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El loro de Budapest (André Lorant)

El loro de Budapest
André Lorant
Fulgencio Pimentel
Año de publicación: 2021
416 páginas
Traducción de Alfonso Martínez Galilea

Toda autobiografía tiene algo de reconstrucción, supone ir armando piezas, las suministradas por la memoria, a través de fotografías o recorriendo en persona la topografía erigida por las ya borradas huellas del pasado.

André Lorant, autor de El loro de Budapest, con traducción de Alfonso Martínez Galilea, mediante esta autobiografía se encuentra a sí mismo, ajusta cuentas con su pasado (proceso autobiográfico en el que espera obtener una sentencia absolutoria); sobre la mesa elementos como el perdón y la reconciliación, sobrevolando su figura la sombra de los traumas infantiles, el exilio, el desarraigo, el sentimiento de desterrado que lo ha acompañado siempre.

André Lorant, nacido en 1930, de orígenes judíos, luego converso, fue bautizado como católico. Mantuvo su prepucio pero perdió sus orígenes, afirma. En 1956 abandonará Budapest rumbo a Francia. En la adolescencia sufrirá primero al régimen nazi, al invadir éste Hungría y después, el yugo soviético.

Todo me hacía pensar en el principio fundamental del sistema soviético: la falta de humanidad asociada a la más despiadada represión.

La escritura de estas páginas le permite a André reencontrarse con su padre y su madre, con el propósito de tratar de entender la naturaleza de la relación que mantuvo con ellos. Con su padre depresivo, mediante pesquisas que quizás le permitan borrar la sombra del suicidio paterno. Y dar luz a la relación tan especial que mantuvo con su madre, la persona que más quiso.

Nacido en el seno de una familia burguesa (en sus recuerdos no faltan los viajes estivales de la infancia a Abbazia, en Italia, los recuerdos sobre las niñeras), André alimentó su espíritu ya desde muy joven con la lírica y se hizo aficionado a la ópera a los once años. Más tarde, la literatura, su tesis sobre La comedia humana de Balzac, le abrió las puertas a la docencia, primero en Budapest y más tarde en París.

En 1997, tras cuatro décadas de ausencias, André regresará a Budapest para emprender una travesía por aquellos lugares que definieron su existencia: la casa en la que vivió con sus padres, su barrio, el colegio de los escolapios, la estación de tren en la que abandono Hungría clandestinamente 1956, los comercios ahora cerrados. Regreso doloroso. La herida sigue abierta.

Esta continua vecindad entre los asesinos y sus víctimas y la incapacidad de todos por enfrentarse al pasado han contribuido a acrecentar mi malestar por hallarme aquí.

Su intención es dejar constancia de cosas que han sido ocultadas en su país, al ser el testigo único de algunas que se verá obligado a transmitir a las futuras generaciones. Entre ellas el antisemitismo húngaro del que fue víctima, llegando a portar su inmueble la estrella amarilla, inmueble que será invadido en 1944. Testigo del ascenso, en las postrimerías de La Segunda Guerra Mundial, al poder, de La Cruz Flechada, con Ferenc Szálasi al frente, partido de carácter fascista, proalemán y antisemita.

El flujo y reflujo de la marea de recuerdos a la que se enfrenta André, rompe la cronología de los hechos, tal que los recuerdos que llegan hasta la playa de su memoria arriban como los restos de un naufragio, a los que el autor se asoma con curiosidad y cierta reserva, pues no sabe en qué momento, aquello que registró su mente entonces, se verá ahora desplegado sobre el proyector de su memoria, para ser luego registrado en estas páginas dolientes y cauterizadoras.

El loro de Budapest son las espléndidas y sutiles memorias de un pequeño-judío-de-Budapest-que-todavía-vive.

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Mía es la venganza (Friedrich Torberg)

En julio de 1944 el relato de Vasili Grossman sobre las atrocidades acaecidas en Treblinka fue uno de los primeros en sacar a la luz el holocausto judío perpetrado por los nazis.

Un año antes, Friedrich Torberg escribió Mía es la venganza, relato con traducción de Julia Álvarez Grifoll, en el que un grupo de prisioneros, algunos judíos, están internados en el campo de concentración de Heidenburg, en tierras holandesas.

La encarnación del mal aquí es el nazi Wagenseil, cuyas prácticas abocan a algunos reclusos al suicidio, sin escatimar en torturas y todo aquello que permita vejar y cosificar a las personas hasta reducirlas a una apariencia inexistente. Judaísmo que para Wagenseil ha de ser exterminado y dado que los judíos para él no tienen derecho a la vida, les da la posibilidad de que se quiten la vida por sí mismos. Esto supone un debate en el grupo de judíos porque un aspirante a rabino, desecha en todo caso el camino de la violencia y la venganza, ya que ésta, a su parecer, es una potestad divina que solo puede llevar a cabo Yahvé.
Así parece no haber escapatoria y solo restaría, agostada toda esperanza, dejar que el destino fije la hora final.

