Archivo de la categoría: Candaya

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Morir en agosto (Javier Martín)

Todos los caminos conducen a Roma. Aplicado a la literatura esto viene a ser que Todos los caminos (me) conducen a Enrique Vila-Matas. Comienzo los Cuentos salvajes de Ednodio Quintero y ahí está el prólogo de EVM. Leo El reino de Tavares y ahí está el prólogo de EVM. Principio el 2020 leyendo Morir en agosto (2004) de Javier Martín y me imagino que ya se van haciendo una idea de quién es el prólogo. Sí, EVM escribe el prólogo y además es un personaje de la novela, como también lo es Roberto Bolaño, que seis años antes había publicado Los detectives salvajes, cuya estructura replica Javier. Un Javier muy dado a lo metaliterario de ahí que la presencia de EVM sea ineludible porque cuando éste un buen día pilló a las musas distraídas y a bocajarro les preguntó Que és la metaliteratura, sin titubeo alguno y cual corifeo respondieron Y tú nos lo preguntas. La metaliteratura eres tú, Enrique.

Morir en agosto supuso el debut como novelista de Javier Martín (1965, Andorra (Teruel)) y a su vez supuso también casi el debut de una editorial en sus albores. Hablo de Candaya. Este fue su segundo título editado. ¿Saben cuál fue el primero? Mariana y los comanches de Ednodio Quintero. La literatura, se ve, es un circuito cerrado.

La novela es un circunloquio de 264 páginas. Si Bolaño nos tuvo en cantar durante un sinfín de páginas en pos de Cesárea Tinajero, Javier hace aquí lo propio sin desvelar hasta el final qué sucedió con Ruth Balvey, una joven a la que Santos Puebla frecuentó durante dos veranos en su pueblo cuando tenía 13 años.

La primera parte son fragmentos de testimonios de amigos y familiares de Santos Puebla que dan como resultado una naturaleza muerta -todas lo son- un bodegón humano que no permite llegar al centro del ser de Santos, escritor con obra escasa que se relame en el durante, en la imposibilidad, en el solaz de lo inconcluso (ahí entra EVM y el discurso bartlebyiano, la escritura como algo parecido a escribir en la niebla, el espacio en el papel en el que la realidad y la ficción se confunden, aparean, amalgaman), pero a su vez con la idea y el empecinamiento de escribir una novela que le permita exorcizar su pasado y hacer la autopsia a sus recuerdos, con las limitaciones de la memoria y las asechanzas del olvido.

La segunda parte es el testimonio de Julián Ríos, «facultativo» que trató a Santos y encarrila la narración por las laderas del ensayo acomodando su discurso a la crítica a una sociedad obsesionada por la seguridad, que no acepta la muerte, ni la diferencia, que censura cualquier alteración en la conducta y aumenta el censo de locos en los manicomios. Presente la figura de Panero y ese FIN inasumible por aquellos que aspiran a la eternidad, que deshechan el lastre del pasado y el presente les parece poco más que una anécdota.

Finalmente el circunloquio concluye. Sabremos quién fue Ruth y qué pasó con ella y en qué medida esto conformó o deformó (cuando la existencia es un sumatorio de días con más fusta que fuste) al Santos escritor, a quien la literatura, a pesar de todo, salvaría del vacío, o eso dice.

Un notable debut el de un Javier que me parece que no ha publicado más novelas, regresando así a la alegría del inédito y del repliegue en el anonimato.

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Null Island (Javier Moreno)

Conviene no dejar un libro a medio leer sobre la mesilla, viene a ser como un gatillazo, para decirlo con el espíritu de la novela. El libro emite un zumbido, un lastimero ay de abandono, más molesto que los guasaps entrantes superada la medianoche. Me alzo, cojo el despertador, el libro y una manta y voy al salón. Las 4:40. Desvelado, no voy buscando la visa para un sueño, ya pasado. Oigo el silencio. Todo negro ahí afuera. Meto los carámbanos de carne bajo la manta, pero leer sigue siendo para mí, aún hoy, una labor menestral, a saber, pasar las páginas, sentir el cálido aliento del texto, la combustión de la prosa, la literatura como tierra promisoria, la expectativa como zanahoria…

