Archivo del Autor: Francisco H. González

Colette

La gata (Colette)

Houellebecq dijo de su fallecido perro Clément. «Tal vez, el ser vivo al que más haya querido«. Esa relación tan especial que existe a veces entre los seres humanos y los animales de compañía es sobre lo que versa está novela de Colette. Alain tiene una gata de la cual está «enamorado» (un amor aparentemente platónico, porque en ningún momento se nos hace ver que haya tratamiento carnal) y cuando éste se casa los celos entre las dos hembras (así las ve Alain) de la casa parece inevitable. Tanto que parece que el asesinato de la gata por parte de la celosa esposa sea la única manera de desmantelar ese triángulo amoroso. Por lo demás la novela me ha resultado bastante simplona y aburrida, a pesar de ciertos apuntes voluptuosos que en su día tendrían cierto morbo. He leído una amarillenta edición de Plaza & Janés de 1963.

Y hablando de gatos recupero esto que leí recientemente en Socotra, la isla de los genios de Jordi Esteva.

Según Heródoto, cuando los persas quisieron conquistar la ciudad egipcia de Pelusium, su general, que sabía de la veneración de los egipcios por los felinos, ordenó a sus hombres que capturaran a todos los gatos que encontrarán y los hizo soltar en el campo de batalla. Horrorizados, los egipcios prefirieron entregar la ciudad antes que hacer daño a los felinos. Incluso tenían una divinidad que era un gato. Era Bastet, la diosa protectora del hogar. Se la representaba con la figura de un gato o de una mujer con la cabeza del felino. Se comportaba como la gata que era, pacífica y bondadosa, pero si se la contrariaba, podría volverse más feroz que Sejmet, la diosa leona. A Bastet le dedicaron varios templos, donde vivía una multitud de gatos sagrados que, cuando morían, eran embalsamados...

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Ángeles rebeldes (Robertson Davies)

Rabelais, Paracelso, luthiers, manuscritos perdidos, académicos eruditos, gitanos, magia, encantamientos, rollos profesor-alumno, sumo intelectual, alquimia, asesinato, suicidio, mentalidad salvaje, fósil cultural, bromas, adivinanzas, chanzas, deyección como acto creativo, escatología, diálogos crepitantes, humor, ironía, novela impublicable, herencia, millonario, amor, amistad, ángeles rebeldes, casamiento… Con estos elementos y otros muchos más, el coloso canadiense Robertson Davies (1913-1995) aplicando todo su ingenio, su humor y su erudición, alumbra una novela que toca muchos palos, que me ha parecido deslumbrante y fascinante (algo o mucho tiene que ver con esto, la gran traducción de Concha Cardeñoso) y que me ha deparado varios orgasmos mentales, salvo su final, que no lo acabo de ver y ante el que me muestro escéptico. Dijo en su día Nuria Barrios, refiriéndose a Robertson, Háganse un regalo: no demoren el placer de leerle. Yo lo había demorado más de la cuenta y ahora apagaré mi sed de Davies yendo en busca del tiempo perdido, a golpe de trilogía. De momento, prosiguiendo con ésta de Cornish y guardando para el recuerdo personajes memorables como Darcourt, Parlabane y Theotoki.
Libros del Asteroide. 353 páginas. 2008. Traducción de Concha Cardeñoso.

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Atlas de islas remotas (Judith Schalansky)

Las islas siempre se nos presentan como algo mágico y misterioso, como confesaba Jordi Esteva en la atracción que sintió desde pequeño hacia Socotra, la isla de los genios. Si bien, como indica la autora de libro, Judith Schalansky, en el prefacio, el Paraíso es una isla, el Infierno también. Judith no viaja a ninguna de las cincuenta islas remotas que aquí se dan cita, sino que el suyo es un trabajo de documentación, donde plasmará con mapas y en menos de una página por isla, y con un tamaño de letra muy reducido, datos pintorescos e históricos que nos den cuenta de los distintos usos y fines a los que han sido destinados estas islas, muchas de ellas diminutas, de pocos kilómetros cuadrados de extensión, algunas poco más que un simple atolón, finas líneas de arena sobre el borde del mar y a riesgo inminente de desaparecer. Islas que han servido como centros penitenciarios, como estaciones meteorológicas, como bases militares y que han conocido ensayos nucleares y lo peorcito de la naturaleza humana, en forma de violaciones, asesinatos, reyertas, infanticidios, etc.

Judith llega a la conclusión de que todo está ya descubierto, desvelado, a pesar de que muchas de estas islas que aquí aparecen diseminadas por los océanos están ahora abandonadas, dado que la vida en ellas resulta imposible. El relato, viene a ser un ameno puñado de anécdotas, algunas muy interesantes como la historia de la Isla de la Decepción, cuyo nombre denota el estado de ánimo de unos navegantes, Magallanes y los suyos, que en esa isla de la Polinesia francesa no pudieron paliar ni el hambre ni la sed que acarreaban, y en su estado lo que experimentaron fue una decepción del tamaño de una isla, o bien el de la Isla Howland y la historia de Amelia Earhart, la segunda persona que cruzó volando el atlántico y que desapareció sobrevolando esta isla -mientras intentaba ser la primera en dar la vuelta al mundo en avión, siguiendo la línea del ecuador- sin poder aterrizar, al no poder divisarla desde las alturas, y ya sin combustible fue junto a Fred Noonan rumbo a la nada. Un texto que rompe con la imagen romántica de la isla paradisíaca, pues si a menudo aquello de pueblo pequeño infierno grande resulta a menudo cierto, en una isla de unos pocos kilómetros de largo y ancho, la convivencia puede devenir inhumana.