Aunque como veremos, sorpresivamente, hay lugar para otra solución final, y luego para el remordimiento y la espera, para entonces, como Drogo, no esperar ya al ejército enemigo, sino buscar en la linea del horizonte los barcos que llegan a puerto, porque la salvación tiene su parte de condena.

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Cómo se llama (Rodrigo García)

Texto breve, apenas 90 páginas en formato bolsillo, conforman Cómo se llama, obra de Rodrigo García.

Lectura que me ha supuesto una muy grata sorpresa y me ha deparado un buen número de risotadas.

En mayo de 2019 el autor disfrutó de una residencia en la Academia de Francia en Roma, la Villa Medici, donde escribió buena parte de este libro que ofrece una prosa delirante, humorosa, para sacarle punta y los colores, si hubiera hoy lugar para el sonrojo, a una realidad que en manos de Rodrigo se me antoja proteica, interesante, no por sí misma, sino por las agudas observaciones que el autor hace de todo cuanto ve, escucha, sueña e imagina.
En ocasiones nos lleva a un futuro que no dista mucho del momento actual. La política, el consumismo, las redes sociales, o la inacción en grandes ciudades como París son algunos de las cuestiones objeto de reflexión.

Yo sé que ambulancias y coches de bomberos y patrullas circulan vacíos en múltiples direcciones con el propósito de sostener la ficción de que algo ocurre. Hay un miedo comprensible a qué nación de trece millones de habitantes se desvelé fastuoso cementerio.

Si los límites del lenguaje significan los límites del mundo, toca pues llevar lo más lejos posible esos límites o al menos que estos sean lo más elásticos posibles. Así Rodrigo logra esto último, jugar con el lenguaje, las palabras y los significados para provocarnos y situarnos en otro nivel de conciencia, si aún hoy nos es posible librarnos de las garras de la inconsciencia.

El huerto de Emerson (Luis Landero)

El huerto de Emerson (Luis Landero); Biblioteca Pública Sánchez Díaz

El huerto de Emerson (Luis Landero); Biblioteca Pública Sánchez Díaz

Recorriendo la mesa de novedades de la Biblioteca pública de Reinosa, en aquel maremágnum, mis ojos fueron a posarse en la última novela de Luis Landero, El huerto de Emerson. Libro que he libado con sumo agrado.

A los ojos hipnotizados por el chisporroteo de la lumbre
le sucedieron el influjo de la pantalla de televisión y más tarde el mar líquido de móviles y tablets. Landero fija su atención en un mundo que quizás ya no existe y para ello ejercita su memoria, para dar cuenta de sus primeras lecturas, aquellos personajes de ficción que alcanzarán un estatus similar, e incluso preponderante sobre las figuras de carne y hueso.
Literatura que cumple una función clave cuando uno prefiere soñar la vida a vivirla. Autores como Faulkner (El Villorrio, Santuario), Onetti (La vida breve), Ferlosio (El Jarama), Joyce (Ulises) Conrad (El copartícipe secreto), Kafka (El castillo), Proust (En busca del tiempo perdido). Párrafos aprendidos de memoria, capaces de construir una educación sentimental, viaje amoroso experimentado previamente en libros como Rojo y negro.

Reflexiona Landero acerca del oficio del escritor, oficio que no entiende como tal, pues para él es un atesorar múltiples conocimientos, fragmentarios, pero sin darle una forma concreta. Escritor visto a sí mismo como un impostor. Escritura que le sirve a su vez para exorcizar ciertas imposturas de antaño como los dos años que pasó trabajando cómo profesor ayudante en el departamento de filología Francesa de la Complutense.
Recuerdos también de su época como guitarrista y poeta, una naturaleza, la suya, bien garbosa, que se sustrae a la funcionarial de las criaturas kafkianas. Su estancia en París, el miedo a que lo lanzaron al Sena, él, que no sabía nadar.

Páginas donde evocar recuerdos familiares y abordar el papel de los hombres y las mujeres en aquel ambiente rural, ligándolo con el concepto de la velocidad y la lentitud.

Relatos como el de El viejo marino, convertido este en una puerta abierta al mundo para los habitantes del pueblo, que cifran en esta figura errabunda todas sus esperanzas, la alegría del reencuentro, las aventuras que luego referirá, los regalos que traerá consigo, forzándolo entre todos a marcharse, sin atender ala voluntad de este galeote, para gozar así luego de la emoción de la espera.

Recuerdos de su época como docente:

Serán ellos, Cervantes o Chéjov, los que os enseñen literatura, y si ellos no lo consiguen no lo conseguirá nadie.

Así que ya sabéis: trabajad en lo concreto, en vuestro huertecito, buscad en vuestra memoria y en vuestros territorios cotidianos, sed fieles a vuestras ciegas marcas, y atended siempre a los requerimientos de vuestro corazón. Recordad lo que decía Cervantes: saber sentir es saber decir.

Landero siente, sabe y emociona.

Editorial Tusquets
2021
235 páginas