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La prisionera (Marcel Proust)

La novela continua donde finalizaba la anterior, pero ahora ya no nos encontramos en Balbec sino en París. A un piso de la capital se ha trasladado el narrador junto a Albertina. Parece que había vientos de boda, pero todo parece atender a una tapadera, dado que el narrador no está enamorado de Albertina -si bien se entregan a los placeres carnales-, aunque sigue elucubrando -consecuencia de unos celos sin motivación- acerca de si Albertina siente predilección por las mujeres.

No parece querer renunciar el narrador a los goces de la soledad y tener entonces a mano y continuamente la presencia de Albertina.

«Es terrible tener la vida de otra persona atada a la propia como quien lleva una bomba que no puede soltar sin cometer un crimen».

Se repiten los personajes: el Barón Charlus, Morel y Jupien, la duquesa de Guermantes, Andrea -la amiga de Albertina- Odette, a la que el narrador pide consejo en materia del vestir, y cómo no: el caso Dreyfus, que supone la mirada del narrador hacia el exterior, allende los salones donde concilian sus existencias la burguesía y la adocenada aristocracia.

Si la disertación del tercer volumen versaba sobre Sodoma y Gomorra, es decir sobre la homosexualidad (Sodoma; ha desaparecido (la homosexualidad), que sólo sobrevive y se multiplica la involuntaria, la nerviosa, la que se oculta a los demás y se disfraza a sí misma), explicitado en la figura del Barón de Charlus y muy menormente sobre el presunto (el narrador cree que puede haberse equivocado acerca de sus «instintos viciosos») lesbianismo de Albertina (Gomorra), aquí Proust se explaya acerca de la naturaleza del veneno de los celos y el amor entre los amantes, en una continua y minuciosa labor de introspección.

Mueren en este volumen el escritor Bergotte, la princesa Sherbatoff, también Swann (exquisito conversador), al que en el libro anterior se nos presentaba gravemente enfermo; una muerte predicha la suya. Morel rompe con la sobrina de Jupien. Hay disertaciones sobre el arte musical, en particular sobre la Sonata de Vinteuil o acerca de la obra de Wagner:

«Me daba cuenta de todo lo que hay de real en la obra de Wagner, al ver esos temas insistentes y fugaces que visitan un acto, que no se alejan sino para volver, y, lejanos a veces, adormecidos, desprendidos casi, en otros momentos, sin dejar de ser vagos, son tan apremiantes y tan próximos, tan internos, tan orgánicos que dijérase la reincidencia de una neuralgia más que de un motivo».

O bien, otras reflexiones más generales sobre la música:

«Me preguntaba si no sería la música el ejemplo único de lo que hubiera podido ser la comunicación de las almas de no haberse inventado el lenguaje, la formación de las palabras, el análisis de las ideas».

Menudean los apuntes literarios. Recurrente es el libro Las mil y una noches, que el narrador lee constantemente. Y a quien le hubiera gustado ser un personaje más del libro de marras. Anotaciones sobre Dostoievski y obras suyas como Los hermanos Karamázov:

«¡qué bien revelan aspectos verdaderos del alma humana! Lo que me fastidia es la manera solemne con que se habla y se escribe sobre Dostoyevski».

Y también sobre Tolstoi:

«Y en Dostoyevski hay concentrado, todavía contraído y gruñón, mucho de lo que se desarrollará en Tolstói».

Madame Verdurin, en el ajuste de cuentas, reconvenciones, y trapacerías en las que erige su existencia y dilapida su tiempo, pondrá en evidencia a monsieur Charlus, logrando que Morel rompa con él.
El narrador se cree dueño del destino de Albertina, su prisionera, y rompe con ella ficticiamente, para al mismo tiempo prorrogar la convivencia otras semanas más.

Solo se ama lo que no se posee por entero, dice el narrador.

En este caso no parece que medie amor alguno entre Albertina y Marcel, parece más bien un juego, un pasatiempo del narrador, al que le sale el tiro por la culata, porque inopinadamente, un buen día -al final de la novela- Albertina, levantará el vuelo, dejando una carta de despedida en su ausencia.

No es la filosofía un asunto relevante en la novela. Apenas algún apunte sobre el sentido común de Descartes o alguna mención a la Crítica de la razón práctica de Kant.

