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Casas vacías (Brenda Navarro)

Casas vacías de Brenda Navarro (Ciudad de México, 1982) entronca con otras novelas como Las madres secretas de Mónica Crespo en las que la maternidad se convierte en un lastre, una condena. Brenda plantea la situación de dos mujeres unidas sin conocerse. A la primera le birlan a Daniel, su hijo de tres años, mientras éste juega en un arenero y la madre mira la pantalla de su móvil (adiós a la distancia de rescate). El hijo desaparece y ella no sabe si se ha ido o si lo han secuestrado.
El sacrificio que implica toda maternidad es para ella una condena, desearía no haber tenido a su hijo. No quería haber sido madre y entiende su maternidad como un error, agravado por el autismo de su hijo. El hijo sustraído va a parar a manos de otra mujer que ante la situación gravosa para ella de no poder ser madre decide apropiarse de un hijo ajeno. Así, Daniel, irá a caer en sus manos, mudando nominalmente en Lionel.

Los errores parecen sucederse de generación en generación de tal modo que la secuestradora cuando recuerde su pasado verá a su madre intentando ahogarla en la pila mientras la baña, a su madre confesándole que su hermano la violó (su padre es su tío) y de aquellos polvos estos lodos, que su actual pareja no quiere correrse en su interior ni
comparte su anhelo de traer una criatura más a este mundo, que su hermano era golpeado por su madre por cualquier menudencia y que éste moriría en un accidente a edad temprana.
Todo, como se ve, es un cúmulo de mazazos. Secuestrando a un niño piensa, en su locura, que logrará solucionar algo, enmendar sus horrores.

Por su parte, la madre sin hijo sufre ahora el dolor añadido de la pérdida, de no saber en dónde está su hijo, sin un cadáver que enterrar la incertidumbre la irá socavando como una termita insaciable. Su situación también es desdichada. Antes de que su hijo fuese secuestrado compartía su espacio con Nagore, la sobrina de su pareja, Fran, que se trasladó a vivir con ellos cuando su madre fue asesinada por su padre, Xavi, un independentista. Parte de la novela se desarrolla en Utrera, en donde viven los padres de Fran, sumidos en la tristeza tras el asesinato de su hija y la consecuente marcha de su nieta con sus tíos a Méjico. Sin venir a cuento, se nos habla del vil asesinato de Miguel Ángel Blanco, y se cuelan algunas frases en catalán, aunque lo que prima en la novela, narrada en primera persona por estas dos mujeres, son los mejicanismos, pero sin la garra que afloraba en otra novela mucho mejor que esta, Temporada de huracanes, de Fernando Melchor.

La prosa, constreñida a la primera persona, tan ceñida al aliento de la que narra, en su sintaxis abaratada, coge poco vuelo, y paradójicamente lo que ha de resultar desgarrador se me antoja mortecino, endeble.

Sexto Piso. 2020. 165 páginas

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El viaje de invierno (Georges Perec)

El viaje de invierno

Abada editores reedita con traducción de Juan Barja esta “novela” de Georges Perec. Novela es mucho decir. Mejor relato breve (apenas 30 páginas a doble espacio con un formato de bolsillo del tamaño de una mano), aunque lo que propone Perec, sin darle excesivo desarrollo, es la plasmación de una idea. Un estudioso de las letras, un tal Vincent Degräel, se encuentra con un libro, El viaje de invierno, de un escritor que atiende al nombre de Hugo Vernier y cuando lo lee cae en la cuenta de la cantidad de préstamos en los que ha incurrido el autor. Más tarde, cuando descubre la fecha de publicación del libro entiende lo fascinante de la Obra, algo así como la madre de otros muchos libros, el tronco común del que nacerán un sinfín de autores como Rimbaud, Huysmans, Banville, Mendès… que echarán mano del libro de Vernier para sus propias obras. Degräel dedicará su vida tras la jubilación a indagar en la vida y obra de Vernier. Con escaso éxito, dado que la totalidad de este empeño se cifrará en varios centones de páginas en blanco. Una biografía de la nada. Como la vida misma.

