Archivo de la categoría: Literatura americana

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¿Quién se hará cargo del hospital de ranas? (Lorrie Moore)

Aquellas redacciones escolares en la que te planteaban un tema: la amistad, la familia, la naturaleza… Digamos que la alumna fuese Lorrie Moore (Glens Falls, 1957) y optase por hablar de la amistad y volviera a la américa fronteriza con Canadá a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, y fuese también Berie Carr la protagonista de la novela y su mejor amiga fuese Silsby Chaussée, Sils. Berie está en París con su marido Daniel, entregados ambos al ocio refinado, al dolce far niente, paseando entre jardines, visitando museos, disfrutando de la gastronomía, como los sesos que ingieren y que operan como una magdalena de Proust, dejando en el cedazo de la memoria las pepitas, aquellos hechos significativos que marcan y conforman lo que vendrá después.

Moore irá contrastando el momento presente en París de Berie con los años de la infancia y adolescencia en la ciudad de Horsehearts, cuando las dos amigas trabajaban en un parque de atracciones y pasaban todo el rato juntas, un sororismo que les hacía compartir su tiempo, el mismo espacio, su intimidad, su confianza, sin miramientos ni restricciones. Acuden a conciertos, beben, fuman, rehúsan el LSD, escuchan canciones (algunas claman por la intervención policial contra el furor universitario en Kent, como Ohio de Neil Young), gozan de una libertad a la que sus padres a pesar de su rectitud (y no presencia) no logran poner coto, atesoran experiencias que podían haber resultado dramáticas, viven y experimentan, en definitiva. Sils queda embarazada, aborta.

Como si la amistad fuese un producto afectivo aquejado también de obsolescencia programada, el tiempo las irá separando. Berie y Sils dejarán de ser uña y carne. Berie marchará a estudiar fuera y cuando regrese pasados unos años en un encuentro de antiguos alumnos comprobará lo que la vida ha hecho con ellas, con ella, porque Sils sigue igual en su gota de ámbar, tan agradable como siempre, mientras que Berie se ve y se siente junto a Sils otra, dotada con las armas que da la experiencia, más maleada, endurecida, engalanada con el saco roto del ingenio, de la sinceridad sin concesiones y atada en el presente a Daniel.

¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?, publicado en 1994 y editado ahora en Eterna Cadencia con traducción de Inés Garland es un magnífico, vívido y sucinto (176 páginas) ejercicio de nostalgia que presenta múltiples capas, trascendiendo el marco temporal en el que se inserta, porque lo que caracteriza esta clase de historias es su atemporalidad; la manera que tenemos de relacionarnos, las expectativas que se depositan en el futuro, el efecto corrosivo que el paso del tiempo ejerce sobre la naturaleza humana, la necesidad de echar la vista atrás, hallar luz entre tinieblas y encontrar entonces amparo en el pasado, dentro de aquellos momentos agradables, únicos, irrepetibles, en aquel río en el que Berie y Sils se bañaron, ahora lo saben, una sola vez y moviéndose ahora Berie entre aguas movedizas. “Voy a esperar a Daniel, creo: dejarlo ir y hartarse, confundirse, correr por el bosque oscuro de sí mismo. ¡El amor es perenne como la hierba! Voy a esperarlo, mi corazón en epílogo, tejer y destejer, tal vez como siempre ha sido. Voy a esperar hasta que no pueda esperar más”. No sabemos cuánto más podrá esperar o desesperar Berie.

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Historias tardías (Stephen Dixon)

Leer Historias tardías, conjunto de relatos de Stephen Dixon publicados recientemente por Eterna Cadencia con traducción de Ariel Dilon, es caminar entre ruinas. Al menos al comienzo, durante los siete primeros relatos, donde la vejez, la enfermedad, la muerte, la ausencia y la tristeza se hacen fuertes, despliegan las alas y su manto negro anega todo. Los protagonistas son hombres que han perdido a sus mujeres. Lo que queda es el espacio libre al otro lado de la cama, la ropa y el aroma del recuerdo de las difuntas impregnando las estancias. Una lanza en el corazón del que se queda al otro lado, en el más aquí. Aquel que recuerda, fantasea con el reencuentro en esta vida y sueña, para arrimarse en los sueños a la carnal ausente. Una herida, en definitiva, que lejos de cerrarse con el paso del tiempo se agrava con el peso del mismo. Gravedad que puede resultar deprimente al lector o bien un aviso a navegantes, para que al acostarnos nos aferremos a nuestro ser querido, si lo hay, como si nos fuera la vida en ello (o mejor, en él/en ella), cual si fuera nuestra tabla de salvación. Lo es.