¿Qué pasa en En busca del tiempo perdido? Pasar, pasa poco. La novela, la saga, en general, supone un atentado contra la idea de velocidad y el ritmo frenético tan en boga hoy en día. Es una lectura que ha de tomarse como un fluir demorado, como la imagen que nos devuelve la corriente de un río convertida en una lámina, cuya aparente densidad nos hurta la sensación de movimiento.

Imaginen asimismo un pantalla de móvil y en una ella una foto. Con dos dedos, índice y pulgar vamos dilatando la imagen para advertir detalles que habíamos pasado por alto. La lectura supone echar mano de ese microscopio.

Los últimos tres tomos de la heptalogía: La prisionera, La fugitiva y El tiempo recobrado fueron publicados póstumamente.

En busca del tiempo perdido.

1. Por el camino de Swann
2. A la sombra de las muchachas en flor
3. El mundo de Guermantes
4. Sodoma y Gomorra.
5. La prisionera

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Liturgia de los días. Un breviario de Castilla (José Antonio Martínez Climent)

Once cartas dirigidas a A. conforman esta Liturgia de los días, un breviario de Castilla de José Antonio Martínez Climent (Alicante, 1965). El prólogo es obra de Victoria Cirlot.

Al leer las cartas pensaba en otras, las escritas por Séneca a Lucilio, cuando el primero, después de una vida exitosa, decide apartarse de la vida pública, al final de sus días, y se decanta por una vida apartada y recoleta. El autor, que leyendo sus cartas -con leves apuntes autobiográficos- veo que ha viajado lo suyo por el orbe, decide fijar plaza (no sé si definitiva) en tierras de Castilla (la juventud fue en una huerta al norte de Alicante) y a falta de un Lucilio, aquí será el lector (por desgracia, poco común) quien tendrá a bien abrevar en estas aguas nutricias, en estos pensamientos arborescentes, aforismos, sentencias, posicionamientos y quién por ende se beneficiará de ellos.

Si la vida en un pueblo, para la mayoría puede resultar hoy un plomo, a no ser que esta sea casi idéntica a su vida en las ciudades, a la que aspiran muchos neorurales de nuevo cuño, bien amarrados a la banda ancha y a toda la casquería digital, al autor, todo este progreso tecnológico, sito en un pueblo del Cerrato aledaño al Canal de Castilla, parece sobrarle, de tal manera que lo que anima estas páginas es lo que la afilada y erudita mirada es capaz de registrar y volcar en el papel, sancionando lo que decía Linneo: que si ignoramos el nombre de las cosas, desaparece también lo que sabemos de ellas. Pero no es tan solo un registrar lo que pasa por el cielo, toda clase de aves, ya sean alondras, cuervos, pinzones, estorninos, carboneros, urracas, milanos reales, becadas, águilas calzadas o ya más próximo a la tierra, toda clase de árboles, sean chopos, encinas, robles, sauces, olmos o bien la sedería de las arañas en los rincones; no, lo que creo que anima los textos es constatar cómo una forma de vida ha sido desmantelada, o arrumbada, sin que haya remplazo para los pastores que se jubilan, toda vez superadas ya las jornadas de sol a sol en el campo, asimismo el trabajo duro o la lidia con la soledad, intrínseca a lo rural. Ve también el autor en el campo un misterio que el progreso quiere desvelar (si no lo ha hecho ya).

Pensemos en pueblos acosados por autovías que anulan todo el sentido del tiempo (tiempo aquí pautado por el paso de las estaciones; las cencelladas invernales, las canículas estivales, los desperezamientos primaverales), el locus amoenus del hombre moderno es la sumisión completa al Estado, dice el autor, para un Leviatán cada vez más acaparador, como si regresara a nuestros días imperiosamente el Consejo Nocturno propuesto por Platón para su polis ideal. Un Estado que comparece en cada carta, un Estado celoso de cualquier surgencia de poder, de cualquier emanación de significado.

Castilla deviene hoy en parque turístico y la memoria de los pueblos queda a cubierto en los museos, detrás de las vitrinas, inofensivas.

