Archivo de la categoría: Literatura Francesa

www.devaneos.com

La siesta de M. Andesmas (Marguerite Dumas)

Bebe rubia la cerveza pa acordarse de su pelo.

Standby (Extremoduro)

Leyendo esta fascinante -por lo que tiene de extraña y ambigua- novela de Marguerite Duras (publicada en Francia 1962 y ahora con traducción y sustancioso prólogo de Amelia Gamoneda) pensaba en esta entrevista reciente que le hicieron a Cees Nooteboom. Me venía en mientes esa casa apartada que dice tener en Alemania, rodeada de árboles, de libros, de quietud. Y quien sabe si también de espera. Una espera que podría ser la de la muerte, rondando siempre ávida en la senectud.

Aquí el que espera no es Drogo (a un enemigo imaginario), sino un hombre rico, jubilado, mayor, que cediendo al antojo de su joven hija (procreada en su climaterio), al borde ésta de los 18 años, ha comprado una casa en un colina, rodeada de árboles, desde la que vislumbra el pueblo a lo lejos, el mar. Espera la visita de un hombre, que le dará presupuesto para un terraza. El señor, Andesmas, espera y desespera, le sobra todo el tiempo del mundo, pero esto no disminuye su ansiedad. La espera la va trasegando con inopinadas visitas, ya sea un perro anaranjado, una niña, la madre de la niña. Llegan todos menos las dos personas a las que espera: el constructor y su hija.
Las conversaciones le traen recuerdos que luego se le escurren, cierra los ojos, dormita, cada siesta es como un eterno retorno, que a su vez es un círculo que se achicaría hasta devenir un punto, final.

Duras maneja con maestría el curso del relato, dosificando la información con cuentagotas, y lo leído resulta sugerente, extraño, inasible, impregnada la narración de esa desazón y zozobra que a veces nos asalta sin saber muy bien por qué, esos sentimientos entreverados de recuerdos que pueblan una memoria fangosa, que nos zarandean y nos llevan de la alegría a la tristeza en un segundo, porque Andesmas quisiera descansar, dormir, morir sin daño. No sabemos si esto le es posible ahora que su hija en flor es víctima del deseo ajeno, y ante ese alarido de la carne Andesmas solo puede oponer un silencio vegetal.

Demipage. 2011. 115 páginas. Traducción y prólogo de Amelia Gamoneda

www.devaneos.com

El parque (Marguerite Duras)

Lo prometido es deuda. Sigo leyendo a Duras tras Los ojos azules pelo negro. Leo El parque (publicado en 1968 con el título de Le Square y recuperado ahora por Menoscuarto con la traducción que en su día hiciera Carlos Barral), que guarda ciertas similitudes con la anterior. En aquella había también una pareja, encerrada ésta en una habitación la mayor parte del tiempo, que lloraba y hablaban de la muerte, de la imposibilidad de entrar el uno en el otro, de conocerse. Aquí el escenario cambia. Estamos en un parque de París. Una joven de 20 años cuida de un niño que no es suyo. Un viajante alivia su soledad sentado en un banco buscando conversación. La encuentra. Los destinos de ambos convergen. Si los bares, los estadios, las iglesias, las terrazas, los parques están llenos, quizás sea por esa necesidad que tenemos de estar rodeados de gente, de tener a alguien cerca, de ser escuchados.

Lo que Duras plantea muy sagazmente es precisamente esa necesidad, no tanto de hablar por hablar, sino de que te escuchen, de que te hagan caso, de que incluso te comprendan, que viene a ser una muestra de cortesía, educación, afecto. Se lamenta la joven cuando afirma que después de dejar de hablar con el viajante irá a la casa en la que trabaja como empleada del hogar y ya nadie le dirigirá la palabra hasta el día siguiente. Una situación incómoda de la que quiere salir a las bravas, desposándose con algún hombre que la pretenda y ofrezca matrimonio. Ese silencio impuesto es una cruz para ella y para él, que viste el traje de la soledad y del abandono, que mendiga palabras, magro alimento con el que ir tirando, al tiempo que recuerda un viaje que lo hizo feliz durante unos días, un lugar pleno de luz, sol, enmarcado por el mar. Un recuerdo ya idealizado, que regurgitar para darse ánimos, para hacer reverdecer la esperanza. Al contrario de lo que nos dijo Freire, los dos son seres de adaptación, no de transformación, pues a fin de cuentas se conforman con lo que tienen, se han acomodado a su situación, y si viene un cambio radical vendrá de fuera, sin que medie su intervención.

Lo que depara este tête à tête es aquello que no sucede en las redes sociales. Se manejan lenguajes diferentes. Aquí los dos hablan y se corrigen sobre la marcha, van rectificando, apostillan, matizan, se retroalimentan, emplean aquello de «es un decir» “es una manera de hablar”. Aquí no hay likes, retuiteos, emoticones, sino emociones, aquí hay dos seres solitarios que encuentran alivio en la conversación, en la mutua comprensión, cuando las palabras no caen en saco roto. No olvidemos que el lenguaje nos constituye y conforma, diálogo, λóγος, que opera como fuente de autoconocimiento, como una suerte de bálsamo de Fierabrás.

