Archivo de la categoría: Roberto Valencia

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Palacios, hangares y cuevas (Roberto Valencia)

En Palacios, hangares y cuevas (La Navaja Suiza Editores, 2022) de Roberto Valencia, pasearemos por doce museos europeos. No son los más conocidos, aunque sí comparecen el Palacio del Louvre, El Museo del Prado, o El Museo Egipcio de Turin y la pregunta que como lector de este interesantísimo ensayo me hago es ¿cuál es el hilo conductor?

El arte es hoy un universo en sí mismo. Procede preguntarse cómo nos relacionamos nosotros, los espectadores o visitantes, con el arte que contemplamos en los museos, pues somos los encargados de conferir un sentido, un significado a cuanto vemos. Tarea nada fácil y a menudo imposible. ¿Cómo llevar al pensamiento y a la reflexión esa emoción estética que, en el mejor de los casos, nos sacude en nuestra visita?

Un arte, el contenido en este ensayo, que abarca un gran periodo de la historia de la humanidad, pues nos vamos hasta las pinturas rupestres del Neolítico, pasando por los fósiles de los dinosaurios (la visita al Museo Nacional de la Historia Natural de Francia es la «apoteosis del hueso», las osamentas de 4252 especímenes) o el busto de Nefertiti.

Siempre ha buscado el ser humano en el arte la manera de explicarse su mundo, y los museos son hoy esos grandes depósitos de la memoria. Ya sea en la Casa Museo de Anne Frank (aunque lo que uno visita no es la «casa de atrás» tal y como albergó a Anne Frank, sino una casa vacía que ha sido intervenida con unos pocos paneles explicativos) para que no olvidemos la barbarie ejecutada por los nazis y los millones de vidas, como la de la joven Anne segadas, por ser judía, o la Cueva de Pair-Non-Pair donde las pinturas rupestres, esas primeras manifestaciones artísticas van ligadas al descubrimiento de la conciencia, el pensamiento, el sentido de la vida, y así el testimonio, el presente (y quizás también un mensaje para el futuro) en la piedra.

Roberto no lleva a cabo un análisis exhaustivo de cada museo, tarea por otra parte imposible e innecesaria (habida cuenta de que este libro es un ensayo, una tentativa, y no un folleto turístico), ya que el texto se abre a menudo a la digresión (contando para ella con otras disciplinas del conocimiento), y así por ejemplo en las páginas dedicadas al Museo Oteiza, tan necesario es hablar del museo como del artista. El museo, como espacio físico, alberga al visitante y nos hace partícipes de algo invisible en el día a día: el milagroso transcurso de los segundos, la terrible inmensidad del espacio, el carácter insólito de la vida.

Leyendo sobre el Museo de la Acrópolis parece que el arte quedara reducido a una función de trampantojo, de copia, la que el visitante tiene a su alcance, ya que el original está puesto a buen recaudo bajo la superficie. Arte que en el afán de preservación, resulta invisible, desarraigado, descontextualizado.

En la Berlinische Gallerie el autor repasa la colección permanente Arte en Berlín. 1880-1980. En el siglo XX los autores alemanes son víctimas de Auschwitz, el exilio, la infamia pública, la prohibición de trabajar o la destrucción de sus obras.

El arte contemporáneo nos es servido en el Museo Serralves de la mano del artista Louise Bourgeois. Quizás sea la falta de una mirada educada la que nos impide entender a menudo estas obras. O bien que no haya nada que entender, me pregunto.

Leo:

Los museos de arte contemporáneos exponen un arte que ha sido separado de la vida: pura estética sin un cometido previo, sin engarce a prioristico con las funcionalidades concretas de la existencia, y eso lo convierte en una mercancía económica -como el resto de las cosas- de primer orden.

El arte como mercancía económica. Pensemos en ello.