Antes creo que la distinción entre lo rural y lo urbano estaba clara. Ahora no tanto. Ahora en lugar de ser dos mundos distintos y singulares, parece que el primero se define en función del segundo; pueblos que han perdido la identidad, la pequeña burguesía que rechaza las potencias numinosas del agro. La transubstación de campo en urbs, dice el autor. Hace unos días vi As bestas, y entre muchas cosas que se tocan en la película, una importante era cómo se integra un extranjero en un pueblo, cuál ha de ser el camino a seguir, qué procede hacer, cuales son los usos locales.

en el caso más que dudoso de que el Consejo de los Hombres del Bar resuelva (emitiendo un decreto escrito en las volutas de humo de puro o en el crujir de las pieles de gamba) a su favor, y con el paso de los meses, en las capas superficiales del nomos local. Un día cualquiera se verá sentado en un taburete haciendo ese gesto imperceptible cuya ciencia ha aprendido y ahora imita con resuelta torpeza (así lo piensa el camarero, que es hombre de paciencia infinita) a base de sinsabores, esperas y decepciones, por el cual el propietario entiende que ha de servir otra ronda y que esa ronda corre a cargo del Extranjero: he ahí el bautismo tan largamente esperado, confirmado en la aceptación del billete de diez y, sobre todo, cuando el camarero, además de las copas, añade una tapa. Nunca: nunca será uno considerado miembro de pleno derecho en una comunidad agrícola a menos trabaje la tierra durante más años de los que pueda contar; dado que eso ya no es posible, sólo nos quedan estas argucias civiles, estas añagazas casi infantiles que tantas veces pusieron a prueba la paciencia del camarero o la tolerancia de su parroquia; pero he ahí el fruto de nuestro esfuerzo: cuatro copas de Cigales, una tapa de lomo encebollado, un billete que desaparece en los faldones del oficiante.

Comparece en el texto Patrick Leigh Fermor (hay aquí mucho de Un tiempo para callar), un viajero de los de antes y parece que a José Antonio le mueve igual espíritu, así sus textos están preñados de erudición y solaz para el lector.

Un vivir que rehúye todo exceso, para entregarse al recogimiento, el estudio, la lectura, a la escritura, a la contemplación, a la caminata, a la soledad aceptada y a ratos redimida en el bar, merced a su paisanaje.

El texto son las reflexiones de un biólogo sin título, preñadas de filosofía y sentido común; notas eruditas, sazonadas con el aliño de la historia, la etnografía, la sociología, la mitología. Pero en resumen, literatura pura y dura, sin aspavientos ni complacencias.

Le basta al autor con alzar la mirada, perderla en el firmamento y volver al papel con semejante acarreo.

pocos minutos que salgo al jardín, ya entrados en completas, he de estar atento a tantas constelaciones de significado como se me ofrecen. Los pequeños dramas órficos del jardín se trasforman por la noche en fastuosas escenas cosmogónicas. El grupo de Orión asciende por el este hasta la cumbre de los chopos y luego descansa sobre el tejado. Así es como el Cazador Celeste bendice nuestra casa. Luego de rezar, allí, de pie, o sentado ridículamente en el viejo armazón de una bicicleta mientras termino los ejercicios del día, veo las luces de la dehesa de los Santos, donde está la granja Muedra, uno de esos poblados agrícolas construidos por la Ilustración sobre los restos de viejos santuarios vacceos, quizá, que en sus mejores días, no tan lejanos, tuvo una población de colonos que asistían los domingos a su propia capilla, disponían de cinematógrafo, de viviendas higiénicas, biblioteca, patios de juego pa- ra los críos, teatro… y que ahora viste con gracia su ruina arquitectónica mientras invisibles operarios riegan los sembrados con gigantescos aspersores móviles. El aire que viene de la granja, empero

Ay, la importancia que tienen las ventanas cuando queremos aprehender el mundo. Así lo certifica un libro de lectura reciente: La ventana inolvidable.

Este libro de José Antonio, con Gárgoris y Habidis, de otro autor que también ha encontrado su estar en el mundo en un apartado pueblo soriano han sido (o están siendo, porque el de Dragó lo leo a pequeñas dosis) dos de mis mejores lecturas de este año que concluye.

La liturgia es aquí una obligación para consigo mismo.

El libro lo edita primorosamente KRK.