Javier Moreno (Murcia, 1972) publica en Candaya Null Island. Por aquí han circulado Click, Alma, 2020, Acontecimiento. Seguiré leyendo a Moreno en tanto en cuanto me siga poniendo como aquí el intelecto primero esponjoso luego erecto, fortalecido (en términos de recepción de la lectura hablaría de una onda expansiva), en la medida que sus textos se ubiquen en las antípodas de una prosa alopécica, erial de papel al que Moreno contrapone aquí su esperado y feraz discurso, tocando distintos palos de las ciencias (astronomía, matemáticas, física…), las cuñas etimológicas, los aforismos (La hipotaxis es, al fin y al cabo, la apnea del pensamiento), las reflexiones de todo pelaje –descubre, ese hombre, que la vida, en efecto, no es más que la anestesia de la infancia, de esa enfermedad y ese éxtasis que es la infancia– las continuas digresiones merced a los sueños, la imaginación elástica de la que brotarán ideas, cual esquejes de las Obras de Levé, el empeño por desbordar los límites de la prosatiovivo, del tren de la bruja donde leer, simplemente, esperando el escobazo, el fin del viaje. Me gustaría escribir una novela en la que no ocurra nada, pero que obligue al lector a ser leída de forma compulsiva decía GHB a cuenta de Nemo. Javier Moreno crea un personaje, un escritor, que quiere sacar adelante, o despeñar, su novela sin tener que recurrir a los personajes, prescindiendo de ellos. ¿Se puede? Sabemos por EVM que el concepto de argumento está sobrevalorado. Moreno lo sabe y sube la apuesta de GHB (que también aparece en este libro) y le tira un órdago al lector (bajo la hipótesis de que hubiera alguien al otro lado del libro).

Moreno se convierte en un émulo de Philippe Petit subido al alambre, hollando el vacío. El uno de la literatura contra nadie. Acojonante, piensa. Tiene todas las de perder. Allá arriba la entropía se descojona del equilibrio imposible del escritor funambulista, aquel que ve las torres tan lejanas que siente el vértigo de lo imposible, pero Moreno Petit avanza, es todo posibilidad, potencia pura, la realidad un decorado, su escritura unas gafas de realidad virtual con las que ir moviendo historias, anécdotas, vigilias con las yemas de los dedos como los protagonistas de Minority Report. En el vórtice de la ingravidez, en los márgenes celestiales del texto, se dan cita realidad y ficción, sueño y vigilia, lo subjetivo y lo objetivo, el impulso sexual como principio rector, la impotencia como trama, pero simplemente un señuelo, porque no va detrás de un clímax, de un orgasmo, sino que va disponiendo las distintas cargas explosivas (la gran voladura en mente): un polvazo trabucado por aquí y la presunta enfermedad, una infidelidad por allá, Soria y su olmo viejo por acullá, las compras virtuales y Amazon, Google Earth, Wikipedia, portales de contactos, WhatsApp, toda esta arquitectura virtual (en la que vamos sedimentando tiempo y deslocalizando afectos, mermados estos a base de delegar nuestro sentir no en el habla sino en uniformadores emoticonos de toda clase) del más allá integradas aquí, en la narración de forma plausible, helando la sangre con un bloqueo, zozobrando en la espera de un guasap no leído ni respondido, eviscerados todos nosotros en las ávidas manos de un gran hermano que bebe nuestra sangre y linfa con aspecto de metadatos.

El escritor se exhibe, valga la paradoja, escondiéndose bajo toda clase de máscaras, practicando además una suerte de escapismo de sí mismo, houdinizándose. Dejemos a Moreno Petit allá arriba, divagando, orbitando (imposible órbita lineal), roturando entre las nubes (aliento universal de un escritor que cabe en un bolsillo) su prosa de textura científica y lírica (si ambos epítetos son compatibles, que lo son a la vista (de pájaro o dron) está), lectura que me retrotrae a la ingravidez experimentada cuando leí Momentos humanos de la tercera guerra mundial de DD.

Moreno no es que vaya a más. Sencillamente se propulsiona, creo.

