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Antonio Tabucchi

Sostiene Pereira (Antonio Tabucchi)

Antonio Tabucchi
Editorial Anagrama
192 páginas
2006

Tórrido agosto de 1938 en Lisboa. El dictador Salazar en el poder. En España, la República tiene todas las de perder, al contar Franco con el apoyo de los fascistas alemanes e italianos, y también con el de unos cuantos patriotas portugueses, que cruzan la Raya para luchar al lado de los nacionales.

En este marco vive Pereira, periodista afianzado en sus rutinas: sus omelettes a las finas hierbas, sus visitas al café Orquídea, las múltiples limonadas colmadas de azúcar que trasiega cada día y anclado a su vez en su pasado amniótico, aferrado a sus recuerdos de juventud -los baños en las playas de Oporto, la distracción en los billares, un porvenir esperanzador- a un pasado que revive cada día, cada vez que le habla al retrato de su mujer, siempre enferma en vida, que ya murió. Una mujer con la cual no pudo tener hijos; una espina clavada.

Pereira, mórbido y sudoroso, siempre al borde del jadeo, aquejado además por una cardiopatía es el encargado de la sección cultural del periódico Lisboa. Responsable y al mismo tiempo el único empleado de esa sección, hasta que un buen día conoce a un joven universitario que acaba de publicar una tesis sobre la muerte, un tal Rossi, a quien contrata para escribir necrológicas en su periódico.

Hablan de la guerra civil española y Rossi expone: ¿sabe qué gritan los nacionalistas españoles?, gritan Viva la muerte y yo no sé escribir sobre la muerte, a mí me gusta la vida.

Rossi es un rebelde, un inconformista, un insurgente que desafía la dictadura y que busca en Portugal, por la zona del Alentejo, a portugueses dispuestos a luchar por la República. Todo lo que escribe Rossi en sus necrológicas es verdad, por tanto impublicable, dado que hay censura previa y una red de afinidades entre Portugal y Alemania que impide publicar nada a favor de los franceses, y en contra de los alemanes, lo que supone para Pereira que su sección de cultura, no sirva para nada, dado que la cultura se torna esbirra del poder, y el periódico sirve para cualquier cosa menos para informar acerca de lo que sucede en el país, así que Pereira se entera de lo que pasa en el mundo gracias a un camarero que escucha a escondidas una emisora extranjera, que les mantiene informados por ejemplo del discurrir de la aneja guerra española.

Pereira sueña con la publicación de libros beneficiosos, serios, éticos para la conciencia de los lectores, pero la realidad es que el director de su periódico solo quiere textos insuflados de ardor patriótico, que alardeen de las bondades de la raza.

Pereira sin perder la compostura, se toma todo esto de la raza a chufla, como le hace ver a su jefe.

Nosotros originariamente éramos lusitanos, luego vinieron los romanos y los celtas, después estuvieron los árabes, ¿qué raza podemos conmemorar los portugueses?

La patria para Pereira es la literatura, sus lecturas de Pessoa, Thomas Mann, Maupasant, Daudet y tantos otros.

Cuando Pereira conoce a Rossi, ese hecho, ese evento trastoca a Pereira, lo deslocaliza, lo pone frente al abismo, descubre su otro yo, como le hace ver el doctor Cardoso, y por eso se ve ayudando a Rossi, sabiendo que se la está jugando, pero algo le empuja, quizás sea la soledad, el asco que le produce la realidad, el ver en Rossi a un hijo, ver en Rossi a un Pereira treinta años más joven, y a su manera, Pereira lleva a cabo su propia revolución, una revolución silenciosa, doméstica, personal y es esta quizás su manera de arrepentirse, de vencer su cobardía, de dejar el pasado y lidiar con el presente, un presente en el que a Pereira le gustaría decir lo que piensa y no encontrarse bajo el yugo de un pensamiento único, hegemónico, totalizador.

Toda la narración está impregnada de una fina ironía que resta dramatismo a la historia, sobre la que flota una sombra de suspense y de misterio, que se materializa en su trágico final.
Pereira es un personaje que creo pasará a la posteridad, un personaje cuya curiosidad (promovida por sus dudas, por su ansia de saber) le lleva a formularse muchas preguntas, la mayoría sin respuesta, un humanista delicado, a quien solo le quedaban dos alternativas: el suicidio o el exilio.

Una novela de Antonio Tabucchi magnífica.