Dice el autor que el arte no solo habita en los palacios o en las cuevas primigenias sino que también se traslada a pabellones industriales o hangares, como el que cierra el libro El HangarBicoca de Milán.

los espectadores ya no respiren el viejo esplendor de las monarquías sino que escuchan a los fantasmas de la clase obrera tras las paredes, e intuyan también las huellas de los primeros procesos de acumulación de capital de la actividad industrial. Y es que nada tiene un cariz totalmente cultural.

La atención se fija en Kiefer, en su obra Los siete palacios celestiales.

Acompañamos al autor en las reflexiones que la obra de Kiefer le sugiere, a sabiendas de lo difícil que es encontrarle un sentido totalizante a las cosas, que bien puede la obra ofrecer esperanza y consuelo, o bien ser una voz apocalíptica, o un lugar concebido para la oración.

Como se ve, cada obra se abre a múltiples interpretaciones para el espectador y es ahí donde radica el interés del ensayo de Roberto, en la capacidad del autor para reflexionar acerca de lo que ve en su recorrido por los museos (que son también hangares y cuevas) y hacernos partícipes de su pensamientos y reflexiones, y lo hace con digresiones pero sin distracciones, porque no hay una sola imagen (excepto la pequeña ilustración que principia cada capítulo) que nos distraiga en nuestra lectura, tal que la recreación virtual de cada museo, sala, escultura, pintura, ha de correr por cuenta de nuestra imaginación.

Roberto Valencia en Devaneos

Al final uno también muere

Elogio de la imaginación

Elogio de la comunicación

Dentro de los Encuentros de Pamplona 72-22, que se desarrollan del 6 al 18 de octubre en diversas sedes de la capital navarra, esta mañana a las 11 en el edificio Civivox Condestable, en Pamplona, ha tenido lugar la mesa redonda titulada Elogio de la imaginación con Roberto Valencia (Al final uno también muere) como moderador y con Belén Gopegui (La escala de los mapas), Ignacio Echevarría y Juan Tallón (Fin de poema) como invitados.

Descontado el tiempo para las preguntas de los asistentes y la presentación de Roberto, la hora y cuarto restante me ha resultado muy corta.

La mayor presencia de libros de autoficción parece que quita protagonismo a la ficción en las novelas hoy en día. Ficción que hay que reivindicar. No toda, claro está, como ha puntualizado Belén, siguiendo las palabras de Susan Sontag, en la necesidad de hacer categorías en la ficción y no meter todo en un mismo saco. Tallón ha comentado que siente que las novela basadas en hechos reales presentan para los lectores un aval, en relación a aquellas que no lo están.
La ficción fue la manera de hacer ver que las historias de la religión eran falsas, también una herramienta para cuestionar el poder. La ficción no se mueve en términos de verdadero o falso y es capaz de cuestionar cada cosa. Hoy parece que las fronteras entre lo que es ficción y lo que no lo es, se desmoronan porque las novelas presentan elementos de ambas y tienden a confundirlo todo. Gopegui reflexiona acerca del valor del testimonio, acerca de qué me quiere contar el otro, cómo me lo quiere contar, qué espera de ese testimonio, si cae en lo obsceno o no, porque uno tiende más que a contar, a justificarse, a contarse, a contarnos, con un relato capaz de redimirlo, ¿dónde queda la sinceridad? Gopegui busca más el pensamiento que la emoción en la lectura, el leer nos lleva a hacernos preguntas no a embaucarnos. Comentaba también Belén cómo la realidad se convierte hoy en un relato, cuando habría que dar más importancia a los hechos y que esto es así porque no se hace bien la labor política. El ejemplo es la guerra en Ucrania. Lo que nos llega es un relato que impide cuestionarnos nada, cualquier movilización, un No a la guerra, por ejemplo. Asimismo ha comentado Belén la tendencia ombliguista de cierta autoficción masculina, y cómo la autoficción femenina atiende a la necesidad de contar sus historias, porque nadie las había contado antes. Pensemos en Gornick.
La realidad, ha apuntado Tallón es hoy a la carta de cada usuario, donde cada uno se hace su propia realidad, cuando la realidad, ha matizado Belén es una, si bien, cada cual la interpreta a su manera, en un horizonte, como ha señalado Ignacio, más homogéneo, porque la realidad nos entra casi en su totalidad y a todos por igual, a través de los teléfonos móviles.

