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José María Pérez Álvarez

Nembrot (José María Pérez Alvárez)

José María Pérez Alvárez
Trifolium
2016
500 páginas

El título, Nembrot (Transmigraciones y máscaras), es acertado, porque si creemos que las palabras nos conducen al corazón de la historia, erramos, dado que las palabras a menudo son la pulpa, las máscaras que nos imposibilitan llegar a ver el hueso, así Bralt, quien cuanto más «escribe», más desleído resulta para Horacio, pues leer los libros de la Serie Rosa de Bralt, a pesar de sus tintes autobiográficos, no le aportará nada a Horacio sobre la esenciabraltiana, tal que Bralt en su «quehacer literario» lejos de ofrecerse se enmascara, en su registrar la realidad, la alteridad, y la diseca, operando como un taxidermista, sacando el jugo a las presencias reales circundantes para fijarlas luego negro sobre blanco. Bralt, «escritor» quien se ve más como un traductor (o como un plagiario, o como un falsario, o como.) que como un demiurgo, pues si todo está ya escrito, si todo lo han dicho ya otros antes, al final, la literatura sobrevive jugando con la desmemoria de la humanidad, para de ese aliento, creer(nos) que lo leído es nuevo, original, singular, pues como para decirlo con Heráclito, nos bañamos cada vez en un libro distinto, aunque el agua, fluya o no, no nos engañemos, siempre sea agua, y al hilo del escritordemiurgo, pienso que si un autor cuando entrega un libro a la editorial para su publicación, obra como tal demiurgo, como el creador de un mundo poblado de sus personajes y sus historias, pienso la tentación que asediará a menudo a los escritores al querer modificar su libro ya publicado; corregirlo, aumentarlo, minorarlo, prenderle fuego, y no sé si a esta pulsión de querer rehacer el mundo ya creado atiende que Nembrot, publicado en 2002, ahora casi 15 años después, vea un nuevo alumbramiento, con quince capítulos que en su día no se publicaron, pero que ya estaban escritos, y con otros capítulos que incorporan algunos cambios, y aquí sería interesante haber simultaneado las dos lecturas, de cara a determinar en qué medida esta obra que nos ocupa es mejor que la anterior, si la expansión es justificada, si la novela que entonces leí y me pareció notable, ahora resulta sobresaliente, o si como todos damos por bueno, de tanto que nos dan la brasa, no conviene nunca cambiar el pasado, así con los libros ya escritos.

Leo que el autor, José […] Álvarez dudaba acerca de la publicabilidad de este manuscrito. Después de leer a lo largo del presente año a Joyce, Cortázar, Bayal, Pastor, RMG, esta novela es más de lo mismo: CAZA MAYOR (y no hablo de elefantes regios ni de felinos mostrencos). El autor emplea un aluvión de palabras, durante casi 500 páginas, para referirnos no solo una historia de desamor entre dos hombres: Bralt y Horacio: líneas paralelas que ni concurren ni horadan, sino otras muchas historias que transcurren en París, Dublín, Vigo, Cangas (que me traen ecos de Rayuela, de Joyce, con capítulos gloriosos como Mollyday) donde Bralt verá asomar su homosexualidad, sin llegar a asumirla, hasta que un buen día llega a compartir techo, que no lecho, con Bralt, y es la tensión sexual no resuelta, la imposibilidad, lo que alimenta la f(r)icción de la novela de desazón, de desgarro, superado lo pornográfico (y evitando por tanto esa prosa ramplona que coge, perdón, ase todo minga por hombre), incluso lo erótico, por la búsqueda de la ternura, del afecto, del cariño, en pos de un amor ideal que busca la tranquilidad y no la sordidez, la luz y no la oscuridad, los arrumacos frente al televisor en lugar de los escarceos en urinarios fétidos e inmundos, la posibilidad de vivir una historia de amor que no resulte más trágica o dolorosa que la del resto de mortales heteros, que no sea una sima, una continua bajada a los infiernos, cada vez que se busca aquello por lo que no se debiera pagar un precio emocional tan alto.

En la narración juegan un papel importante las digresiones, sean las bolas de Horacio, bolas de papel que arroja en la papelera de la pensión a la que va a parar tras salir de la vida de Bralt, y que nos permiten acercarnos a Horacio tanto como lo permiten unos pensamientos vomitados en un papel arrugado y arrumbado, sea Uno, o Pedro, que nos retrotraen hasta la guerra civil española, donde esa guerra, y cualquier guerra, viene a ser una representación donde unos tienen el papel de víctimas, otros de verdugos y donde la historia, se reserva el papel de guionista y directora, para pergeñar una tragedia griega, ibérica en esta ocasión, donde quizás toda guerra se reduce, por ejemplo, a que un padre se vea obligado a tener que elegir el hijo que se salvará y cual será fusilado. Una guerra en la que nadie gana, en la que todos, en mayor o menor medida, pierden algo.