Nos cuenta aquí Vila-Matas cómo fue acogida en su día esta novela cuando se publicó: muy mal. Cuenta que solo Maurice Blanchot la elogió: “Duras, mediante la extrema delicadeza de su atención, ha buscado y tal vez captado el momento en que los hombres se vuelven capaces de dialogar”.

Dijo Gadamer que leer es dialogar. Por eso el libro, como un buen amigo invisible siempre estará ahí para echarnos un cable cuando queramos hablar con alguien, aunque siempre será mejor ir al parque que tengamos más próximo al hogar y esperar a que vengan las palomas, los niños, los jubilados, las mucamas a pegar la hebra y buscar consuelo y amparo episódico en nosotros y viceversa.

Joseph Delteil

En el río del amor (Joseph Delteil)

Pienso en Joseph Delteil que deja su pueblo y se muda a París en 1922 y allá a sus 28 años se faja en la escritura de una novela (esta que nos ocupa con la que llamaría la atención de figuras surrealistas como Louis Aragon y André Breton) que le permitirá viajar mentalmente, a él y a nosotros lectores, hasta lugares recónditos -nada menos que hasta Sajalín, Pekín, Mukden, al río Amur…- fantasear y entregarse al aliento cálido de la voluptuosidad, entre guerras orgiásticas, con mujeres guerreras al frente de distintos ejércitos, y dos personajes, dos desertores bolcheviques como un falo de dos cabezas, la de Borís y la de Nikolái, que desean y aman a las mismas mujeres hasta que en su camino se cruza la correosa Ludmila que los seducirá a ambos, los trastornará, los separará y acabarán río abajo, como esas vidas que van a dar a la mar, todo ello para referir acontecimientos violentos, trágicos, amorosos, sensuales, con una prosa poética, fragante, descriptiva, toponímica, cuyo barroquismo y orientalismo o nos ensimisma y transporta a regiones superiores o alimenta nuestra indiferencia y pasotismo. Me he quedado a medio camino.
La portada del libro me recuerda al cartel de la película El desconocido del lago.

Editorial Periférica. 2017. 136 páginas. Traducción de Laura Salas Rodríguez.

Édouard Levé

Édouard Levé (Suicidio)

La tristeza me persigue pero yo soy más lento, podemos enunciar a modo de pórtico.

Leo que Édouard Levé en su novela Autorretrato, en su última páginas hablaba de un amigo suyo que se suicidó volándose la tapa de los sesos a los 25 años. Suicidio va dedicado a este amigo. Al contrario de la mayoría de novelas fúnebres que vienen a ser cartas abiertas, ya sean a hijos, padres, madres o hermanos muertos, con las que los que se quedan explicitan lo jodido que es no tenerlos nunca más a su vera, aquí Levé dice no sentir dolor, ni pena por la ausencia de su amigo. Al morir joven, su amigo queda así idealizado, sin verse afectado por el óxido del tiempo, como aquel niño cuyo padre muere joven y cuando el hijo rebasa la edad del padre y llega a la vejez tiene la sensación de que se ha convertido en padre de su padre y se queda con la mirada perdida como las vacas mirando al tren sin entender nada y así Levé nos va hablando de su amigo, y no sé si lo que dice de este es cierto o se lo inventa, porque lo que manifiesta son algunas cosas objetivas y otras muchas son pensamientos del difunto o aspectos de su forma de ser. A la hora de hablar de su amigo le serían de utilidad a Levé además de lo que conocía de primera mano en su trato e intimidad con el difunto, los tercetos encontrados y que se reproducen al final de la novela, en los que el muerto ya adelanta que la felicidad le precede, la tristeza le sigue y la muerte le espera. Al poco de entregar este libro a su editor Levé a sus 42 años hace lo propio y se ahorca. Cuando uno lee las páginas finales no entiende el suicidio como algo dantesco, desgarrador, sino todo lo contrario, más bien como una forma de vivir la muerte, pues como dice Levé morir a los noventa es morir la muerte. Tanto su amigo como Levé quieren ser dueños de sus vidas, y buscan el escenario, el momento y la forma de irse ante de ser arrollados por el destino. Se toman esa libertad para hacer con su vida lo que quieren, como recogía Henri Roorda en su libro Mi suicidio, porque su vida es suya y a nadie más le pertenece, aunque como sopesa el amigo muerto o Levé ambos saben que se puede entender su marcha como un acto de egoísmo, donde no solo se va y descansa ya para siempre el que se suicida, sino que de paso arrastra en su caída hacia el vacío a todos aquellos familiares y amigos que lo querían mucho y vivo.

Eterna Cadencia. 2017. 95 páginas. Traducción de Matías Battistón