Candaya. 2019. 220 páginas

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Caballo sea la noche (Alejandro Morellón)

Caballo sea la noche de Alejandro Morellón (Madrid, 1985) recién publicada en Candaya es una novela que recomiendo leer del tirón. Relato sostenido en una prosa que cabalga briosa pero sometida a las riendas de Alejandro que irá reservando y dosificando el misterio, saturando la atmósfera que deviene opresiva. Una casa, cuatro miembros: un hombre, una mujer, casados, dos hijos adolescentes. Un espacio cerrado. Algo que ha sucedido y los ha dejado a todos hechos trizas.

El texto es un gozne que transita del amparo familiar, de la dicha consumada en la alegría infantil y el reverdecer adulto en esa misma alegría en la que bañarse una y otra vez, a la que volver en bucle desde los álbumes familiares, a la familia destructora, aniquiladora, campo otrora mimado ahora minado cuando queda claro que nosotros somos aquello que los otros hacen de nosotros -slime de carne-, cuando el espejo devuelve una imagen que no casa con lo que uno es o cree ser, cuando la imagen diáfana se devuelve astillada por los convencionalismos sociales, la moral inquisidora, la comprensión del deseo desechando lo proteico e indómito de un plumazo.

En 87 páginas Morellón alumbra e ilumina lo innombrable con una novela osada, intrépida, tanto por la cuestión que maneja como por el tratamiento que hace de la misma, pasándose el puritanismo por el forro de su escritura, como una tuneladora en pos de las raíces de la identidad, caligrafiando un relato de belleza tenebrosa, que deja en el espejo un aliento, el hálito de un imposible amor extinto, que no es ya un acróstico nominal familiar, porque se sabe punto de fuga, sempiterna galopada.

Candaya. 2019. 87 páginas

Alejandro Morellón en Devaneos

La noche en que caemos
El estado natural de las cosas

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Cuántos de los tuyos han muerto (Eduardo Ruiz Sosa)

Cuántos de los tuyos han muerto, libro de relatos de Eduardo Ruiz Sosa (México, 1983), editado por Candaya, debería de llevar a modo de faja, una liga negra con una inscripción donde se leyese, en mayúsculas, MEMENTO MORI.

Sobre ese estado alarmado y de excepción que es la vida y también de sitio, del no lugar, Eduardo escribe once relatos y una coda, a cual mejor.

Sabía que Eduardo había escrito la novela Anatomía de la memoria y en estos relatos hay muerte y memoria, esa muerte en vida que nos sobreviene cuando comenzamos a olvidar(nos) de las cosas y de nosotros.

El interregno que media entre la nada de la que venimos y la nada a la que vamos, aquello que llamamos vida, soberana, la puebla Eduardo de fantasmas reales, de sordidez y truculencia, metiendo el bisturí entre las vísceras de una realidad que eviscerada resultará tan atroz como verdadera, así que no nos extrañe que, por ejemplo, una hija quiera envenenar a su madre, que otra hija viaje con el cuerpo (cenizas) de su madre en una maleta, que unos amigos busquen la manera de aliviar (ultimar) la existencia a un amigo que estando en la últimas va enviando a la Parca a otros, presuntamente, en mejor estado, aquel que escenifica su muerte hasta que un buen día la clave del todo, la madre que se va de este mundo sin haber confesado a los que se quedan sus deseos y dejando una estatua trunca y sin su restitución o ese hermano que busca y rebusca a su hermano desaparecido, casi a diario, en un depósito de cadáveres hasta encontrar una solución desesperada que te hace crujir por dentro.

Son estos los elementos con los que Sosa, cáusticamente, adereza unos relatos breves, ninguno supera las veinte páginas, en los que a pesar de estar una y otra vez la muerte ejerciendo de serenovigilante, los distintos enfoques, desarrollo y ejecución no dejan sensación de reiteración ni nada parecido, más bien lo contrario, una sensación de extrañamiento sorpresa perplejidad ante una voz narrativa propia (la sintaxis encabalgada, la (puntual) falta de comas y la disposición de las palabras logra vigorizar los textos), aquella que surge como una copia sin modelo.

Hablamos en definitiva de unos relatos insoslayables, de un candayazo en toda regla.

Candaya. 2019. 173 páginas