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El silbido del arquero (Irene Vallejo)

La Ilíada, la Odisea y La Eneida conforman la inmortal terna de la épica clásica. Sobre esta última es sobre la cual Irene construye su novela.

Irene, conocedora al dedillo del mundo clásico pergeña en El silbido del arquero una novela de poco más de 200 páginas que no me ha acabado de convencer. Recurre a la figura de Eneas y al contrario de los protagonista de los poemas de Homero aquí Eneas (que trata de mantener su secreto: que es hijo de una Diosa, Venus Afrodita y de un mortal, su padre Anquises. En La Eneida no se da tal secreto y en el primer libro Dido se dirige a Eneas como el hijo de Venus) no quiere teñir el horizonte de sangre, ahíto de los derramamientos vistos y sufridos en el asedio de Troya, de donde huyó en sus naves acompañado de su hijo Yulo, dejando a su mujer Creúsa atrás, naufragando en Cartago, donde Elisa de Tiro (o también Dido) reina y gobierna tras haber fundado la ciudad (en Túnez, tras negociar con las tribus libias locales. Muy buena la anécdota perimétrica de la piel de buey o de toro), no sin ciertos problemas pues sus hombres de confianza no ven la manera de quitarla de enmedio, llevando a cabo toda clase de artimañas. Que Eneas se gane la confianza primero, y el corazón de Elisa después, dispuesta ésta incluso a situarlo a su lado en el trono, no hará otra cosa que empeorar la delicada situación. Una convivencia que quien conozca La Eneida, sabrá inevitable pues Eneas está llamado a convertirse en el héroe fundador y cumplidor del fatum, como nos cuenta Gual en su Diccionario de Mitos.

El cuadro lo completa Ana, la hermana bastarda de Elisa, con el ADN materno de maga en sangre. Ambas también tuvieron que huir, así que Elisa, Ana, Eneas y Yulo están hermanados por un pasado común: el exilio y la esperanza de rehacer sus vidas en otra parte. Sueño compartido, antes y ahora mismo, por todos aquellos que cada día, en embarcaciones precarias, están dispuestos a sacrificar sus vidas en el Mediterráneo.

Irene recurre también a los Dioses, que no dejan de sorprenderse de la imaginación de los efímeros humanos, y recurre al dios Eros para avivar la pasión y el deseo entre Eneas y Elisa, que sentirá ante la llegada y próxima intimidad de este joven extranjero el aguijón continuo del deseo.

La narración se fragmenta y se van intercalando las narraciones en primera y tercera persona de cada uno de los personajes: Elisa, Ana, Eneas y Eros. Aparece en escena también Virgilio, prospectivamente, deambulando como alma en pena por la ciudad de Roma, mostrada más como un albañal, que me recuerda a los estupendos documentales que Mary Beard dedicó a esta ciudad, haciendo hincapié precisamente en la cara más lúgubre, sórdida, violenta y pestilente de Roma.

Virgilio echa pestes de cómo su profesión de escritor a menudo sólo sirve a intereses espurios, para que los altos mandatarios tengan a alguien que versifique sus glorias o directamente se las invente, como le sucede a Virgilio convertido en el poeta oficial del emperador Augusto, cuyos poemas corren el riesgo de ser poco más que propaganda imperial.

Ni cuando la narración es en primera persona, ni cuando se cambia a la tercera persona, la narración creo que se avive todo lo que desearía, y casi en todo momento (algo que no deja de sorprenderme pues hay sobre la mesa todos los elementos para que esto no sea así, pues esta bien escrito y documentado), me ha resultado aséptica, fría, casi glacial (aunque no falten ciertos destellos, en algunas descripciones y momentos que sí me resultan vívidos, luminosos, muy visuales) sin que esos personajes dejen de ser eso, poco más que sombras que vagan sobre el papel sin enraizar, deparándome una lectura que se asemeja a la visita por un museo donde el cristal no te deja escuchar ni las voces ni los latidos de la historia que atesoran todos aquellos objetos pretéritos, como si esa voz propia, la de la autora, llegase asordinada.

Vemos no obstante que el pasado grecolatino nunca deja de pasar y como hacía Manuel Fernández Labrada en sus Ciervos en África o Irene Vallejo Moreu (Zaragoza, 1979) en esta novela, nos sigue ofreciendo múltiples posibilidades literarias.

Editorial Contraseña. 2015. 216 páginas. Ilustración de la cubierta de Elisa Arguilé.

