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La muerte de Iván Ilich

La muerte: un selfie con la nada

Me resulta imposible no tocar la muerte sin recurrir al ensayo Filosofar es aprender a morir (Libro I, Capítulo XX) de Montaigne, que acaba así: Dichosa muerte aquella que no deja tiempo para preparar semejante aparato. El aparato va referido a la cabecera de la cama asediada por médicos y predicadores.
Mucho de esto le sucede a Iván Ilich, protagonista de la novela de Lev Tolstói al que no le faltó una vida acomodada de esplendor y riquezas materiales, que sufrió los sinsabores del matrimonio y gozó de los claroscuros de su progenie. Somos testigos de su auge y de su caída, de cómo mediada la cuarentena la enfermedad lo merma, socava, aniquila y borra, mientras debe lidiar durante unos cuantos meses con un final inmutable que lo pondrá en contra del mundo, al tiempo que se siente tan deseoso como temeroso de quitarse del medio, en la creencia de que su existencia -enferma y doliente- es una carga para sus familiares.

Lo que Iván experimenta, su miedo a morir, en mayor o menor medida, antes o después, es un sentimiento que todos experimentamos con un nudo en la garganta y cierta angustia.
Antes de expirar Iván piensa que “la muerte ya no existe” y así es, porque la muerte no llegamos a experimentarla, a vivirla, llegamos hasta la meta sí, a veces en condiciones calamitosas que acrecientan nuestro miedo o las ganas de partir, pero la muerte la experimentaríamos si pudiéramos volver de ella, cruzar la meta, volver la vista atrás y vernos ir.

No es el caso.

Nórdica libros, 2013, 160 páginas, traducción de Víctor Gallego Ballestero

Antón P. Chéjov

Una historia aburrida (Antón P. Chéjov)

«Sus alumnos se someten de buena gana a la influencia de cualquier escritor contemporáneo, incluso de los mediocres, pero se muestran totalmente indiferentes a autores clásicos como Shakespeare, Marco Aurelio, Epicteto o Pascal, y esa incapacidad para distinguir lo grande de lo pequeño manifiesta ante todo su desconocimiento ante la vida».

Entre esos autores clásicos tenemos que incluir a Antón P. Chéjov, y tenemos que incluir este relato, magnífico, el favorito de Thomas Mann -según confesaba en Ensayos sobre música, teatro y literatura, buen conocedor de la obra de Chéjov.

Salvando las distancias, el protagonista del relato -Nikolái Stepánovich- me recuerda a Stoner, por su agudeza, por su sensibilidad, por sus acer(t)adas reflexiones y también a Gúrov, el protagonista de otro relato de Chéjov, La dama del perrito, alguien que ya peinando canas, echa un vistazo panóptico y comprueba que su mujer ya no es su mujer -o no es la mujer de la que se enamoró-, que su hija ya campa a sus anchas, fuera ya de la férula paterna, al tiempo que se enamora de un tipo despreciable, que dar clase ya no lo excita como antaño, sino que lo frustra y lo aburre y que su prestigio, parejo al de una gloria nacional, de poco le sirve cuando se espera la inminente llamada de la parca y la posibilidad de vivir otra vida es ya algo irrealizable, tanto como no saber qué responder a Katia, su amiga, su confidente, su pupila, cuándo ésta le pide qué hacer, y él, tan sabio, tan docto, tan leído, tan erudito, se encoge de hombros, porque la vida le exige otro tipo de conocimiento, que él desconoce.

Merece la pena sustraerse a las novedades editoriales y dedicar un par de horas a leer este relato o novela corta de Chéjov, muy, pero que muy GRANDE. No hagáis caso del título porque la novela de aburrida no tiene nada. Una novela que te desarma página a página.

La novela forma parte del libro Cinco novelas cortas -esta es la primera de ellas-, editado por Alba Editorial con traducción de Víctor Gallego.