Decía que son casi 500 páginas donde el autor no deja de jugar con las palabras, de sacarles jugo, construyendo al estilo Joyceano otras, echando mano de un léxico profuso, expansivo, en el registro de otras voces, como los argentinismos de Bralt. Precisamente ese esfuerzo, el reto que se nos plantea al lector (hembra o no) fruto del talento autoral, recompensan nuestra lectura, tornándola una singladura gozosa y proteica, abundante en hallazgos, pues no sólo este quehacer denodado y creativo, sino los distintos cambios de rumbo, los saltos temporales (que permiten por ejemplo completar una suerte de elipsis madamebovaryflaubertiana, paseo en carro mediante), las narraciones en primera, segunda o tercera persona, son técnicas que al tiempo que hacen la narración más prolija y enrevesada, la enriquecen, merced a la mirada del autor que reflexiona y abunda mucho y bien en: la soledad herida que convierte a los humanos en lúcidos pecios, el envejecer con cierto decoro; un envejecer que se alimenta más de resentimiento que de melancolía; lo trágico del qué dirán, ese dedito acusador que señala, los prejuicios que desnortan y aniquilan, el miedo paralizante a ser y vivirse Uno mismo, la capacidad que tienen los personajes literarios de trascender y llegar a fagocitar a sus autores, la distancia nula entre vida o literatura, cuando no son la misma cosa, las existencias reducidas a una sisífada donde un buen día nos fallan las fuerzas y el pedrusco nos lamina y un humor, a ratos mágico como el desplegado en el brillante capítulo El viaje imposible (65) que se derrama y empapa todo el texto; todo esto y otras muchas cosas que se me quedan en el tintero, en mi opinión, alumbran una obra que creo que va a envejecer bien, dado que posee las cualidades que hacen devenir unas pocas obras en clásicos.

Unos libros se leen, otros como éste se habitan durante días.

Pensaba escribir esto mañana miércoles, pero enterado de que los miércoles no existen, lo hago ahora. Si Álvaro Cunqueiro creó Mondoñedo y las lecturas de sus obras evitaron su velamiento, a su vez, todo libro, cual contrato, se perfecciona, no con una rúbrica, sino a través de su lectura. Leyendo vivificamos el libro, y ese texto, ya alado, vuela hacia la inmortalidad. O no.

Acabo.

Sea la literatura una liturgia. Siendo esta novela la hostia. No comulgar es pecado.

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Maleza viva (Gemma Pellicer)

Gemma Pellicer
2016
Jekyll&Jill editores
128 páginas

Si ya una novela a veces transmite poco o nada, con los aforismos y microrrelatos, en un recorrido tan corto, llegar a tocar la fibra del lector, se me antoja harto complicado, algo que tiene que ver más con la alquimia, con aquello que leemos y con aquello en que nosotros los lectores lo transformamos en nuestro leer, aquello que convertirá la anécdota, la ocurrencia, el chispazo, en electricidad.

Este libro de Gemma Pellicer (Barcelona, 1972), editado por Jekyll&Jill son microrrelatos (más de 90), desde un par de líneas a un par de páginas, pero el resultado, en conjunto, no me ha convencido, salvo algunas cosas puntuales, como Tentación, El loco de la Ku’Damm, La mujer que no era, Aunque sigamos a oscuras, que sí me han gustado.

La autora juega con los elementos de los cuentos, o bien se ciñe a lo explícito: un artista callejero increpado por unos jóvenes, un vagabundo exhibicionista que se lleva una reprimenda por parte de una joven a la que le quiere enseñar su cosita, el mendigo que anima a alguien a ir detrás de su deseo. Tenemos también una España a la venta, a precio de saldo casi, y hay también amaneceres poéticos, piezas de teatro, cuerpos que crecen y otros que se achican hasta desaparecer, cartas a hijos que osan acercarse al Árbol del conocimiento, buceadores que se despojan de su vida para encontrar en sueños lo que la vida no les dará nunca, aves de paso como lo son las vidas siempre fugitivas, etc.

Lo que sí creo que late en el libro, es lo que da nombre a uno de los microrrelatos, el Principio de contradicción, ese querer y no querer, que nos lleva a hacer y a deshacer, a esperar y a desesperar, a obrar y lamentarnos, esa pugna constante y feroz contra nuestra naturaleza viva, que se rebela contra nosotros, ese juego de contrarios que nos domina, que nos eleva y nos degrada, que nos hace gloriosos y patéticos, la f(r)icción de la realidad, en definitiva, que tanto ju(e)go da en lo literario.

