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Tiempo de cuidados. Otra forma de estar en el mundo (Victoria Camps)

Victoria Camps
Tiempo de cuidados. Otra forma de estar en el mundo.
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Año de publicación: 2021
208 páginas

Victoria Camps escribió este ensayo, Tiempo de cuidados. Otra forma de estar en el mundo, durante el confinamiento. A pesar de que la pandemia sigue ahí, el confinamiento ya va quedando atrás y parece que volvemos a lo de siempre.

Creo que era Javier Gomá el que decía que la pregunta que tocaba hoy hacerse era qué queríamos hacer con la libertad de la que disponemos.

Leyendo el ensayo de Victoria, la pregunta a hacerse, más que con la libertad parece guardar aquí relación con la fraternidad, y es: ¿qué tipo de humanidad queremos en un futuro, cómo damos sentido a la existencia?, y la ética se me antoja el camino correcto, en ese ir hollando la senda de la virtud, arando con nuestra conducta decorosa, cincelando nuestra manera de ser, nuestro ethos.

La sociedad española ha ido incorporando a su corpus normativo leyes que tienen que ver con la dependencia (la pregunta es cómo somos capaces de conciliar la promoción de la autonomía con la dependencia del sujeto), con la eutanasia (ayudando a morir a aquel que quiere morir y no puede hacerlo por sus propios medios), quizás porque los cuidados son hoy algo entendido como algo transversal. Cuidados que han de entenderse en una sociedad cuidadora como deberes y derechos universales, por tanto, cuidados ya no dispensados solo en el ámbito familiar y reservados casi en exclusiva a las mujeres, y tratar asimismo de que prospere la idea de que el cuidado sea considerado como un valor público.

La autora plantea que muchas cosas fallaron durante la pandemia y que curiosamente los que más solos estaban, los abuelos en las residencias, tuvieron todavía una mayor dosis de soledad a resultas del confinamiento y la reclusión.

Cuidados que recaen en gran medida en los profesionales sanitarios, cuando para la autora estos deberían implicar a todos los estamentos de la sociedad, en el ámbito público como en el privado. Es un hecho que las sumas invertidas en políticas públicas de protección, luego no son evaluadas, que nos encontramos ante una gestión pública burocratizada, ineficiente, y como se ha visto, escasamente flexible.

Reflexiona la autora acerca de qué entendemos por cuidar, la importancia que tienen estos cuidados (no solo la parte física, sino lo que tiene que ver con el acompañamiento, el estar ahí, la escucha activa, la protección…), la necesidad de una sociedad virtuosa, con ciudadanos capaces de asumir una serie de responsabilidades y de llevar a cabo los cuidados, considerando a los individuos, como dijo Kant, un fin en sí mismo, no un medio para usos de otros individuos, lo que los convertiría en una cosa; los cuidados reservados a la gente mayor, y el papel importante que deben ocupar las personas que ocupan esta franja de edad cada vez más amplia, senectud que implica también aprender a envejecer; la conciencia de que la sociedad está formada por personas interdependientes, que nos necesitamos los unos a los otros, humanos más que humanos, vulnerables y capaces de dar lo mejor de sí mismos.
Sin olvidarnos de la necesidad que hay hoy de la fraternidad, el vínculo que une a todos sin distinciones y, porque une, mueve a corregir las desigualdades y a ejercer la libertad con más responsabilidad.

Está por ver si seremos capaces de poner el cuidado en el centro de nuestras relaciones humanas, o si volveremos a lo de siempre, al egoísmo, al hiperconsumismo…

Ensayo que relacionaría con otros títulos como La fragilidad del mundo. Ensayo sobre un mundo precario (Joan-Carles Mèlich) y Humano, más humano. Una antropología de la herida infinita (Josep Maria Esquirol)

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Humano, más humano. Una antropología de la herida infinita (Josep Maria Esquirol)

Josep Maria Esquirol
Acantilado
2021
174 páginas

Josep Maria Esquirol logra que sus ensayos filosóficos, como el presente, resulten sumamente amenos, quizás porque las ideas que expone y la manera en las que las presenta y desarrolla ofrecen algo parecido al amparo que ofrece una prosa lenitiva. Y no porque vaya el autor por los derroteros de la autoayuda, que no va, ni ofrezca soluciones, que tampoco, sino porque su escritura, su filosofía, la entiendo y así la leo como una filosofía para la que el principal infinitivo es amar, un ideal, una meta que liga y casa bien con la bondad, que entiendo cada vez más necesaria en tiempos convulsos y furibundos.