Una conversación a cuatro bandas muy amena y sustanciosa.

Y como regalo he podido conocer a Roberto Valencia y saludar a J. A. González Sainz (La vida pequeña. El arte de la fuga).

Encuentros de Pamplona 72-22

Encuentros de Pamplona 72-22

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Al final uno también muere (Roberto Valencia)

Nos lleva toda una vida morirnos. A la mayoría, no a todos, pues como se lee, Kleizha, el protagonista de esta novela de Roberto Valencia (Pamplona, 1972) encadena a lo largo de su existencia un sinfín de muertes, de paradas cardiacas, infartos, experimentando algo así como una precaria inmortalidad, anhelando -tras cada resurrección doméstica- el hálito final y definitivo.

El riesgo que corre toda novela, también la presente, es acusar el desfallecimiento que preceda a la parada cardiaca. Roberto Valencia se muestra solvente, dueño de una prosa desfibriladora, muy capaz de alentar vida y resucitar cada párrafo, cada página, aventada por el humor y una fértil imaginación, para erigir una historia tan extraña como sugerente, ubicada en un Buenos Aires etéreo, para cartografiar a vuelapluma con cuatro calles y un parque el microscosmos que Kleizha precisa para sentirse seguro en su deambular en bucle, afianzado en sus rutinas, lejos de todo y de todos, con la idea de que cuando lo alcance la muerte -Kleizha los ojos cansados, implorantes- no haya nadie cerca que impida su resurrección a las pocas horas.

Lo que Roberto Valencia plantea además de una interesante propuesta acerca de ese cúmulo de personas físicas -abrevando todos ellos de ese caldo enriquecido con sentimientos de toda clase- que llamamos familia, es cómo aprehender y desentrañar la muerte, cómo analizarla, clasificarla, qué distancia precisamos para abarcarla en su totalidad, dónde hemos de situarnos, con la idea rondando de que la muerte es tan inabarcable como lo es la contemplación de una ballena desde la proximidad de un barco; que solo podemos verla a trozos, por partes, sin lograr nunca la distancia necesaria; una muerte que nos trae de cabeza, ocupa y desvela desde el principio de los tiempos, una muerte que podemos entender como lo opuesto a la vida, la cual viene a ser un estado de excepción y de (un) sitio que antecede al no lugar, porque entre la nada de la que venimos y la nada a la que vamos, lo que hay es un lapso de tiempo, el rumor sordo palpitante, una energía, una conciencia y unos recuerdos que conforman nuestra identidad y la manera que tenemos de habitar el mundo.

Los recuerdos que Kleizha tiene de su abuelo en la Lituania natal, la relación con su hermana, con su padre exiliado en una sastrería, aquejados todos ellos de la misma anormalidad que él, la orfandad, el desamparo de los jóvenes al principiar su vida adulta y luego ya él solo hollando el camino con el arado de un porvenir estéril y clonado, sin más alforjas que unas resurrecciones de bolsillo, todo ese peso: la carga de días gravosos, la sentirá Kleizha aliviada, en parte, sobre los hombros de André, español al que conocerá varado en la barra de un bar, que se ofrece como biógrafo, dispuesto a acometer la entomología espiritual, la exégesis metafísica de Kleizha, enlodado luego en el estudio de la muerte y sus atributos, empeño sisifiano que lo mudará de ser un exabogado a alguien que acabara suplantando las funciones de un p(r)ensador.

A fin de cuentas tanto André como Kleizha y como el resto, todos nos vamos perdiendo buscando un sentido, un porqué líquido, con el aspecto de una ballena blanca, consumiéndose así la existencia, como aquel fósforo con ínfulas que se sueña bengala.

La Navaja Suiza. 2019. 272 páginas. Ilustración de la portada Alejandra Acosta.