Pepitas de calabaza

Sabía leer el cielo (Timothy O´Grady y Steve Pyke)

Timothy O´Grady
Fotos: Steve Pyke
Pepitas de Calabaza
175 páginas
2016
Traducción: Enrique Alda
Prólogo: John Berger

Esta novela editada por Pepitas de calabaza, con traducción de Enrique Alda, la podemos entender como la visita a un museo en cuyas paredes vemos colgadas fotos en blanco y negro. Fotos de rostros alegres, tristes, radiantes, vencidos, piadosos, perplejos. Fotos de parejas con hijos, de acantilados, de tumbas, de espantapájaros. Fotos borrosas, fotos de manos ajadas, de chozas, castros, carreteras.

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Supongamos que junto a esas fotos hubiera unos textos que dieran cuenta de lo que vemos en las fotos: los nombres de los dueños de esas caras, la ubicación física donde se hicieron las fotos, cuándo se tomaron. Seguiríamos sin entender nada. Nos haría falta un relato, un imán que juntara esas limaduras visuales, las existencias, los espacios físicos, que cogiera el cabo del pasado para contarnos una historia, que en esta novela son muchas historias, ya que la voz que narra es la quintaesencia de aquellos movimientos migratorios que tuvieron lugar en Irlanda, en la segunda mitad del Siglo XX.

El narrador es un hombre que en su postrera vejez (ese momento vital en el que el trabajo ya está hecho) recuerda lo que ha sido su vida hasta entonces. Él es uno de los muchos que tuvieron que emigrar a los Estados Unidos, a Australia, a Gran Bretaña y fue su quehacer en una tierra extraña: pavimentar carreteras, romper cemento, excavar, retirar barro, levantar muros, contar ladrillos, hacer carreteras.

Vidas en el exilio, tristes, míseras, vacías, malgastadas, sin apenas pasado al echar la vista atrás y sin futuro, ante días que se reparten entre duros trabajos y tabernas nocturnas en las que ahogar cualquier pensamiento en alcohol, donde solo la música les ofrece algo de consuelo y alegría. En el caso del narrador, también vendrá en su auxilio el amor redentor que encontrará en una mujer, en Maggie: su luz y su camino.

Ver las fotografías de Steve Pyke produce un efecto, leer las palabras de Timothy O´Grady produce otro. La suma de ambos, fortalece la narración, potencia la capacidad de evocar, y como dice John Berger en el prólogo, aunque las imágenes y las palabras no dicen las mismas cosas, ni conocen lo mismo, la suma de ambas creo que da lugar a una novela conmovedora, puntualmente cómica (El ojo de un caballo conforta. El ojo de una vaca entristece. El ojo de una oveja hace pensar que te vas a volver imbécil con solo mirarlo) cuya prosa sencilla y neta no ambiciona explicar el pasado, sino más bien mostrar nuestra soledad y nuestro tránsito -la lucha por la supervivencia- nada glorioso, en nuestro deambular por la faz de la tierra.

El pulso de la desmesura

El pulso de la desmesura (Amelia Pérez de Villar)

Amelia Pérez de Villar
Fórcola ediciones
2016
136 páginas

La voz que narra es la de Lola, en un monólogo que trata de atrapar al lector y que sin embargo languidece sin remisión desde su comienzo.

Visualmente la narración tiene la apariencia de un poema, pero sin el aliento poético de este; más bien un estertor agonizante, con una prosa mortecina al servicio de una historia banal, que va poco más allá de la anécdota y que la autora no consigue poner en pie ni insuflar algo de vida en ningún momento.

La protagonista de esta novela de la escritora, editora y traductora Amelia Pérez de Villar es una modelo que ahora se ha reciclado como artista, como una artista del vacío, pienso, que se siente ninguneada por su pareja, quien la desatiende en todos los terrenos, a ella, que quiere ser querida, amada, colmada y que también quiere ser madre. Y mientras ella monologa, se aburre, se amorra al tedio y entra en bucle, su pareja no acaba de llegar (pues prefiere estar trabajando en lugar de con ella) y ella despechada se prenda entonces de una presentador de noticias, catódico, y fantasea con estar inválida, mientras la postración, el lamento, la súplica, la insatisfacción, conforman sus coordenadas vitales, y su malestar es el de una Penélope 2.0, moderna, que hace de la banalidad, la frivolidad y sus reiterados chapuzones en naderías, su alimento vital, capaz de contagiar su hastío y aburrimiento al lector, un servidor, que hizo un paréntesis en la lectura de Herzog, para leer esta apuesta de Fórcola ediciones, y que en comparación con el libro de Bellow solo hace que mi valoración negativa hacia esta novela me lleve a plantearme a que se debe que novelas simplonas y epidérmicas (donde todo es piel y apenas hay sustancia) como la presente vean la luz, cuando habrá por ahí manuscritos maravillosos cogiendo polvo en muchos cajones; misterios del mundo editorial.