Unas palabras que ya desde el título sitúan al humano, más humano como su objeto de estudio y de preocupación. El humano que nace de la nada y ahí la maravilla, herido desde el nacimiento por la vida, la muerte, el tú y el mundo.

Humano vulnerable y contingente, entre el cielo y la tierra, entre la gravedad y la entropía, con su piel fina y su corazón grande, aquel que siente cuando toca y sus ojos se humedecen, aquel que canta y celebra la vida, y pregona su existencia, que supera lo binario, no el cero y el uno, que también, sino el día y la noche, la luz y la oscuridad, capaz de doblegar la lanza lacerante para hallar la curva de la sonrisa, del abrazo, del regreso, del reencuentro, aquel que no quiere ser un superhombre sino sencillamente ser más humano, fortaleciendo aquello que nos hace más humanos, no en su apartamiento del mundo sino con más mundo, con más contacto, con más afecto y comprensión, en su repliegue del sentir, buscando más el ayuntamiento y el ligamento que la escisión.

El roce de la muerte siempre está ahí, lo sabemos bien, pero si hacemos de nuestra existencia algo concreto, intenso y consistente quizás logremos lidiar los embates del nihilismo, mientras duramos y somos y amamos.

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La fragilidad del mundo (Joan-Carles Mèlich)

Hace un año, también durante la pandemia, en el confinamiento, leí con fruición el espléndido ensayo La sabiduría de lo incierto de Joan-Carles Mèlich, que ahora ha publicado La fragilidad del mundo, ensayo escrito durante la pandemia, donde aborda cuestiones tan interesantes como la seducción de la técnica, el imperio de la prisa, la ceremonia del adiós, los sistemas simbólicos, o la razón desvalida. Muchas cosas interesantes hay en el libro de Mèlich, que ha quedado marcado con un buen número de párrafos subrayados, que a continuación, en buena medida, reproduzco.

De nuevo frente a la metafísica, la cual parece tener todo muy claro, el autor se decanta por la razón desvalida, bajo el presupuesto de que nuestra naturaleza es vulnerable, contingente, finita.
La pregunta que toca hacerse es cómo habitar hoy en el mundo. Un mundo acelerado, cuyo nuevo dios es la tecnología. La lógica que está colonizando el mundo es la lógica de la prisa y de la novedad, en la que lo existencial es un valor a la baja. El mundo reducido a una pantalla fría y parpadeante. Un mundo en el que las cosas solo se diferencian por su precio.

Habitar el mundo significa hoy aprender a vivir en la duda, el sinsentido, en la inquietud y la extrañeza […] la felicidad es una felicidad en la infelicidad, afirma el autor.

Hay una ruptura entre el lenguaje y el mundo. Lo más importante de la existencia es el sentido. El desempalabramiento abre las puertas al vacío.

Para el autor la pérdida del mundo se percibe en una pérdida del tiempo, que se concreta en una triple crisis de la temporalidad: la del pasado o de la memoria, negando la conservación. La del presente o del instante, negando el momento y menospreciando el presente, y la del futuro o de la novedad, negando lo nuevo, cuando solo desde lo nuevo el mundo tiene misterio, y ese misterio es uno de los aspectos básicos del sentido.

Los sistemas simbólicos encaminados a evitar que nos sintamos desvalidos e inquietos, tratan de impedir que aparezcan formas de fragmentación que el autor entiende como estados de ánimo: angustia (cuando surge la existencia aparece como un absurdo radical, angustia combatida hoy a través de la ligereza), melancolía (entendida como una tristeza infinita, como un abismo de tristeza) y pánico (visualizado como una desintegración de la masa dentro de la masa). Ineludibles estos estados si queremos habitar la fragilidad del mundo.

El autor cree que en la incertidumbre está la vida. El sentido de la existencia era la falta de sentido. Ahora ha desaparecido incluso la pregunta. Y afirma que la metafísica no solo no ha comprendido la condición humana, la ha pervertido.

La importancia del pensamiento literario, poético, musical, artístico, la literatura tanto como el arte, intentan captar lo que ni la ciencia ni la metafísica han conseguido: lo real es su devenir.

La razón desvalida es la razón corpórea o poética, aquella que duda y titubea, que no ha superado el estado de provisionalidad. Una razón desvalida que necesita del lenguaje metafórico para sobrevivir. Una razón desvalida está atenta a la genealogía. Sabe que todo lo que es ha llegado a ser y que, precisamente por eso, puede también dejar de serlo. Una razón desvalida sabe que para ver de nuevo el mundo es necesaria una ética de la vergüenza.

Para el autor en Occidente distintas formas de sistemas simbólicos colonizan el mundo, eliminan la disonancia, el vértigo de la fragmentación. Son tres: la forma teológica, la política, y la económica.