Muy bueno.

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La ventana inolvidable (Menchu Gutiérrez)

La ventana como umbral, el espacio entre fuera y dentro. Entre interior y exterior. En esta idea incide Menchu Gutiérrez en La ventana inolvidable. Novela que es también un umbral hacia el ensayo. Novela que suma fragmentos, narraciones e indistintas voces para abundar en la idea de la ventana como lugar desde el que observamos o somos observados; los ojos de una casa, la ventana de un avión, de un coche, de un tren; cristales que nos presentan, acercan o alejan la realidad o la arrastran. Las ventanas son la puerta abierta al pasado, a los recuerdos, a la niñez. Ventanas que lo son también las pantallas del portátil en el que escribo, o chateo, o hago una videoconferencia. La que emplea el escritor del texto para parlamentar con sus lectores. La ventana del féretro y la búsqueda de una contraseña hacia el más allá. La ventana como espejo, cuando los pájaros encuentran la muerte en el azul vítreo. El asfalto vacío como un espejo sin azogue. Un espíritu animista que espolea la narración. Una mirada reflexiva hacia las cosas. Un paso más al dado por Menchu en su anterior novela La mitad de la casa. Ventanas a las que el confinamiento cargó de sentido y valor, como el órgano más sensitivo de la casa. Referencias literarias a Maupassant y su locura, a Beckett y sus silencios, a Séneca y la gestión del ruido, a Gracq y la espera o a Oscar Wilde, en su encierro en la cárcel de Reading, en otra variante de Penélope en su quehacer sisifiano.

Pensaba en una novela en la que había leído un fragmento sobre ventanas y espejos. Di con ella, con El retablo de no de Luis Rodríguez.

Sentado en la silla del hospital, miró la ventana, le pareció que el mundo se alejaba; elevó la mirada, le pareció que el techo era una bóveda, sin esquinas. Miró la cama, como si contemplara su propio nicho. Volvió a mirar la ventana. Las ventanas sirven para mirar de cerca, pensó; los espejos, no, los espejos sirven para mirar lejos. Miró la cama, y se fue.

Bueno.

Christian Bobin

El 24 de noviembre falleció el escritor Christian Bobin. Leí dos libros suyos que disfruté mucho y cuyas reseñas comparto.

Geai

Bobin, al igual que otros autores galos como Echenoz, Michon o Modiano se desenvuelve (y envuelve al lector) a la perfección en las distancias cortas. Geai, las aventuras de una sonrisa, editada por Pre-Textos (publicada en Francia en 1998), con traducción de Alicia Martínez, es una fascinante novela de apenas 90 páginas, en la que el espíritu de su protagonista, el joven Albain, me recuerda al que animaba también a los personajes de las novelas de Walser, o al Zollinger de la novela de Pablo d´Ors.

Albain vive en un pequeño pueblo del interior de Francia, y tiene la particularidad de que ve y puede hablar con los muertos. En concreto, aquí, una muerta, Geai, guarecida bajo una fina capa de hielo, desde hace nada menos que dos mil trescientos cuarenta y dos días…cuando comenzó a sonreír, pero el suyo no es un ente maligno, un yo desdoblado como el de las ánimas de Curón.

Albain tiene pájaros en la cabeza, o eso le dicen todos, demasiados, tantos que su proceder “extraño” lo hermana con el tonto del pueblo que siempre hay uno (al menos en la literatura) en cada villorrio.

Albain no hace planes, no tiene expectativas, ni proyectos, todo cuanto lo circunda es para él objeto de misterio, sorpresa y fascinación. Esa mirada ingenua, desprejuiciada es la clave de la novela. Cuando Albain crece, y se abre a la vida adulta, su espíritu se mantiene intacto, incólume. Trabaja de comercial y se convierte en un excelente vendedor, sin buscarlo ni pretenderlo, sin forzar la situación, simplemente escuchando, ofreciéndose como un válido y solvente interlocutor; a fin de cuentas el cliente asume a Albain como un padre confesor, que le ofrece no la salvación pero sí un consuelo en su escucha, gratificada ésta con la compra de unas cacerolas.

