Archivo del Autor: Francisco H. González

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La herencia (Vigdis Hjorth)

¿Cuántas familias se rompen a consecuencia de una herencia? ¿Cuántos hermanos dejan de hablarse a raíz de las disputas generadas por las herencias cuando los ojos de los herederos se dilatan cual emoticones con el símbolo de dólar -aquí kroner- impresa la codicia en sus pupilas? ¿Por qué la concordia, el afecto, se transforma en algo viscoso, impregnando sus acciones de un chapapote que les impide ver de nuevo sus manos blancas, ya envilecidas?

Mucho de esto parece tener en mente la escritora noruega Vigdis Hjorth (Oslo, 1959) cuando concibe La herencia, editada por Nórdica y Mármara, novela en la que a lo largo de más de cuatrocientas páginas irá desplegando ante el lector las hostilidades familiares creadas en el seno de una familia cuyos herederos, tres hijas: Astrid, Åsa, Bergljot y un hijo, Bard (objetivo en su niñez de la violencia paterna), tendrán sus más y sus menos al hacer valer sus derechos sucesorios. Algo que viene de atrás porque antes de la muerte del padre, Berjlot ya se había distanciado, poniendo tierra por medio, rompiendo los lazos familiares en la esperanza de salir del influjo de la férula paterna y materna, pero a la cual le tocará volver al redil, a su pesar, cuando la herencia esté encima de la mesa.

Los tejemanejes jurídicos son la punta del iceberg. Lo que hace avanzar la historia, sin apenas resistencia, es el presunto suspense generado acerca de lo que Berjlot sufrió cuando era joven, a manos de su padre. Algo que se califica como innombrable, mi historia, etc, que la autora va demorando durante cientos de páginas (hasta la 240) y que lejos de crear algo parecido a un clímax, a fuerza de un estilo indirecto y unas cuantas machaconas repeticiones (la película Celebración, su viaje a San Sebastián en dónde se cifra a la perfección la escasa capacidad de Vigdis para la descripción, además Hjorth no es Bernhard y en su caso las reiteraciones cansan) traban la lectura, impidiendo que esta coja vuelo, recreándose la narración en detalles perfectamente prescindibles que rebajan la tensión hasta convertirla en algo raquítico, sin el mordiente de otras novelas, como por ejemplo Caballo sea la noche, que generaba una tensión muy bien resuelta despachada en menos de cien páginas. No precisaría mucho más La herencia si Vigdis Hjorth hubiera ido al grano desde el minuto cero en vez de andar mareando la perdiz, “distrayendo” al lector con una psicología de todo a cien y una escritura mortecina y tan de andar por casa que lo sencillo acaba abandonado, sin retorno, en brazos de lo simple, sin dotar a la historia de Berjlot de la hondura que precisa, rascando apenas la superficie en su empeño por desentrañar la problemática que sufre la víctima de abusos sexuales en el entorno familiar, en el que el acosador (el padre), la acosada (la hija de siete años), la esposa del acosador (la madre), las hermanas de la acosada, abordarán la violación como algo presunto, puesto en tela de juicio, que ha de ser demostrado, sin ser creído a pies juntillas, lo que le supone un trauma a Berjlot (su verdadera herencia) que no contará con el apoyo de nadie de su familia, que como mucho la escuchan pero sin aliviar ni reparar su dramática situación (ni antes ni ahora), tildándola de fantasiosa, como si todo esto fuera una forma como cualquier otra de llamar la atención. Lo único rescatable es confirmar cómo los lazos familiares a veces se convierten en cepos, celadas sentimentales de las que resulta casi imposible evadirse.

