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La negación de la luz (Juan Antonio Masoliver Ródenas)

La negación de la luz de Juan Antonio Masoliver Ródenas (Barcelona, 1939) recoge dos poemarios, La negación de la luz y El cementerio de los dioses. El título expone lo que luego leeremos, poemas que comienzan negando la luz, la existencia, la memoria, irrigados de sangre fúnebre, donde el poeta invoca el amor, la niñez, la juventud perdida y que tratará de recuperar regresando al pasado, evocando anatómicamente senos, nalgas, el vello del pubis femenino, cifrando así el deseo que fue y ya no es, el semen en la mano de entonces, “la demencia más dulce”, palabras con las que encontrar el camino de salida del laberinto de la memoria; el poeta busca en la escritura y no se encuentra, dice, y sus palabras son palabras al viento, que caen sobre el papel, con la gravedad de un pasado pétreo, lapidario, donde suenan cascabeles de osarios y donde el no futuro es solo un presente dilatado, agostado, mustio, sin horizontes, que frente al espejo se empaña con un aliento desvaído, luctuoso, ante la muerte que ronda por la periferia de la existencia y el poeta teje la existencia de ausencias, de nada, de olvidos, entrevistos en toda su plenitud, imaginando cielos de arena, desiertos de agua, saciándose de nada, comulgando ante el sagrario del cuerpo de la amada, extinta y calcinada ya por el tiempo.
No es lo que dijiste, pero es lo que oí, dice el poeta. No es lo que está escrito pero es lo que he entendido, en el espejismo del poema; la voz que he leído, la de un poeta comprometido con su verdad.

Juan Antonio Masoliver Ródenas en Devaneos | La inocencia lesionada

El mapa del tesoro escondido

El mapa del tesoro escondido (Mo Yan)

Cuando Mo Yan (Gaomi, 1955) recibió el Nobel dijo haberlo recibido por sus cuentos, se proclamaba cuentista y en dicho discurso además de hablar de su vida y de sus novelas, las dos caras de una misma moneda según él, intercaló también unos cuantos cuentos y en esta novela, mi primer acercamiento a Mo Yan, cuyo nombre traducido al castellano significa No hables -aunque hable por los codos- nos ofrece aquí una narración que irá anidando cuentos de todo tipo y de todas las épocas.

Aflora la escatología, ese cacaculopis que se plasma en pedos nauseabundos en un autobús, excrementos albardando unos intestinos para darles sabor antes de ser degustados, excrementos que han de ser ingeridos a modo de castigo, pelos de tigre que aparecen en una jiaozi, etc. Mo Yan se pitorrea tanto de los cuadros del gobierno como del funcionariado inoperante y mediante la conversación de dos amigos que se vuelven a encontrar pasados los años frente a un plato de jiaozi hablan de lo humano y de lo divino, y deviene puro disparate (todo lo que se cuenta es verdad y nada de lo que se cuenta es verdad, se nos avisa al comienzo) y se consuma al final el absurdo, hasta traer por los pelos -del tigre- el mapa del tesoro escondido del título.

Tendré que leer algo algo más de Mo Yan para cogerle el punto. No me veo capaz de afirmar que la lectura me haya dejado un buen sabor de boca, pero sí tengo claro que me bajo ahora mismo al japonés de la esquina a echarme a la buchaca media docena de gyozas.

Kailas editorial. 2017. Traducción de Blas Piñero Martínez. 113 páginas.

Un invierno en Sokcho

Un invierno en Sokcho (Élisa Shua Dusapin)

Hay novelas como Muerte de un silencio, Kanada o Tardía fama, por citar algunas novelas muy buenas leídas estos últimos meses, que validan a la perfección aquello de menos es más. Algo muy difícil de conseguir, pues la línea entre lo banal y lo trascendente o entre aquello que nos emociona o aburre es siempre tan fina que a la mínima pasamos de un estado a otro casi imperceptiblemente.

La narración de la joven Élisa Shua (Còrreze, 1992) es mínima, transcurre en Sokcho, un pueblo costero surcoreano muy próximo a la frontera con Corea del Norte, tanto que se refiere la anécdota fúnebre de una bañista que pasó sin darse cuenta a aguas norcoreanas y recibió un balazo letal a modo de saludo.

Es invierno y éste parece que no fuera a acabar nunca. Pocos parajes nos son tan tristes y desangelados como los lugares costeros desiertos y nevados. Allá está una joven trabajando como recepcionista en un hotel, aburrida como una ostra de 60 kilos, aherrojada a la figura materna, la única pescatera con licencia para manipular el potencialmente letal pez globo. La joven, franco-coreana, se siente interesada por la figura de un huésped, un ilustrador gráfico francés que viaja solo por el mundo, poblándolo de figuras que surgen de su mano, como esas figuras femeninas de las que la joven se siente envidiosa, por no ser ella la retratada, por no ocupar los pensamientos del artista.

Shua se vale de frases cortas, tanto que a veces parece hablar el lenguaje de los indios. Nada importante, porque Shua logra con muy pocas pinceladas retratar la vida de la joven: la relación con su madre, con su tía, con su novio (que dejará de serlo), con el ilustrador, sus masturbaciones, su hastío, su deseo de sentirse deseada, sus atracones, su viajar con la imaginación… viviendo ésta en un ambiente de pesadilla, de guerra encubierta bajo una aparente normalidad. A la espera estoy (estaba) de consumar la lectura La acusación, de Bandi.

Rocinante era una jaula de huesos porque Don Quijote le alimentaba con sueños en vez de con alfalfa. Libros como el de Shua hacen lo propio. Lo que recibimos aquí como alimento no es forraje, es otra cosa, quizás porque para decirlo con la joven de la novela, la he leído más con el corazón que con la cabeza. Ha de ser eso.

Alianza editorial. 2017. 126 páginas. Traducción de Alícia Martorell.