La distancia que separa a Albain de Geai, su particular ángel de la guarda, es la misma que lo acerca a dos mujeres, madre e hija, en las que el joven encontrará la horma de su zapato. La sonrisa de Geai es la posibilidad de Albain de abrirse al mundo, no ya como testigo mudo sino como parte de él, no con ánimo de dejar huella alguna, él, que nada anhela ni necesita, pero sí bendecido y asperjado ahora por los dones que la vida ofrece a quien tiene los sentidos aguzados y el ánimo dispuesto, como aquí es su caso.
Geai deviene una sucinta y preciosa fábula moral situada en el linde entre el más aquí y el más allá, que nos habla al oído y (a)morosamente de la manera en la que Albain logra sustraerse a ese día a día en el que nos sumimos y consumimos, orgullosos y aturdidos en afanes varios.

Pre-Textos
Traducción de Alicia Martínez
Año de publicación: 2019
92 páginas

La presencia pura
Si los libros valiosos son aquellos que nos enseñan a mirar de otra manera, este de Christian Bobin es uno de ellos.

Bobin se enfrenta a la enfermedad de su padre, el alzheimer y reflexiona sobre cómo la sociedad dialoga con la muerte, siempre orillándola. Cómo el progreso, los avances técnicos y tecnológicos, permiten un control exhaustivo de la enfermedad, dejando al enfermo de lado, al menos en el plano emocional, afectivo.

Su padre va a parar a una residencia donde recibe los cuidados básicos, pero Bobin reivindica aquello que nos hace humanos: la atención, el afecto, una mirada, una caricia, un silencio compartido, dado que la indiferencia ajena nos despersonaliza y nos convierte en objetos.

En esa mente en ruinas que el alzheimer va devastando, Bobin, entiende esa pérdida, ese despojamiento como un tránsito hacia la pureza, hacia esa situación en la que ya no hay defensas, ni asideros. Un lugar donde los recuerdos y el lenguaje ya no son posible, un territorio virgen por tanto, donde la relación afectiva, cambia, y donde el enfermo, necesita compañía, la presencia del otro, algo tan sencillo como verse acompañado, aunque como dice Bobin, por parte de muchos cuidadores y profesionales médicos tenga que escuchar, que de poco sirve estar al lado de alguien con la cabeza ida.

Si interesante es casi todo lo que Bobin refiere sobre la enfermedad de su padre, igual de interesante es la entrevista que le hacen a Bobin, donde sigue este dando la importancia que cree que merece a algo como la atención. Y pone el ejemplo de un filósofo que en su compañía estaba mirando a menudo el móvil, viendo así si le entraba algún mensaje «urgente«. Dice Bobin que cuando está con alguien, compartiendo su espacio, hilando sus miradas, lo urgente es el otro, a quien se ve en la obligación, que no es tal, de prestarle atención. Razón lleva Bobin, porque hoy las redes sociales, nos ponen en contacto con personas a las que no conocemos, y es posible que nunca conozcamos presencialmente, mientras depauperan las relaciones con nuestros seres más cercanos, más próximos, más queridos, que nos ven emboscarnos y precipitarnos por toda suerte de pantallas, que nos evaden tanto como nos separan de los afectos más inmediatos.

Las fotos en blanco y negro, de Maribel Suárez, que cierran el libro, esos rostros surcados de arrugas, curtidos, sarmentosos, como una faz de la tierra hollada y exhausta, son de una belleza .

Un libro este de Bobin -autor al que quiero seguir leyendo- cuando menos conmovedor.

Dejo unos párrafos que he disfrutado especialmente.

«Es imposible proteger de la desgracia los que queremos: he tardado mucho tiempo en entender una cosa tan simple. Aprender siempre es amargo, siempre a nuestra costa. No me arrepiento de esta amargura».

«Necesito siempre algunos minutos para ir a su paso y unirme a él en esa lentitud propia del principio y el final de la vida».

«El árbol delante de la ventana y las personas de la residencia tienen la misma presencia pura -sin defensa alguna ante lo que les sucede día tras día, noche tras noche».

«En este mundo que no sueña más que con la belleza y la juventud, la muerte no puede venir más que a hurtadillas, como un servidor desagradable al que se le hace entrar por la cocina».

El Gallo de oro. 2017. 120 páginas. Traducción de Alicia Martínez