Manuel Rivas

Ella, maldita alma (Manuel Rivas)

No sé si el alma pesa 21 gramos, si es líquida o sólida, fría o caliente, alada o vermiforme, si es movimiento o inacción, no sé si el hecho de que se me empañen los ojos y se me trabe un tapón en la garganta leyendo estos relatos de Manuel Rivas (A Coruña, 1957), que me (con)funda de tristeza y de alegría, si todo esto guarda alguna relación con el alma o no. El caso es que hoy, día de los difuntos, pasé a mediodía por el Rastro de la plaza del Mercado de Logroño y me fui para mi casa con Ella, maldita alma, (con traducción de Dolores Vilavedra) y leyendo a la tarde estos relatos de Rivas me uno sin reticencias a la celebración de la vida que nos ofrece el autor gallego, a esa necesidad de reconciliación como la que llevan a cabo Chemín y Gandón en el vestíbulo del más allá, el reencuentro de un sobrino cura y su tío Jaime, que necesita confesarle algo que le permita expiar su culpa con un pasado acto bueno, el alcohólico que recuerda a su madre en un cine (visionando Capitanes intrépidos) al borde (que es derramamiento) del llanto, el joven marinero camino del Gran Sol, los cánticos de Sirena y desamores que amorran a otros marineros a la botella, aquellos emigrantes, en Caracas por ejemplo (Luego íbamos a una plaza que hay allí en Caracas, con una estatua de Simón Bolívar montado en un caballo enormísimo. Un país con una escultura así de grande, con un caballo tan bien hecho, debería marchar bien, pero en fin…), el niño que se desquita del hambre acumulada ventilándose camino de casa una barra de pan que lejos de acarrearle una reprimenda oral o física, recibirá la comprensión y el amor de su madre (si no es ella, ¿quién?) o aquel fantasioso marinero, O´Mero, que nunca lo fue.
Un puñado de persona(je)s, en suma, que conforman un puzzle tan emotivo como humano.

Manuel Rivas en Devaneos
El héroe
Las voces bajas
Todo es silencio
El periodismo es un cuento

Luis Mateo Díez

Días del desván (Luis Mateo Díez)

Un acercamiento a la biblioteca de un familiar me ha llevado a leer de nuevo -y del tirón- a Luis Mateo Díez, al que no leía desde 2006, cuando cayó El fulgor de la pobreza.

En Días del desván, publicado en 1997, Luis no se conforma con la sombra de los hechos, sino con los hechos mismos, que el autor rememora con meridiana claridad, a lo largo de treinta capítulos de cuatro o cinco páginas, cuyo título ya nos sitúa en el contenido de cada uno de ellos: El bosque, La nieve, La fuente, El pie, El preso, Hallazgos, La tiza

Los recuerdos le llevan al narrador a un pueblo en la montaña, al manto níveo del hibierno, con los ecos (o vozarrones) de un guerra fratricida que acaeció no hace tanto, donde el desván es la columna vertebral de la narración, pues para los niños aquella parte del inmueble les depara amparo, seguridad, al tiempo que les ofrece objetos que alimentan su curiosidad, o bien les sirve para guardar objetos tales como botellas de sidra, revistas de señoras. Para ellos el desván es su infancia, y una inocencia que se irá desbaratando con el paso y el peso de los años, filtrándose el misterio y lo fantástico a través de Ciro, un muerto que no se considera tal y que se les aparece desde el baúl del desván para contarles historias y entretenerlos, a esos niños que sufren los zarpazos de docentes agresivos (contradictorios también), que sienten el puyazo del deseo ante la contemplación del sexo opuesto que tratan de aliviar con los intempestivos juegos de médicos y enfermeras, extasiados con las primeras películas visionadas en un cine, los primeros bailes…

Como el profesor Arno, Luis también ejerce sobre el papel de miniaturista, para con una prosa desengrasada y en treinta piezas breves, hablarnos del esplendor, la alegría, la vivacidad, el asombro y la inocencia de una infancia que siempre dejamos atrás, idealizándola quizás, perfilándose como una Ítaca mítica, a la que sabemos que jamás podremos volver, cuando asumimos que la vida solo expide billetes de ida.

Fernanda Trías

La azotea (Fernanda Trías)

Publicada en el 2000 y reeditada ahora en España por la editorial Tránsito, recién creada, La azotea de Fernanda Trías (Montevideo, 1976) es una exploración sobre las taras humanas. He leído estos años un buen número de novelas y relatos de autoras como Fernanda Melchor, Mónica Ojeda, Guadalupe Nettel, Lina Meruane, Liliana Colanzi, Mónica Crespo, Andrea Jeftanovic, Ariana Harwicz, Samanta Schweblin, Vera Giaconi, Valeria Correa Fiz…, con un denominador común: el desasosiego y la incomodidad que generan su lectura.

La azotea es una pieza de cámara, narración circunscrita prácticamente a un inmueble (me recuerda al pausible relato de Morellón, El estado natural de las cosas), y la azotea del mismo, en donde la narradora encuentra algo de libertad. Nos desayunamos con un muerto, que luego son dos. Una vez llegado el final apetece volver a leer las dos páginas del comienzo para ver cómo Fernanda nos hurta en el mismo parte importante del fatal desenlace, que actúa como el típico golpe de efecto de cualquier película de suspense.

El resto de la novela, alargada sin necesidad (con personajes como la vecina hocicona o los policías, que aportan muy poca sustancia) nos sitúa ante una situación desquiciada en la que una mujer embarazada de su padre, trae a su hija a este mundo, lo cual no mejora nada, sino que lo echa, todavía más, todo a perder. La prosa resulta muy plana y acusa un tremendismo que no acaba de cuajar. Supongo que la idea es que el lector llegase a sentir cierta empatía por la desgraciada situación de la protagonista, de su padre, del pájaro en la jaula, de la infausta hija que viene a este mundo sin porvenir alguno. No es el caso y toda la novela se me antoja un cascarón vacío, que acusa un lenguaje muy plomizo y limitado. Dista mucho, en mi opinión, La azotea de La ciudad invencible, otra novela que leí de Trías y que disfruté mucha más que ésta.

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El fantasma de Canterville (Oscar Wilde)

El fantasma de Canterville, publicado en 1887, supone una vuelta de tuerca en la fantasmagoría libresca, por obra de Oscar Wilde (1854-1900), que nos presenta a un fantasma por el que acabaremos sintiendo lástima.
Una familia burguesa americana compra un castillo con fantasma incluido en la campiña inglesa, cuya presencia fantasmal no les arredra en absoluto, más bien al contrario, les resultará un entretenimiento, pues el centenario fantasma de Canterville tendrá que lidiar con toda clase de obstáculos, chanzas, afrentas físicas y psíquicas por parte de esta familia que se pitorreará de él a la cara y que no se lo tomará nada en serio. Un fantasma que a pesar de tener dones como la capacidad de atravesar muros y cualquier otro objeto, y la inmortalidad, también sufre el achaque de los huesos y las asechanzas, por ejemplo, de la humedad.
Superando el humor que recorre todos los acontecimientos del relato, el broche lo pone un final donde el amor está por ver si es lo que media entre la vida o la muerte, o si es lo que remeda a esta última, cuando Virginia, una de las inquilinas, con toda su pureza, juventud, bondad y amor, logre devolver al fantasma a manos de la muerte, a fin
de que esté alcance de una vez por todas el descanso que anhela.

Oscar Wilde en Devaneos
El Niño Estrella
El arte de conversar
La decadencia de la mentira. Un comentario