Gritar (Ricardo Menéndez Salmón)

Gritar (Ricardo Menéndez Salmón)

No había leído más relatos de Ricardo Menéndez Salmón desde que leyera en su día Los caballos azules; relatos que datan del 2005. Un par de años después Ricardo publicó en Lengua de Trapo, Gritar, colección de nueve cuentos. Ese mismo año publicó también La ofensa, novela que le abrió las puertas de la editorial Seix Barral, momento cumbre en su carrera literaria, como nos desvela Ricardo en su último libro No entres dócilmente en esa noche quieta.

Bajo el alero de la literatura caben mil mundos. Mundos de mundos. Ese parece ser el espíritu de estos relatos. El primer relato, Mi vida en llamas, me traía en mente el último libro de Ricardo, esa particular biografía paterna. En el relato un padre agoniza. Y no le dice al hijo antes de morir Más luz, sino Lee, y el vástago lee. El padre muere y el hijo sufre la pérdida paterna y una separación parejil, y a un hombre en llamas frente a él, y a su vecina desnuda tras el cristal de la escritura. Muerte y nacimiento (en camino), latiendo o expirando el unísono.

En El placer de los extraños se mezcla lo filosófico con lo fantástico y el noir para alumbrar un personaje con tirón, un tal José Mendoza. Una manera de habitar los intersticios de la historia, muy presente ésta también en otros relatos como Los ancestros y un descendiente de Pieter el Rojo, con La dormición de la Virgen como elemento fantástico y seductor. Un manejo del tiempo, elástico, capaz de replegarse, de acelerarse en uno de los mejores relatos Las noches de la condesa Bruni, texto sugerente rebosante de misterio que maneja a la perfección la expectativa del lector.

Lo prosaico, absurdo y humoroso se manifiesta en Gritar, donde una pareja encuentra en el grito, el alarido, el barritar, una comunión decibélica que los sitúa en otro estadio de la evolución al que a la palabra antecedía el gruñido, el graznido.

Ricardo recurre a popes de las letras para dos relatos. Joyce, en Hablemos de Joyce si quiere, relato impregnado de una naturaleza kafkiana, en el que Joyce aparece de refilón en una foto que sirve de reflexión para abordar el azar y la creación literaria. Para una historia privada de la literatura, con Kafka como protagonista es uno de los relatos que Ricardo mejor elabora: un tema sugerente de corte filosófico, la historia muy presente, una prosa opulenta, y el afán de tratar de sintetizar ese mundo de mundos y su construcción (también literaria) en un puñado de páginas fabulosas.

Los dos relatos más flojos me han resultado A nuestros amores -sobre la mesa la eterna disyuntiva, los miles de ramales que se abren en nuestro horizonte. Las decisiones amorosas adoptadas. Y la pregunta de si se acertó o no. Aquí resumido en un no, pero sí- y El terror. La vida sólo es soportable por el hecho de que nadie coincide con el dolor de nadie, escribió Cioran. Y así una pareja recibe a las cuatro de la madrugada una llamada de una chica que quiere hablar con su padre, pidiéndole ayuda, pues su chico acaba de morir. Una llamada sin auxilio, una llamada perdida, un dolor ajeno estéril para su interlocutor. Una correspondencia que no es tal y que por eso a la pareja no solo le resulta soportable, sino que les refuerza en su alegría, porque por esta vez, al menos, la desgraciada no es su hija, que duerme plácidamente, sustraída al terror que anida ahí fuera.

Ricardo Menéndez Salmón es uno de los cinco finalistas del VI Premio Ribera del Duero de la editorial Páginas de Espuma, con su libro “Algunas hipótesis en torno al fin del mundo”. En breve, habrá pues, más relatos de Ricardo de los que dar buena cuenta.