Chéjov

La isla de Sajalín (Antón P. Chéjov)

Antón P. Chéjov
Alba Editorial
2005
Traducción, introducción y notas por Víctor Gallego Ballestero
450 páginas

En 1900 Tolstói oyó hablar de las duras condiciones de trabajo que sufrían los braceros que trabajaban en la vía férrea Moscú-Kazán; jornadas de 35 horas seguidas. Tosltói decide ir a verlo con sus propios ojos. Escribiría sobre ello en “Contra aquellos que nos gobiernan”, para denunciar esta situación.

Diez años antes, en 1890, Chéjov hace lo propio cuando desoyendo muchas voces decide ir a la Isla de Sajalín, al sur de Siberia, donde acaba Asia, al norte de Japón. Podemos reflexionar acerca de qué le mueve a Chéjov -en aquel entonces ya un escritor de prestigio, que ha dejado de ejercer como médico para dedicarse a la escritura- a realizar un viaje de esa magnitud; un viaje peligroso, duro, fatigoso, que le cuesta realizarlo más de once semanas y tener que recorrer más de 10.000 kilómetros, con el único fin de ir a Sajalín y registrar lo que ve: la realidad cruda, dura, inhumana, donde se ubican las dependencias de una colonia penitenciaria, en un territorio en donde conviven colonos, hombres libres, ex presos, funcionarios locales y autoridades. Lo que Chéjov ve es un mundo opresivo -no sólo por las condiciones climatológicas, que impiden que en la taiga crezca algo cultivable, pues las temperaturas solo suben de los cero grados unos pocos meses al año- enmarcado por el mar, donde el horizonte es poco más que una legua de tierra ante los ojos.

Chéjov no busca el dramatismo, porque el dramatismo está ahí. No necesita irse por la tremenda, porque la soledad, la tristeza, el desamparo, el tedio, la desesperanza de los que allí viven es notoria. Casi nadie está allá por voluntad propia y todos sueñan con volver al continente, sentir el calor, dejar de pasar hambre y despojarse de esa intemperie que ya es parte de su naturaleza.

Chéjov, que antes de ir para Sajalín se empapa a fondo de todo lo que se ha escrito sobre la isla -la cual durante siglos se pensó que era una península y cuyos derechos sobre la isla no estaban claros ni para Rusia ni para Japón, que compartirán la parte más meridional de la isla- una vez sobre el terreno, toma notas de lo que sus ojos registran -e incluso asume su incompetencia a la hora de narrar, cuando por ejemplo visita una mina, porque carece según él del lenguaje apropiado y nos remite a un libro- ejerce de censor -no porque censure, sino porque durante tres meses censa a la población local- entrevista a sus habitantes, conoce de primera mano las dependencias penitenciarias, dado que le dan acceso total a las instalaciones y así ve celdas abarrotadas, malolientes -ante la escasez de letrinas- pródigas en chinches, donde el ser humano deviene ganado, ante la falta de soledad, privacidad e intimidad, donde todo se hace en comunidad, situación ante la cual, nos dice Chéjov, el espíritu del encarcelamiento -que supone reeducar y reinsertar- no es posible, cuando el ser humano no tiene un momento para estar a solas consigo mismo y no puede entonces reflexionar, rezar o buscar en definitiva cierta paz interior.

Tres cuartas partes del libro las dedica Chéjov a recorrer toda la isla y a dejar por escrito un registro de todos los asentamientos en los que hay vida humana en la isla de Sajalín. Una tarea exhaustiva, prolija, farragosa, que es igual de farragosa – a ratos- de leer, pues en cada colonia que Chéjov visita anota el número de hombres y mujeres, el número de propietarios y copropietarios, de colonos, de hombres libres, de agricultores -si los hay- el número de verstas que se dedican a la agricultura o a cualquier otra actividad, y cuales son los medios que tiene la colonia para salir adelante. A menudo, encuentra algún parroquiano que le refiere alguna anécdota; la mayoría de ellas crueles, descarnadas, brutales, propias de un lugar al margen del mundo; un paraje que tiene más de purgatorio y de círculo dantesco que de otra cosa.