Mármara Ediciones & Nórdica libros. 2019. Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo. 444 páginas

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El uso de la foto (Annie Ernaux/Marc Marie)

Todo son signos. La ropa arrugada dispuesta a lo loco, al azar, sobre el terrazo, el parquet, sobre un sofá, una lámpara… Esa imagen, nos devuelve las horas previas de amor/sexo/pasión/deseo de una pareja, en la cocina, el pasillo, la mesa de un escritorio, la habitación de un hotel…

Annie Ernaux (Normandía, 1940) y Marc Marie (Boulogne-Billancourt, 1962) deciden que de sus encuentros amatorios tomarán las fotos de la disposición de sus prendas y zapatos, que viene a ser algo así como un bodegón del deseo, en el que un liguero o un boxer sustituyen a una yacija, una hogaza, piezas de caza…
Seleccionan las fotos, catorce, en las que no mediará alteración alguna, en las que el objetivo fija y preserva esos instantes.

Luego Annie tiene la idea de escribir sobre las fotos que principian cada uno de los capítulos, fotos en blanco y negro, que se recogen todas juntas al final, en otro capítulo llamado Álbum, ahí ya en color, lo que le lleva a uno a pensar que si directamente se hubieran usado las fotos en color no hubiéramos disfrutado ni tendrían sentido las palabras que Ernaux dedica a hablar del color del calzado, la tapicería, la moqueta, la ropa interior. Marc Marie accede al juego que le propone Ernaux, y cada capítulo va con dos textos escritos sobre cada foto por ambos. Textos que el otro desconoce (con curiosidad y temor hacia lo que el otro haya escrito), y ahí reside parte del encanto de este libro tan original, porque está por ver si la escritura les une o desune.

Los textos amparan la enfermedad de Ernaux, su cáncer de pecho, que se muestra sin velos, tal cual es, enfermedad que dicen forma parte de su relación, un triángulo sexual con ellos dos y la enfermedad de ella. Ernaux recibe quimioterapia, se suceden las visitas al Instituto Curie pero la vida sigue y el sexo vivificante también, el tiempo pasa y escribir sobre las fotos es volver al pasado, ejercer la memoria (volver a las navidades que tan poco gustan a ambos, comprobar cómo París muda de piel y cierran los negocios de antaño; las canciones y las fotografías que podrían explicar una vida), tomar conciencia del principio y el final de las relaciones (Marc deja a su pareja para estar con Ernaux), de cómo lo que aparece en las fotos dice mucho menos que lo que no aparece, la manera en la que las últimas fotos pierden espontaneidad y frescura, al buscar una estética que atenta contra el sentido del instante.

La escritura invade lo íntimo hasta llegar casi a la frontera de la piel desnuda. No hay impostura, ocultamiento, simulacro. La enfermedad va en crudo, natural, sin espacio para el compadecimiento.

Ernaux ya había escrito otros libros que abundan en lo autobiográfico, (Memoria de chica, No he salido de mi noche), pero estas fotos narradas, alimentadas por su prosa (de acero candente) dan lugar a un libro (publicado en Francia en 2005 aquí en 2018), tamizado por los signos de la escritura, que me ha resultado fascinante.

Cabaret Voltaire. 2018. 187 páginas. Traducción de Lydia Vázquez Jiménez

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Mi vida en otra parte (Fernando Ontañón)

El ocho de agosto pasando el día por La Coruña caímos a comer por A Lagareta. Dándole a la tortilla, exquisita, y hablando con Ana, nos enteró de que estaba comiendo fuera Fernando Ontañón (Santander, 1972). El encogimiento de hombros mío se acompañó con un, es escritor, suyo. Añadió que había publicado una novela que estaba muy bien y que estaba ambientada en La Coruña.

Tres meses después he podido leer Mi vida en otra parte, la novela de marras, que podría titularse también La joven que leía a Manuel Vilas, un Vilas que aparece en la novela primero con sus poesías y más tarde como personaje. Vilas nos lleva a Lou Reed, al lado salvaje de la vida, nos enfosca en El hundimiento; el comienzo del libro va con una cita de Thomas Bernhard extraída de su novela Un niño; el mundo como algo infame, ya saben, Bernhard. También presente en el texto los poemas de la Memoria de la nieve de Llamazares. ¿Literatura sobre literatura?. En parte sí, porque la protagonista de la novela es Antía, joven que sufrió lo suyo en el instituto en 4º de la ESO, la cual regresa a su ciudad diecisiete años después de su fuga convertida en una “escritora de éxito”, sea esto lo que se signifique e implique.

