El mundo de Guermantes, tercera parte de la heptalogía, Proust se desparrama durante 737 páginas. No encontramos un alud de personajes como en La Comedia humana de Balzac o en los episodios galdosianos. En el empeño del francés por crear un universo narrativo (el título no es casual), los ladrillos son las secuencias interminables, con descripciones sin final, en las que nos irá describiendo el ambiente de la alta sociedad, la aristocracia encopetada en la que se mueve, donde no faltan los dimes y diretes, los chascarrillos, las bromas privadas y públicas, las envidias, rencillas y condescendencias; mundo al que el lector (yo) asiste unas veces más animado y otras más aburrido (me ha resultado este volumen el más flojo de la saga), cuando ve lo distante que queda todo ese ambiente -de ágapes, bailes en los salones (ya sea el de Villaparisis o el de la duquesa de Guermantes), clanes familiares y genealogías heráldicas que tan bien vivisecciona Proust- del suyo propio.
Hay en las páginas también espacio para que se infiltre en ellas la tragedia, con la muerte de la abuela o la enfermedad del escritor Bergotte.
Parece resultar necesario ese recorrido y extensión, ese acarreo enfermizo de palabras para tratar de describir, de descubrir, de apresar, o de aprehender todo un mundo, a través de las palabras (el cemento con el que Proust erige su edificio; el mortero va a cuenta del lector), en el ejercicio memorístico monumental que Proust lleva a cabo, porque de cada detalle, pensamiento, gesto o afirmación son páginas y páginas con las que Proust quiere hacernos partícipes de su intimidad con toda la minuciosidad de la que es capaz. Y es mucha.
Hay lecturas que uno consuma por fuerza de la voluntad e incluso en contra de la misma. Lecturas autoimpuestas. ¿Les suena?
Sigo con Sodoma y Gomorra.
En busca del tiempo perdido.
1. Por el camino de Swann
2. A la sombra de las muchachas en flor
¡Ánimo! Si alguien puede, ese eres tú. Yo todavía no me animo. Cuando hayas acabado la heptalogía ya te pediré consejo