Las pequeñas virtudes

Las pequeñas virtudes (Natalia Ginzburg)

Natalia Ginzburg
Acantilado
2002
165 páginas
Traducción: Celia Filipetto

En el prólogo Ginzburg se lamenta de que no haya una uniformidad de estilo en esta recopilación de ensayos escritos entre 1944 y 1960. Esta no uniformidad, no afecta para nada al resultado: es brillante.

Ginzburg titula el libro con el nombre de uno de los ensayos Las pequeñas virtudes, donde reflexiona principalmente acerca de qué importancia hemos de darle al dinero, o qué mensaje hemos de transmitir a los hijos, acerca de este bien que tanto bien y mal genera, aportando un punto de vista muy particular. Y lo finaliza hablando sobre aquello que los padres desean para sus hijos, cuando a menudo se desesperan ante su aparente indolencia y apatía, cuando quizás no sean sino el germen de algo, bajo la premisa de que «las posibilidades del espíritu son infinitas«. Ginzburg lo fía todo a la vocación, esa vocación que los padres deben conocer, amar y servir con pasión, para ofrecer ese ejemplo a sus vástagos, porque la autora cree que «el amor a la vida genera amor a la vida».

Quizás el libro debería haberse titulado Las relaciones humanas, que me parece el ensayo más jugoso. En este ensayo, casi un Tratado, de una manera soberbia, Ginzburg hace un repaso por la manera que tenemos de relacionarnos con los demás, desde la niñez, pasando por la adolescencia y tras el ingreso en la vida adulta. Ginzburg usa la primera persona del plural, porque creo que sabe que su voz es la voz de otros muchos, que se identifican con lo que Ginzburg enuncia: una verdad descarnada. El texto como espejo.

Otro de mis ensayos favoritos es Mi oficio, donde Ginzburg nos habla de su labor creadora, de ese medio en el que se siente bien, donde siente que hace pie, que esto de escribir lo hace bien, o menos mal que el resto de las tareas que realiza. Una escritura que no cura las heridas, más bien una necesidad.

Es un oficio que se nutre también de cosas horribles, se come lo mejor y lo peor de nuestra vida, en su sangre fluyen tanto nuestros sentimientos malos como los buenos. Se alimenta y crece en nuestro interior.

El hijo del hombre es un ensayo que me permite entender mejor a Ginzburg. Ahí nos transmite bien su precariedad, su angustia, el miedo que entró en su cuerpo y ya no salió más. No hay paz para el hijo del hombre, dice. No valen las mentiras cuando un hijo ha visto el espanto y el horror en la cara de sus padres, dice. Un ensayo ligado al que principia el libro, Invierno en los Abruzzos, la región donde la autora vivió una temporada exiliada en 1945 junto a su marido, desterrado por Mussolini, quien moriría en la cárcel de Regina Coeli pocos meses después de llegar a Roma.

Hay un par de ensayos donde Ginzburg da su particular visión de la entidad británica. Imposible no reírse con las invectivas de la autora contra la comida (y la bebida y los pubs) y la manera que tienen los ingleses de referirse a la misma, y sus palabras me recuerdan mucho a las de Julio Camba, que se expresaba en su crónicas en términos parecidos. No sólo habla Ginzburg de la comida, sino también el pasotismo de los peatones que no se asombran ante nada de cuanto sucede en las calles, de ese campo que no huele a campo, de esas dependientas estúpidas, sin cinismo, sin prepotencia, sin desprecio hacia el cliente, dueñas de un mirar inerte, vacío, ovejuno. La clave está en que Inglaterra es un país triste, silente, que no transforma en nada al que cae por allá.

El alma no se libera de su vicios, tampoco adopta otros nuevos. Igual que la hierba, el alma se mece en silencio en su verdeante soledad, abrevada por una lluvia tibia.

Hay otros relatos como Retrato de un amigo, donde Ginzburg nos habla de los dones de la amistad, y Él y yo, donde las diferencias (superficiales) no son sino otra manera de unir aún más a dos personas que se aman.

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Y eso fue lo que pasó (Natalia Ginzburg)

Natalia Ginzburg
Acantilado
2016
112 páginas
Traducción: Andrés Barba
Prólogo: Italo Calvino

Esta breve novela de Natalia Ginzburg (de soltera Levi) publicada en 1947 no había sido traducida al castellano hasta este año.

