Archivo de la categoría: Literatura Francesa

Patrick Modiano

Para que no te pierdas en el barrio (Patrick Modiano)

Cada equis tiempo, entre unas lecturas y otras, el cuerpo me pide un Modiano, como me pide también un Bernhard, un Bové, un Dostoievski, un Aira, un Bolaño, quizás porque leer a Modiano es como volver a casa, encontrar cierto amparo y recogimiento, abrazarse a una topografía ya conocida, a medida que vamos hollando el terruño Modianesco, que es la ciudad de París.

Modiano es cierto que parece escribir siempre la misma historia (corriendo el riesgo de que todas las reseña sean también la misma), donde cada novela fuera una variación sutil sobre un eje principal. Aquí el protagonista es, Jean Daragane, un escritor que vive como un ermitaño en su casa, sin hablar con nadie durante los últimos tres meses, cuando esa aparente calma se rompe, cual papel de celofán, ante una llamada inesperada al móvil (esta breve novela de apenas 140 páginas, con traducción de María Teresa Gallego Urrutia, se publicó en Francia en 2014), en la cual su interlocutor, un tal Gilles Ottolini, quiere quedar con él para entregarle una agenda con teléfonos que Daragane olvidó bajo el asiento de una cafetería en una estación, lo que da pie para que se conozcan, para que Gilles le presente a su pareja, le pida un favor, lo que conduce a Jean (como es marca de la casa) hacia el pasado, a fin de desvelarse a sí mismo quién es Guy Torstel, en quien está interesado Ottolini. En la anterior novela que leí de Modiano, Más allá del olvido, también había un triángulo formado por dos hombres y una mujer, casas de apuestas, y un pasado que como todas las novelas de Modiano es el protagonista absoluto.

Ese pasado de Daragane se convierte aquí en búsqueda, exploración e investigación y también en un entretenimiento para Jean, que sale así de su monotonía, habitando por un tiempo la vida privada de otras personas a las que no esperaba conocer.

No sabremos si al recordar, al reconstruir, Modiano inventa, o si se ciñe a los hechos, a esos retazos de su vida que van apareciendo a lo largo de su obra, y que como limaduras van aferrándose a una barra de metal inoxidable, sustrayéndose (o intentándolo) al corrosivo olvido. Bucear en el ayer le lleva al protagonista nada menos que a transparentar su infancia sin padres, de la mano de una señora que le cuidaba y la cual lo iba a poner a buen recaudo en Italia, evocando unos momentos que su mente había clausurado pues volver a ellos le causaba dolor, tanto como el verse en la estacada con el corazón en la boca al oír un mundo que se desmorona cifrado en el rugir de un motor a la fuga.

Patrick Modiano en Devaneos | Un circo pasa, El callejón de las tiendas oscuras, La hierba de las noches, Accidente nocturno, En el café de la juventud perdida, Más allá del olvido

Mitologías de invierno. El emperador de Occidente (Pierre Michon)

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Cuando leí El origen del mundo, de Pierre Michon (Cards, 1945), esta lectura pasó por mí sin dejar rastro alguno. He disfrutado sin embargo ahora lo que sí está escrito con otro libro suyo, que son dos novelas. Mitologías de invierno y El emperador de Occidente, y aún más con la segunda que con la primera.

Mitologías de invierno, como apunta Ricardo Menéndez Salmón en el prólogo, y cuyo nombre, al contrario que el del traductor, Nicolás Valencia, aparece en la portada junto al autor del libro, es una suerte de bestiario, de doce personas, ubicadas entre Irlanda y el Causse Francés a lo largo de la historia; abadesas, obispos, reyes, caudillos, médicos o espeleólogos, jóvenes dispuestas a morir para conocer así a Dios, asoman aquí, para tomar vida con apenas cuatro trazos, y conducirme al asombro (la thaumasía de los griegos), ante ese paisanaje humano tan variopinto; asombro que supone como decía Lledó «descubrirme al otro«, donde brilla el poder de la palabra escrita (que se lo digan a Columbkill, el lobo, guerrero y monje el cual cuando deja la espada, cabalga de monasterio en monasterio, donde lee: lee de pie, tenso, moviendo los labios y frunciendo el ceño, con esa violenta manera de entonces, que tampoco nos es concebible. Columbkill el Lobo es un lector brutal), lo sobrenatural (como el Rey capaz de hablar la lengua de los pájaros), el ansia de poder, y esa tentación que les ronda y que no saben si les viene de Dios o del Demonio.

