, si la infidelidad solucionaría algo, si viajar alivia la pena, si la infelicidad es un estado natural, inmanente a cada cual.

En uno de los ensayos de Las pequeñas virtudes, en Mi oficio, Ginzburg nos habla de su oficio como escritora y en qué medida la felicidad y la dicha nos hacen escribir de un modo o de otro. En 1947 Ginzburg había perdido a su marido recientemente. En otro ensayo El hijo del hombre, Ginzburg nos habla de que cuando uno tiene el miedo y la angustia metida en el cuerpo ya no valen las mentiras. Por eso la escritura de Ginzburg, alimentada por su tragedia personal, me resulta tan veraz, sincera y arrebatadora que conmueve.

Hartkaitz Cano

Circo de invierno (Harkaitz Cano)

Harkaitz Cano
Editorial Pamela
2013
144 páginas

Sorprende que una novela como Y eso fue lo que pasó de Natalia Ginzburg publicada en 1947 no se haya traducido al castellano (por Andrés Barba) y publicada por Acantilado hasta este año. Sorprende que una novela tan buena como El cuaderno perdido de Evan Dara, haya tardado 20 años en ser traducida. Sorprende también que el libro de relatos Circo de invierno de Harkaitz Cano, a pesar de ganar el Premio de la Crítica en 2005, no fuera traducido del vasco al castellano hasta el 2013. Leo que la versión original contaba con cuatro relatos más de los catorce que aparecen en la edición en castellano.

Los relatos suceden en distintos momentos temporales que se dilatan incluso durante dos siglos, como sucede en el que para mí es el mejor relato del libro, Momentos estelares de una silla. Las historias transcurren en distintas ciudades, algunas de ellos en París, en los años setenta del pasado siglo y cómo no ahí aparece Cortázar. Otros se ciñen a lo marginal, con parejas de amigos unidos en el arte de delinquir con el ruido de las manifestaciones y cierres de empresas como la banda sonora de su precariedad, parejas de amantes donde la infidelidad se torna una ciénaga, parejas de novios que no saben si seguirán siéndolo fiándolo su ventura en una alianza, hijos ya sin sus padres que sienten el crudo invierno aún más crudo sin la compañía paterna, enfermos de cáncer que tratan de lidiar con el tumor como quien trata con cualquier otro material de deshecho.

Asoman a estos relatos bajo el paraguas de lo metaliterario escritores como Hemingway (momentos antes de suicidarse), Cioran con sus aforismos, su pesimismo y su tumba, Cortázar, las grandes esperanzas de Dickens, Los hundidos y los salvados de Levi. Hay música en las canciones de Dylan, de Zappa y humor en el relato Elephant terrible con unos animales convertidos en asesinos, o no. No falta lo trágico, la violación, el ajusticiamiento, la muerte e incluso un relato en el más allá.

Leo que al traducir este libro al castellano a Harkaitz algunas cosas del mismo ya no le gustaban, pero que al ejercer de traductor no podía sino ceñirse al texto y ser lo más fiel al mismo. A pesar de que creo que Harkaitz es un buen narrador, los relatos me resultan irregulares, algunos sí que brillan a gran nivel pero otros muchos van poco más allá de la ocurrencia, de la anécdota, donde la chispa no salta.

La isla

La isla (Giani Stuparich)

Giani Stuparich
Minúscula
2008
124 páginas

Tenía ganas de leer más cosas de Giani Stuparich (1891-1961), dado que su novela Un año de escuela en Trieste me gustó mucho.

La isla es una novela breve, intensa y maravillosa.

Un padre en las últimas quiere que su hijo le acompañe unos días a la Isla en la que nació y vivió buena parte de su vida.

El hijo accede, deja las frescas montañas del interior y arrostra en la isla la luz blanquecina, el calor bochornoso, los mosquitos hambrientos, la compañía de pecios humanos en el inmueble donde se alojan y sufre al ver a su padre pasarlas canutas ante el simple acto de comer.

Stuparich tensa el relato -con una prosa descriptiva, registrando a la perfección no sólo el paisaje isleño, sino también muy agudo en el análisis introspectivo de las emociones y sentimientos del padre y del hijo- buscando los opuestos: la montaña fresca y la isla cálida, la decrepitud paterna y la lozanía del hijo, la alegría diurna y el pesar nocturno, la esperanza de una recuperación milagrosa y la constatación brutal del presente fúnebre, la vida contra una muerte que como si jugara ella también al escondite inglés se fuera acercando paso a paso hasta ganar el juego.

El hijo tratará de hablar con su padre, como si en las palabras hubiera algo parecido al consuelo, cuando al final la calma viene simplemente por la compañía, por la presencia del ser querido.

Dejar la isla y ver desde el barco como ésta mengua y se desvanece es una metáfora espléndida de lo que supone la pérdida de un ser querido.