En muy pocas páginas Ginzburg compone un relato demoledor. El comienzo es letal. La protagonista nos cuenta que le ha disparado a su marido entre los ojos. Tras la confesión del asesinato, el relato da un salto en el tiempo y nos cuenta los pormenores de la pareja; un cúmulo de elementos, que si no explican la muerte del marido, sí que nos permiten hacernos una idea aproximada del infierno que supuso para la protagonista los años previos al crimen.

En La sombra del ciprés es alargada, un personaje le decía a su amada que era un milagro que dos personas coincidieran en el tiempo y en el espacio. Alberto, el difunto, no ha tenido esa suerte espacio-temporal y lleva enamorado desde hace años de una mujer que se casó con otro. Sufre por tanto de desamor, y luego cuando se casa con nuestra protagonista, sigue pensando en su amante, mantiene con ellas relaciones de amor y de odio, es infiel a su mujer, lo cual no hace sino consumar aún más la tragedia.

Nuestra protagonista se ve abocada al matrimonio con Alberto sin convencimiento, como quien junta dos tedios, dos soledades. Alberto ha perdido a su madre y no ve con malos ojos casarse con una mujer más joven, de la cual no está enamorada, lo cual no le supone ningún problema. Consumado el matrimonio, la llegada de un hijo siempre es una buena noticia. Alberto se desentiende de la criatura, y toda la carga es para la madre, quien sufre la precaria salud de la hija, la cual finalmente muere de meningitis.

La muerte de la hija, lejos de separarlos aún más, parece que obra el efecto contrario y de nuevo surge entre ellos algo parecido al entendimiento.
En esta novela no se folla, se hace el amor. Y mucho. Un hacer el amor que es un tren en vía muerta, porque ese amor que se hace no es tal, porque no hay amor en la pareja, sino todo lo contrario: desamor, desdicha e infelicidad. No sabemos si todos esos elementos son el sumatorio que impelen a alguien a empuñar un arma y volarle la cabeza a un marido.

Ginzburg no esconde el dolor, el desgarro, la pena, la tragedia, la muerte, pero lo hace de una manera tan sutil que es el lector el que evoca, el que completa, el que empatiza con esa madre y esposa tan desdichada, siguiendo los devaneos de la protagonista, siempre preguntándose si es buena esposa, buena amante, buena madre, si todos los matrimonios son así, si la vida que llevan los demás es mejor que la suya, si la infidelidad solucionaría algo, si viajar alivia la pena, si la infelicidad es un estado natural, inmanente a cada cual.

En uno de los ensayos de Las pequeñas virtudes, en Mi oficio, Ginzburg nos habla de su oficio como escritora y en qué medida la felicidad y la dicha nos hacen escribir de un modo o de otro. En 1947 Ginzburg había perdido a su marido recientemente. En otro ensayo El hijo del hombre, Ginzburg nos habla de que cuando uno tiene el miedo y la angustia metida en el cuerpo ya no valen las mentiras. Por eso la escritura de Ginzburg, alimentada por su tragedia personal, me resulta tan veraz, sincera y arrebatadora que conmueve.

La isla

La isla (Giani Stuparich)

Giani Stuparich
Minúscula
2008
124 páginas

Tenía ganas de leer más cosas de Giani Stuparich (1891-1961), dado que su novela Un año de escuela en Trieste me gustó mucho.

La isla es una novela breve, intensa y maravillosa.

Un padre en las últimas quiere que su hijo le acompañe unos días a la Isla en la que nació y vivió buena parte de su vida.

El hijo accede, deja las frescas montañas del interior y arrostra en la isla la luz blanquecina, el calor bochornoso, los mosquitos hambrientos, la compañía de pecios humanos en el inmueble donde se alojan y sufre al ver a su padre pasarlas canutas ante el simple acto de comer.

Stuparich tensa el relato -con una prosa descriptiva, registrando a la perfección no sólo el paisaje isleño, sino también muy agudo en el análisis introspectivo de las emociones y sentimientos del padre y del hijo- buscando los opuestos: la montaña fresca y la isla cálida, la decrepitud paterna y la lozanía del hijo, la alegría diurna y el pesar nocturno, la esperanza de una recuperación milagrosa y la constatación brutal del presente fúnebre, la vida contra una muerte que como si jugara ella también al escondite inglés se fuera acercando paso a paso hasta ganar el juego.

El hijo tratará de hablar con su padre, como si en las palabras hubiera algo parecido al consuelo, cuando al final la calma viene simplemente por la compañía, por la presencia del ser querido.

Dejar la isla y ver desde el barco como ésta mengua y se desvanece es una metáfora espléndida de lo que supone la pérdida de un ser querido.