El emperador de Occidente nos sitúa en el siglo IV, siguiendo las gestas (ya pasadas) de Alarico, Rey de los Godos, venciendo este a los Romanos y referidas por alguien muy próximo a él, Prisco Atalo, un tañedor de lira que le acompañó en sus campañas bélicas y que luego exiliado y pensionado en la isla de Lípari dialoga con el joven Aecio, quien se verá finalmente batallando contra los hunos Atila en los Campos Cataláunicos.
Sobre ese fondo histórico Michon monta una delicada pieza de orfebrería, de poco más de 60 páginas, que avanza en vertical pues su corta extensión es engañosa, ya que al igual que otras obras como Ravel de Echenoz, Terraza en Roma de Quignard, o La siesta de M. Andesmas de Dumas, vienen a demostrarme que no son necesarias cientos de páginas para crear una narración poderosa, una vibrante y emocionante ficción.

Ediciones Alfabia. 2009. 166 páginas. Prólogo de Ricardo Menéndez Salmón. Traducción de Nicolás Valencia.

Lecturas periféricas | Decirlo todo (Enrique Vila-Matas)

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El orden del día (Éric Vuillard)

Hace tres años disfruté mucho leyendo Tristeza de la tierra, la otra historia de Buffalo Bill de Éric Vuillard (Lyon, 1968), que publicó recientemente El orden del día, galardonado con el Premio Goncourt. El estilo se repite, el empeño por bucear en la Historia entresacando su cara menos amable, también, lo cual siempre es de agradecer.

Vuillard, en El orden del día (con traducción de Javier Albiñana) fricciona la historia para hablarnos de los años del ascenso nazi, y la tibieza de la comunidad internacional, la anexión de Austria a Alemania (Anschluss​) sin apenas alzar la voz, de un ejército alemán que era puro oropel, cuando anexionan Austria, pues sus carros de combate se quedaban tirados en las cunetas (a resultas de lo establecido en el Tratado de Versalles: También será igualmente prohibida la fabricación e importación en Alemania de carros blindados, tanques y otros artefactos similares que puedan servir para fines de guerra), de la nula resistencia que ofrecieron a los nazis las grandes empresas alemanas: BASF, Bayer, Agfa, Opel, IG Farben, Siemens, Allianz, Telefunken… su colaboración económica con el nazismo, antes de la guerra y durante, pues muchos judíos serían empleados en estas fábricas hasta que morían de hambre o de frío, tratados como animales. Como cuenta Vuillard luego en muchas webs de estas empresas, este pasado o se maquilla, o se ningunea, pues a pesar de todo no parece que las magras compensaciones económicas que se llegaron a pagar en algunos casos a los judíos supervivientes, cantidad irrisorias de 1500 dólares, como hizo Krupp (cuya financiación de la campaña electoral del nazismo, con una cifra exorbitante de un millón de marcos de la época, se recoge en la novela Una comedia ligera de Eduardo Mendoza), fuese una compensación voluntaria, fruto del arrepentimiento, sino a instancia (y a regañadientes) de requerimientos judiciales.

Dice Bernard Pivot que esta es una novela fulgurante y una lección de moral política. Cierto. Pone los pelos de punta, tanto como enerva leer este trepidante, subyugante y necesario relato de Vuillard, ante tanta tropelía y tanto desmán, donde el alma humana de todos estos jerifaltes no fue más que una ciénaga.