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Mientras agonizo (William Faulkner)

¿Se puede escribir una novela en 42 días, de corta extensión (239 páginas), al tiempo que se trabaja, que acabe situándose, según Harold Bloom, en la cumbre de la ficción norteamericana?. Eso parece, si nos remitimos a Mientras agonizo de William Faulkner (1897-1962). A lo anterior, añadiría lo que me resulta aún más sorprendente, y es que la prosa de Faulkner se constriñe a un léxico muy básico, donde muchas expresiones, que me cuelguen, que me aspen, se repiten un buen número de veces, por boca de distintos personajes.

Hoy podemos coger un avión y hacer miles de kilómetros y situarnos en las antípodas en un lapso de tiempo de unas pocas horas. En esta novela, escrita en 1929 (con traducción de Jesús Zulaika), la narración va a paso de burra, o de mula, tal que el tránsito, el paso al más allá de una mujer tras agonizar, camino de ser enterrada, se convierte en una odisea, de hecho, el título según Faulkner viene de un pasaje de la misma.
Addie Bundren ha muerto y su voluntad era ser enterrada junto a sus familiares en un pueblo que dista a unas cuantas millas de donde vivía. Su marido se toma a pecho cumplir la voluntad de su mujer, y terco como una mula, junto a su hijos e hija se ponen en camino, que deviene tortuoso. Sobre la bóveda celeste, además de unos cuantos buitres carroñeros, está Dios controlando todo, escuchando los ruegos, las imprecaciones, las oraciones de estos humanos, de estos arrieritos, que desde allá arriba deben parecer poco menos que hormigas atribuladas en su miseria. La fragmentaria narración se ofrece con capítulos a los que los distintos personajes irán poniendo voz. Narración no lineal, pues en alguna ocasión volvemos a cuando Addie estaba viva.

La sombra de Faulkner es alargada. Un buen número de escritores nos dirán que leyendo sus obras dejaron la poesía para pasarse a la prosa, o descubrieron que lo suyo sería escribir. Es comprensible. Uno lee a Faulkner y parece sencillo escribir, parece algo simple, no parece que haya mucho misterio en poner unas cuantas palabras sobre el papel, para contar una historia, que parece no tener mucha miga, sólo en apariencia (pues como nos dijo Faulkner: solo tenemos para escribir el espacio de un sello de correos, pero si se profundiza debajo de ese sello hay un planeta entero). El caso es que finalizas la novela y los personajes siguen bailando y hollando en la cabeza, sorprendido el lector con ese inesperado final, preguntándose acerca de la suerte que correrán Darl o Dewey Dell, la pierna de Cash, el fantasioso Vardaman (un libro de relatos se titulaba así: Mi madre es un pez), la joyita de Jewel, o el patriarca Anse, cuya historia dental te mordisquea las entrañas.

Como decía Luciano G. Egido, una vez finalizada una novela ésta ya no es palabra, sino memoria del lector. Así sea.

William Faulkner en Devaneos | Luz de agosto

NOG

NOG (Rudolph Wurlitzer)

He leído o creo haber leído Nog.

La prosa que se gasta Rudolph Wurlitzer (Ohio, 1937) es del mismo pelo que la de Erickson en Días entre estaciones, que me horripiló. Como hacía Erickson, Wurlitzer cuando no sabe qué hacer con sus personajes los pone a follar o él se saca la polla y ella se la come. Sí amigos, placer licuante a tope. Vida líquida y seminal.

Lo demás resulta caótico, errabundo, un chapurreo donde un fulano divaga, delira, fantasea, recuerda, borra sus recuerdos, los reconstruye, mientras recorre Estados Unidos con tres recuerdos y un pulpo de mentirijillas, por ríos, montañas, cañones o canales, acompañado de una mujer y de otros tipos que no sé si son entes asociados, disociados o consorciados del narrador. Si la primera parte, a pesar de la alucinación del personaje resulta pasable, la segunda mitad es un plomo.
Lo bueno es que uno aprende palabras nuevas como tipi, cabás o fregata, pero para tan magro resultado no vale dejar cinco horas leyendo esto, o quizás sí.

En breve, Wurlitzer publica por estos lares Zebulon y tenía ganas de leerla, pero después de tamaña decepción, en caso de abundar más en Wurlitzer sería ya masoquismo, aunque parece ser que al tratarse esta de su primera novela, que la escribió con 30 años, allá por 1968, me resulta un tanto a medio cocer y que las novelas que sucedieron a esta son mejores. Veremos. O leeremos. O.

Underwood. Traducción de Rubén Martín Giráldez. 2017. 190 páginas.