A pesar de ser una isla, cuando nieva y luego hiela, Sajalín queda unida por el hielo al continente y se puede pensar que es fácil huir. Hay quien lo intenta, pero son escasos los intentos que prosperan. El frío, el hambre, las ventiscas, el terreno accidentado y ratos pantanoso, no ayuda en la huida.

Habla Chéjov de lo común que es azotar a los presos, de tal manera que en caso de embriaguez, indisciplina o altercados, el preso se lleva cien latigazos de premio. Curiosamente no está penado acostarse con niñas de trece años, que en muchos casos son los propios padres quienes las venden u ofrecen a cambio de dinero o comida a funcionarios, colonos o agricultores; mujeres que reciben el mismo tratamiento que cualquiera animal.

Habla Chéjov de la alta tasa de analfabetismo que ronda el 90% entre los nacidos en Sajalín, y también dice que nunca ha conocido mujeres más estúpidas que las de Sajalín. Comenta que la enfermedad que mata más gente sobre todo entre los 25 y los 40 años es la tuberculosis.

Hay detalles cómicos; un humor que no se busca, ni se pretende, pero que la realidad manifiesta sin querer, a saber: cuando Chéjov entrevista a los guiliakos, una raza que vive en Sajalín, en su estudio no podrá determinar cual es su color de piel, dado que no se bañan nunca desde que nacen hasta que se mueren. El olor de su cuerpo, sumado al de los pescados que salan a las afueras de su tiendas te revuelven las tripas solo de imaginarlo.

Queda muy claro que las cárceles son jaulas, que los castigos físicos endurecen a la víctima y al verdugo, que la inhumanidad se convierte en moneda de cambio, y que en una atmósfera tan viciada es difícil llevar una vida normal, así que las únicas salidas son la muerte, el suicidio o el regreso al continente.

El libro lo edita Alba en su serie Clásica Maior, con prólogo y traducción de Víctor Gallego Ballestero. Salvo alguna errata: cabecar por cabecear, víspera por víscera, o ente por entre, y algún acento, la edición es impecable y el libro implacable.

De haber hecho esta lectura forzado no sé que hubiera pasado, porque el libro se las trae, y tiene más de suplicio que de placer, más de tundra que de vergel.

En fin, hacer lo que queráis con vuestro tiempo. Yo hacía años que quería leer esta novela (me acuerdo que me la recomendó Aurora un día en Twitter) y ahora que la he acabado me siento tan jubiloso y liberado como el colono al que le permiten regresar al continente.

La lectura de esta novela nos permitiría hablar largo y tendido acerca de qué es -o qué entendemos por- periodismo y qué es -o qué entendemos por- literatura, pues aquí Chéjov ejerce de reportero, pero aportando dotes de escritor y el resultado es este libro.

Para conocer mejor la figura de Chéjov, su bondad, su humildad, vale la pena leer el Ensayo que le dedica Thomas Mann en su libro Ensayos sobre música, teatro y literatura. Chéjov nunca fue consciente de su valía y no quería creérselo demasiado
Hasta el final creía estar tomando el pelo a sus lectores, al no verse esté capaz de dar respuesta a las grandes preguntas.
Cuando Katia, mujer a la que aprecia y quiere, le fórmula desesperada y angustiada ¿Qué he de hacer? Una sola palabra, implora ella. No lo sé. Por mi honor y mi conciencia Katia, no lo sé replica Chéjov, ella lo abandona. No lo sabe, pero escribe, no lo sabe, pero da forma a la verdad con sus historias, que deleitan a un mundo menesteroso, con la oscura esperanza, casi la seguridad, de que la verdad y la forma armónica tienen un efecto liberador sobre el alma y pueden preparar el mundo para una vida más bella y adecuada para el espíritu. Palabra de Mann.