Leía ayer Novela de ajedrez de Zweig, autor judío que se suicidó en 1942 junto a su mujer cuando ambos estaban exiliados en Brasil. Podemos entender el suicido ante la barbarie y la ignominia como una victoria o como una derrota, o como aquí expone Vuillard, considerar el suicidio (como los que acontecieron en Austria cuando personas como Leopold Bien, Alma Biro, Karl Schlesinger, deciden suicidarse al ver el trato inhumano que se daba a los judíos) el crimen de otro.

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Más allá del olvido (Patrick Modiano)

A veces encontramos facturas, papeles, tickets entre las hojas de libros, agendas, donde apenas podemos reconocer nada. Quizás por el tipo de papel o de tinta. Con los recuerdos nos sucede algo similar, están ahí y cuando queremos recuperarlos a menudo son poco más que bruma.

Patrick Modiano, en esta novela, sigue con su particular reconstrucción existencial, recopilando retazos como dice Alberto Manguel, simulando escribir -como apunta Vila-Matas– siempre el mismo libro, cosechando elogios de otros escritores como Torné, o palabras como estas que le dedica Adolfo García Ortega en Fantasmas del escritor: Para mí, Modiano es una especie de Balzac contemporáneo, el creador de un fresco parisino, privado y universal a la vez. Y también lo tengo por un escritor tan titánico como Victor Hugo, a la hora de crear personajes en claroscuros, oblicuos, de los que no deja de apiadarse o asombrarse con una sutileza inocente; alabanzas que comparto después de haber leído, con ésta (publicada en Francia en 1996), seis novelas suyas.

Lo interesante cuando leo a Modiano es confirmar cómo es posible construir y echar a andar una novela y que ésta resulte consistente y entretenida con tan escasos mimbres, con un argumento mínimo, con un narrador (que es escritor, y que en sus años de mocedad comerciaba con libros usados y que casualmente decide comprar un libro que leyó anteriormente y le gustó: Huracán en Jamaica) que no se sienta frente al papel para dar cuenta de sus recuerdos (no muchos la verdad, pues Modiano está más cerca del Perec de (Me acuerdo, que de Chateaubriand en su vis memorialista), sino que más bien aprovecha su escritura para ir en pos de los mismos, realizando una labor arqueológica, de exhumación del pasado, de inventariado, quizás porque como creo que dijo Faulkner, el pasado nunca acaba de pasar y así aunque se sucedan las décadas, cuando una pareja se reencuentra, el tiempo se suprime y el ayer y el ahora pasan a ser lo mismo y el espacio se reduce al horizonte del roce de la piel. Un volver al pasado (ahora que superados ya los cuarenta, de todo comienza ya a hacer mucho tiempo) llevará al protagonista, y al lector, a la juventud, sin cumplir los 18, a aquellos momentos leves, ligeros, distendidos, inconclusos, exentos de ataduras y responsabilidades, donde incluso en algunos momentos soplaban los vientos de la felicidad. Escribir es volver ahí, anclarse en ese instante, para avivar el rescoldo del pasado, e ir en busca del tiempo perdido y ahora (por momentos) recuperado o reconstruido.

Me auxilia google maps, a falta de algún mapa al final de la novela, para situar las localizaciones parisinas (y en esta ocasión también las londinenses, pues parte de la novela transcurre en Londres), y me pregunto si al igual que hablamos del Madrid de Galdós, del Londres de Dickens, podemos hablar también ya de la Barcelona de Luis Goytisolo o del París de Modiano.

No sé si existe alguna web donde alguien se haya tomado la molestia topográfica de situar en un callejero de París todos los lugares (calles, bulevares, cafés, plazas, locales, cines…) que aparecen en las novelas de Modiano. Si es así, que me lo haga saber a la voz de ya.

Patrick Modiano en Devaneos | Un circo pasa, El callejón de las tiendas oscuras, La hierba de las noches, Accidente nocturno, En el café de la juventud perdida.