Veía el otro día un vídeo del escritor Jordi Sierra I Fabra para el que su paso por el colegio también fue un horror, donde tanto profesores como alumnos parecían confabulados en la idea de acabar con él.
Acoso plasmado en otras novelas como Hello Goodbye libro de Roberto Vivero en el que planteaba como situación de partida la muerte de Jorge, un adolescente de 4º de la ESO que aparecía ahorcado en el gimnasio. Ángel, uno de sus compañeros, se muestra abatido por semejante trance (agravado por pensamientos que barrunta un posible divorcio de sus padres después de una fuerte discusión o ver cómo la abuela irá como la falsa moneda por los domicilio de los distintos hijos), dándole vueltas acerca de las implicaciones que su conducta pudo tener en el fatal desenlace, sintiéndose, en parte culpable y con el empeño de hacer algo para remediarlo, como escribir algo sobre lo que (les) pasó. Lo interesante de la novela era ver cómo los adolescentes, o al menos Ángel -espoleado por su prima Pilar, a través de correos electrónicos o el chat (no existía el whatsapp en 2005)- tratan de coger distancia, son capaces de analizar las conductas de sus compañeros para con los otros, ver que lo que se hace y se dice tiene consecuencias, y también la tendencia a pasar página, a olvidar, a respirar aliviados al comprobar que no son ellos el muerto. El afán de Ángel les permite conocerse mejor, entender que no hay una sola causa que conduzca a un joven al suicidio, y finalmente permitirles dar el hola a la memoria de Jorge y así también el adiós definitivo. Tenía también en mente mientras leía la serie The virtues, y aunque aquella tenía que ver con los abusos sexuales, sí que suponía una interesante y profunda reflexión sobre los traumas infantiles que quedan ahí impresos en la personalidad de las víctimas sin que el paso del tiempo logre erradicarlos. Para la víctima las vejaciones le quedan ahí para los restos, mientras que para el acosador sus acciones abyectas son mero trámite, una chiquillada, cosas de críos, algo que incluso beneficiará a la víctima en la creencia de que las ofensas recibidas harán a ésta más fuerte, más resistente, menos blanda. Luego, el paso del tiempo permite blanquear, justificarlo todo, ajustando el pasado a un presente en el que el niño que fue poco tiene que ver con el adulto que es, al menos para el verdugo, aquí Bea, quien junto a su panda de zorraputas se ensañaron con Antía sometiéndola a toda clase de vejaciones que Antía rumió en soledad, sin compartir su dolor con nadie.

Ontañón se mete en la mente de la adolescente Antía, en el epicentro de su alma, situando ahí una cámara, cuya escritura nos permite acercarnos y ser testigos de su sufrimiento y también de su alegría, porque Roque le abrirá las puertas a otra realidad más vívida e intensa, al maravilloso, balsámico y cauterizador mundo de la música, el cine y la poesía: Reed, Vilas, Llamazares, Allen, Los Enemigos, en las que las frases de películas y las palabras leídas, cantadas, y sentidas a esa edad son tiritas, escayolas, muletas, escudos, cotas de malla contra la desdicha y el desamparo…

Creo que era Séneca el que decía Si quieres escapar de esas cosas que te abruman no tienes que estar en otra parte. Antía huye, deja atrás su ciudad, regresa y comprueba que su escritura no le ha supuesto redención alguna, que los fantasmas siguen ahí, también el miedo, las dudas, la inseguridad, su otra Antía, o la misma de siempre.

Acabo con otra cita del filósofo: Oigo gustoso estas cosas, amigo Lucilio, no porque sean nuevas, sino porque me ponen delante de una situación real.

Ontañón nos presenta y arrima en Mi vida en otra parte una deplorable realidad desgraciadamente cada vez más presente en las aulas, a la que parece cada vez más difícil darle una solución rápida y eficaz.

Editorial Bala Perdida. 2019. 206 páginas