Textos como Castellio contra Calvino, o Los hermanos Karamázov, nos previenen de la peligrosidad de fundamentar lo político en lo teológico.

En la política tanto como en lo social se anda siempre buscando un fundamento legitimador, porque a los seres humanos no les basta con lo legal, además necesitan lo legítimo para poder tranquilizar sus conciencias; y lo legítimo habita “en las alturas”.

Por su parte el triunfo de la lógica de lo económico (la lógica del coste-beneficio y el circuito dar-recibir-devolver) ha provocado la pobreza del mundo, su falta de vibración y de cordialidad.

Para el autor la tecnología no es un poder prescriptivo, normativo, sino una seducción que guía la existencia. La consecuencia más evidente de la matematización y de la digitalización es una inevitable pérdida del mundo. Una pérdida que no se concibe como tal. Una lógica que trata de no dejar nada al azar, la lógica de lo útil, lo pragmático, la velocidad, la prisa, el dato y la evidencia. La gramática y la tradición son menospreciadas. Una lógica en la que la conservación es intolerable, en cambio la innovación es sacralizada. El ideal tecnológico es el de la vida eterna. La lógica de la técnica es ajena a la caricia, el llanto, el abrazo, el silencio y el fracaso.

El imperio de la prisa nos lleva a una situación paradójica. Hacer todo mucho más rápido nos llevaría a tener mucho más tiempo libre. No es así. Vivimos como víctimas del huso horario convertido en yugo, apremiados por la aceleración, donde no tomamos conciencia del tiempo, de la duración, pues vamos sumando vivencias sin ganar en experiencia o sabiduría.

La pandemia ha afectado sustancialmente la forma (o incluso la imposibilidad) de despedirnos de nuestros seres queridos. Un capítulo va dedicado a este asunto titulado, La ceremonia del adiós. La manera en la que afrontamos nuestra muerte y la de los demás, propicia hablar del duelo, la pérdida, la ausencia, la compasión (acompañar en el sufrimiento). Habitar el mundo exige la existencia de rituales, ritos que adquieren una dimensión terapéutica imprescindible para poder hacer frente al drama de la muerte y seguir adelante en el camino de la existencia. Ritos como el acompañamiento, el duelo, el luto, el enterramiento y la tumba.

La muerte nos sitúa frente al vacío, a la desesperación. El sentido del mundo es el sinsentido, el único sentido al alcance de los seres finitos.

Y si el Ulises de Joyce acaba con un sí, está reseña, bajo la ética del agradecimiento, concluye con un gracias.

Epicuro

Epicuro (Carlos García Gual)

Me ha resultado muy satisfactoria la lectura del libro de Carlos García Gual dedicado a la figura de Epicuro. Al igual que a otros filósofos como Nietzsche a Epicuro se le atribuye una forma de ser, unas ideas que no se corresponden con la realidad. Si leemos Así habló Zaratustra entendemos mejor su idea del superhombre, un hombre (una especie la nuestra) que ha de progresar todavía, como afirma también Eudald en su Elogio del futuro. En su libro Nietzche apuesta por el hombre y por el amor. Luego hubo quien quiso ligarlo al régimen totalitario nazi que apostó por el odio y la aniquilación.

La necesidad de reducirlo todo a meras etiquetas, sin querer dedicar un minuto a las fuentes, a los textos y escritos de estos filósofos, ha permitido perpetuar ciertas ideas que por pura comodidad persisten sin visos de cambio. Si hablamos de Epicuro hoy, le achacamos un hedonismo (el placer es el bien supremo en un mundo intrascendente) a ultranza o incluso se nos antoja como alguien depravado, licencioso, disoluto, que solo buscase el placer a cualquier precio, ya sea por la vía de la comida, la bebida, las drogas, la fornicación; toda una miríada de vicios.

Leyendo a Gual y los escasos escritos del propio Epicuro esa búsqueda de la felicidad no es proactiva, no se trata de vivir al límite y cometer toda clase de excesos, sino precisamente de todo lo contrario, ya que en el comedimiento, en hacer suyo el «nada en exceso«, hallaremos lo que nos conduce a la serenidad de ánimo.
La felicidad a través de la consecución del placer (un placer tan sencillo como lo es beber cuando tienes sed o tomar el sol cuando tienes frío) se obtiene tratando de sustraerse al dolor, a la enfermedad (Epicuro fue un enfermo crónico grave), no estar perturbados en el alma, a lo que ayuda una vida mesurada, no obsesionándose con la muerte que nos llegará cuando sea su momento, sin que podamos oponer nada. Muerte que elimina el ansia de inmortalidad. «Mientras nosotros somos, la muerte no está presente, y, cuando la muerte se presenta, entonces no existimos«, nos advierte Epicuro.