Ricardo Menéndez Salmón en Devaneos

Los caballos azules
La ofensa
La luz es más antigua que el amor
La noche feroz
Niños en el tiempo

El Sistema
Homo Lubitz
No entres dócilmente en esa noche quieta

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No entres dócilmente en esa noche quieta (Ricardo Menéndez Salmón)

La escritura como salida, huida, fuga. Una proyección del ser bajo el imperio de la imaginación, segregando personajes, diálogos, sustanciando la realidad, enriqueciéndola, aumentándola. El escritor y sus novelas, el afán de reconocimiento, el prestigio, las ventas de libros, viajes, conferencias, becas. Miles de kilómetros. Recortes de periódicos en álbumes familiares. Orgullo familiar. Ensoberbecerse. La relación (y posterior ausencia) entre hijos y padres ya es género literario: Kafka, Halfon, Peixoto, Vilas, también, ahora, Ricardo Menéndez Salmón. El padre muere (Mi padre falleció en la Unidad de Paliativos del Hospital… Así arranca el libro) y el hijo entonces trata de dilucidar su relación, analizarla con alma de forense, de archivero, con toda la objetividad posible: mudar la biografía en expediente. Metamorfosis quimérica, como la utopía del no lugar de la muerte, que es todo. Explicarse a uno mismo a través de los padres. Su padre. Ricardo también. Apartarlo de la masa de padres e individualizarlo. Contar su historia, la del padre y la suya. Relacionadas ambas. Tratar de atrapar la biografía paterna con la red invisible de la escritura. Toda familia es un tira y afloja. Un balancín con un eje precario. ¿Un cordón umbilical convertido en un rosario de cuentas pendientes? El padre enfermo. La enfermedad como un éter respirado por el hijo y su madre durante años. La enfermedad asedia, merma, jibariza, apoca, socava, aploma. Al enfermo y a cuantos le rodean y velan. La enfermedad como un patrimonio exclusivo, monopolizando los afectos, los apegos. Envileciéndolos. La vida paterna como una muerte crónica desde los treinta, después de un infarto. Más adelante un cáncer. Más zarpazos. Más arena ganada al mar. Un cauce que se achica. La reciedumbre un espejismo. La vida como viacrucis. La tierra firme del Monte Calvario. Vivir o morir. Vivir o sobremorir. El azar de su parte. Un destino demediado. No ser un insecto al despertar. Pero sí, otro. Ricardo, el hijo, vive dos décadas infaustas. Miedos, temores, pesadillas, el Nirvana en la radio. La inocencia perdida. La Parca enseñando los dientes cariados. La familia como fortaleza, un asedio presentista, absoluto. La necesidad imperiosa de huir. Hacerlo, a lomos del corcel de la escritura. El nido vacío. El hijo ya fuera de la férula paterna y materna. Alimentar el vacío, la separación, la ausencia. El ciclo sigue su curso. El hijo luego será padre con hijos. Otra perspectiva. La experiencia es el peine que te da la vida cuando ya estás calvo, me decía mi abuela. Superado el golfo de los cuarenta Ricardo hace balance, coge distancia. El hijo trata de descifrar a su padre muerto. Mirar la vida a mi padre, eso debería haber hecho todos los días, mucho rato, escribía Vilas en Ordesa. Ricardo está harto de mirar, la vista agotada, la presbicia en el corazón, su aliento viciado por la enfermedad paterna. Huir lejos, más luz, más distancia. La paradoja es que el viaje trazará una órbita elíptica que superado el ecuador de la (gloriosa) existencia conduce de nuevo a la familia, al origen, al núcleo, a la oscura raíz. La mirada se ve ahora corregida por la escritura filial que trata de entender al padre y al hijo, que busca comprender, empatizar, palpar la otredad, sentir el dolor, la tristeza, la desesperanza, el horizonte mellado y alicorto del otro, del padre, del tronco, y la de aquel que entonces era sólo rama pero que va también sumando anillos. Si a la novela se le pide al menos verosimilitud a una biografía se le ha de pedir sinceridad. Y Ricardo lo hace al despojarse de la máscara y escribir a corazón abierto, como si llevara tatuado en el antebrazo un memento mori que le llevará al despojamiento en pos de lo esencial: el ser. La escritura entonces como una palinodia moral privada, que es pública. Uno de los capítulos de este bellísimo libro concluye con aires gongorinos. Acabemos viviendo, galopando pues, antes de convertirnos en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.

Seix Barral. 2020. 192 páginas.

Ricardo Menéndez Salmón en Devaneos

Los caballos azules
La ofensa
La luz es más antigua que el amor
La noche feroz
Niños en el tiempo

El Sistema
Homo Lubitz