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Un domingo en el campo (Pierre Bost)

!Qué puñeteros son los afectos!
Un pintor septuagenario recibe cada domingo la visita semanal/quincenal de su hijo -un trasunto suyo- acompañado este por su esposa y sus dos hijos pequeños.
Educar consiste en transmitir en replicar y parece que un hijo parecido a su padre en todo sería un logro en el haber del progenitor. Sí pero no. Al pintor le gustaría que su hijo tuviera ideas propias que hollara su propio camino y el hijo trata de no disgustar a su padre, al que ve mayor, consciente de que no les quedan muchos fines de semana juntos (aquí al contrario de lo que comentaban Vilas y Anastasía respecto de su padre y su madre, el hijo trata de aprovechar cada momento para ir forjando y enraizando su memoria paterna in situ, sin lamentarse a toro pasado) opta en esos ratos que pasan haciéndose compañía por la complacencia, la aquiescencia, algo que a su padre le sienta como un tiro.
De repente aparece en escena como un ciclón Irène (la bien nacida. Que se lo digan a su padre). Todo el encanto que le falta a su hermano le sobra a ella. A pesar de que la novela data de 1945 (fue la última novela que publicó hasta su muerte tres décadas después) resulta actual, pues si parece que ahora es cuando todo el mundo anda atareado, ya la hija en aquel entonces se lamentaba de que «nunca hay tiempo para nada«.

En esta particular versión de la hija pródiga aunque episódica, brilla la prosa de Pierre Bost (1901-1975) a ratos a pinceladas, introspectiva, capaz de en muy corto recorrido, apenas 86 páginas, ofrecer una de esas escenas cotidianas que todos conocemos, pues esto de los apegos y los afectos no es nuevo, tampoco las predilecciones paternas, así que como se lee, a veces, haga lo que haga un hijo siempre resultará esto insuficiente e incluso irrelevante.

errata naturae. 2018. 86 páginas. Traducción de Regina López Muñoz.

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La muerte de Napoleón (Simon Leys)

Se trabaja con todo lo que se recuerda, pero no se crea más que con aquello que se ha olvidado. Esto lo dice Leys, Simon Leys (1935-2014). En los años 50 Leys había escrito en un diario unas líneas en la que decía que Charlie Chaplin acarició la idea de hacer una película sobre Napoleón, contando cómo se evade de Santa Elena y se va a vivir de incógnito a Francia. Esto Leys no lo recuerda, pero luego será con lo que cree esta obra de ficción cuyo argumento es la idea de Chaplin.

Comenta que una vez escrito el manuscrito recibió el rechazo de una decena de editores (esto me recuerda a lo que Lowry contaba en Detrás del volcán) hasta que al final vio la luz y se convirtió en un éxito.

Comenta también Leys que el principio y el final le vino del tirón y que luego lo fue rellenando, eslabón a eslabón. Cuenta que escribía de noche, cuando su familia dormía, unas cuantas palabras cada noche, que luego iría puliendo. Ese trabajo artesanal se nota, pues el texto tiene una musicalidad que resulta absorbente, una prosa que sin caer en el barroquismo resulta muy preciosista, basta leer el párrafo dedicado a esa aurora vista desde el barco o el postrero éxitus. Muertes en el cine estamos aburridos de verlas o de sufrirlas, pero en la literatura creo que no son tan corrientes, ni tan memorables. Recuerdo la de Stoner y creo que ésta que pergeña Leys para su personaje la recordaré, sin duda.

El libro, poco más de cien páginas (sin tener en cuenta el postfacio) las he leído del tirón, es lo propio, cuando la historia te atrapa desde sus primeras palabras (gran traducción de José Ramón Monreal) y no ceja en su capacidad de sorprender, una y otra vez, propiciando la carcajada al ver por ejemplo a Napoleón convertido en un exitoso empresario en la venta de sandías o melones, o percibiendo con intensidad que debía guardarse de las añagazas de la felicidad, cuando el amor llama a su puerta y corre el riesgo de desleerse en lo doméstico. A fin de cuentas, Leys despoja a Napoleón de su aureola, lo baja del pedestal, lo diluye entre el vulgo, le deja destacar (su mente analítica, su don de mando, lo mismo vale para el ejército que para el mundo empresarial, se ve), le da algo de relieve, pero al final, todos nuestras pasiones, afanes, sueños y desvelos acaban en el mismo sumidero, en un espacio muy reducido.
Ya nos contó aquel sabio ruso cuánta tierra necesitaba un hombre: unos seis metros cúbicos.

Simon Leys en Devaneos | La felicidad de los pececillos

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La vida fácil. Silabario (Alda Merini)

De todas las entradas de este particular libro de Alda Merini, clasificadas por orden alfabético, estas dos son las que más he disfrutado. El resto no me han dicho gran cosa. Su vida, explicada grosso modo en el prólogo de los traductores fue de lo más agitada y su prosa resulta igual de abigarrada.
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