En su concepción del hedonismo Epicuro difiere de otros hedonistas tanto como de los postulados de Platón y Aristóteles. Para este último el mero existir era algo penoso. Todo ser vivo vive con esfuerzo, nos dice Aristóteles, sin embargo para Epicuro el estado placentero es algo natural y el dolor lo extraño. Epicuro propone una felicidad sostenida sobre la calma y una modesta voluptuosidad, dice Gual.

Una vida que Epicuro consagró en su Jardín (nombre que recibió la escuela filosófica que creó) al estudio, la escritura, el pensamiento, la filosofía, que él entendía como un bálsamo para el alma, como ese medicamento que tanto bien nos hace cuando lo ingerimos.

Gual estudia la obra de Epicuro, una obra que fue extensa (curiosamente de los 300 libros que llegó a escribir apenas se conservan algunas cartas y sentencias, y lo que nos ha llegado de él se conserva gracias a escritores como Cicerón, Plutarco, Séneca (en sus Cartas a Lucilio), Sexto Empírico, y a discípulos como Lucrecio (Gual dedica unas cuantas páginas a abordar el argumento y el alcance de su principal obra, muy a contracorriente para la época, De rerum natura) o Filodemo; también para Nietzsche, Platón y Epicuro eran los únicos filósofos que le interesaban de aquella época; en El Anticristo Nietzsche escribe: volver a Epicuro es volver a un mundo inocente que ignora las ideas de pecado, de penitencia y de inmortalidad introducidas por San Pablo, pues el cristianismo ha nacido sobre el mismo terreno que el epicureísmo, sobre un suelo de podredumbre en los mismos lugares subterráneos y malsanos; si tal vez ha previsto en principio poner fin a tantos y tantos sufrimientos, muy pronto con San Pablo, ha explotado a los miserables: ha querido un aumento masivo del dolor, es decir el aumento de los remordimientos, esa tortura del alma, en provecho del aumento del poder del poderío de los sacerdotes), que abordó en profundidad tanto la física, la ética, entre otras muchas disciplinas, como la justicia y el derecho. Aquí Epicuro siente que no puede cambiar nada fundamental en el opresivo armazón de la vida en la sociedad y el Estado conduce Epicuro a un apartamiento de la vida política. Epicuro no va a subordinar la felicidad del individuo a la mejora de la sociedad, sino que la sociedad ha de ser utilizada como algo al servicio del individuo. El epicúreo, no obstante, vive en la ciudad y cumple formalmente sus deberes ciudadanos, aunque rechaza la ocupación política y se retira al Jardín, porque la amistad es algo mucho más libre y más auténticamente gratificador que el cumplimiento formal de la normativa legal. La justicia deja un vacío que la amistad puede llenar, una amistad que podría poner en peligro la pretendida ataraxia en Epicuro, esa serenidad. Ya que uno cuida y sufre por sus amigos e incluso estaría dispuesto a morir por ellos.

Su concepción atomista de la realidad (estamos aquí por puro azar) le lleva a no aceptar ni la Providencia ni la Teodicea, algo que le acarreará críticas de toda clase, viéndose Epicuro tildado de ateo. Hoy Epicuro se ha convertido en un lugar común, en una etiqueta, cuyo nombre se usa en vano (muy en línea con el abaratamiento del lenguaje imperante), en el reverso de Séneca, con el que compartía muchas cosas, pues el espíritu de Epicuro no distaba mucho, al menos en cuanto a su anhelo de serenidad, del estoicismo de Séneca.

El placer de Epicuro no va ligado a la ostentación, al derroche del que hacen gala a bombo y platillo hoy muchos futbolistas, cantantes, empresarios, aquellos que están forrados y no saben qué hacer con su dinero, más allá de gastarlo a manos llenas. El placer de Epicuro es algo más de andar por casa, más mundano, más accesible, que consiste en evitar los sufrimientos innecesarios y en satisfacer las necesidades espirituales y corporales, que Epicuro resolvía con una conversación entre amigos, un vaso de agua, unos trozos de pan y saliéndose de madre, unos trozos de queso. Un placer, como se ve, frugal, nada cristianoronaldiano.

El ensayo de Gual con su prosa ágil resulta ameno, instructivo, bien documentado, y creo que cumple con su propósito de alentar al lector a romper con las ideas preconcebidas que podamos tener de Epicuro, para leerlo y encararlo desde ahora de otra manera.