El curioso incidente del perro a medianoche

El curioso incidente del perro a medianoche (Mark Haddon)

El incidente del perro a medianoche de Mark Haddon (traducción de Patricia Antón de Vez) nos sitúa ante un niño con el síndrome de Asperger. Él es la voz narradora. Vemos y sentimos por tanto lo que él ve y siente. El niño o mejor, adolescente, pues cursa bachillerato en un pueblo próximo a Londres, atiende al nombre de Christopher. El perro de su vecina, Wellington, aparece muerto y Christopher se dedica a investigar dicha muerte. El desvelamiento de los acontecimientos le llevan a Christopher a descubrir otra verdad, que tiene que ver con su madre, para la cual la relación con su hijo siempre ha sido difícil, problemática. Su padre tiene otra pasta y con él se lleva mejor.

Christopher es un fenómeno con las matemáticas, con la ciencia en general, y le encanta desvelar enigmas, resolver problemas matemáticos, decodificar la realidad a través de la ciencia, del conocimiento adquirido con los libros, de la lógica. Tiene sus manías, detesta el color amarillo, no le gusta que le toquen, ni estar en sitios rodeado de gente. No sabe mentir y sus respuestas siempre son directas y sinceras. El texto se ve acompañado de emoticonos, gráficos, problemas matemáticos, planos, mapas; todo aquello que Christopher maneja en sus pesquisas.

En Christopher no hay lugar para la imaginación, la fantasía, la inventiva, y la realidad se le muestra tal cual es; incapaz de entender el comportamiento de su madre, los desvelos de su padre, la faramalla de la vida adulta: los matices, el doble sentido, el sinsentido, la ironía, la debilidad, la impotencia, la frustración y violencia que flota en el ambiente familiar tocándolo superficialmente, inmaculado él en su inocencia y pureza, la de un espíritu prístino que se sabe en las postrimerías del libro, ahora sí, valiente, tenaz, capaz incluso de alzar la mirada del ombligo del presente y derramarla hacia un futuro que comienza ya a entrever entre las bambalinas del anfiteatro de su vida.

La sabiduría de lo incierto

La sabiduría de lo incierto (Joan-Carles Mèlich)

Las semanas de confinamiento, a nada que reparamos en ello, ponen en evidencia lo precario y contingente de nuestra naturaleza. Hoy es una pandemia global, mañana será cualquier otra amenaza.

La sabiduría de lo incierto de Joan-Carles Mèlich (Barcelona, 1961), resulta más oportuno que nunca y me ha acompañado y amparado durante un mes y medio. Este conjunto de ensayos aborda muchos temas pero hay uno que me atañe en especial y es el que tiene que ver con la condición lectora, porque desde 2006 voy leyendo públicamente y vertiendo en este espacio web mi parecer sobre los libros que leo, construyendo así mi particular autobiografía de papel. Un camino que echando la vista atrás no sé si tiene el aspecto de una linea recta que asciende o desciende o de un círculo que va expandiéndose. Lo único que tengo claro es que cuando uno lee de forma compulsiva, con este tesón es porque esa actividad atiende a una pasión, a una necesidad que no se puede desatender. La lectura se convierte entonces en una constante vital. Y al igual que el corazón late sin hacerse preguntas el lector lee entonces irremediablemente para hacer más grande la herida, más inmensa la sed, más densa su zozobra.

Mucho escribe aquí Mèlich sobre el acto de leer, leer sobre el libro, porque leer sobre un dispositivo electrónico no es leer, y es algo que comparto, porque yo el libro necesito tenerlo entre las manos y exprimirlo como un limón, hollarlo con el lápiz, marcarlo, estrecharlo contra el pecho o tirarlo al contenedor de papel si lo estimo conveniente. Leer aquí va asociado a la incertidumbre, a la duda, al desasosiego. No son los textos que aquí se citan libros de autoayuda, aquí lo interesante son más las preguntas que las respuestas, porque leer es abrir una grieta en nuestro yo, en nuestra identidad, en la herencia recibida, en la gramática con la que venimos bajo el brazo, todo ese determinismo que nos cerca (y aquí remitiría a Breve elogio de la errancia). Leer es desafiarnos a nosotros mismos, buscar la alteridad, otros relatos distintos a nuestro yo, no tanto para confortarnos como para conformarnos.

Los autores que Mèlich maneja, en entre otros muchos, son Cervantes y El Quijote, Flaubert y Madame Bovary, Kafka y La transformación, Nietzsche y Así habló Zaratustra, Cartarescu y Solenoide, Virginia Woolf y Las olas, Samuel Beckett y Esperando a Godot, Dostoievski y Los hermanos Karamazov, Descartes y El discurso del método, Freud y El malestar en la cultura, Jorge Semprún y La escritura y la vida

Estos autores no están para complacernos, la lectura de estos libros venerables (prefiere el autor esta denominación a la de clásicos) es posible que nos causen asombro, perplejidad, vértigo, incomprensión, aquello que al final creo que anda buscando todo lector que quiera seguir explorando los límites de su naturaleza. No, por tanto, la senda fácil de las respuestas de manual, las tramas previsibles, sino aquella lectura que va sembrando en nuestro ser finito la desazón, el desasosiego, la incertidumbre, la extrañeza, la semilla de la transformación, porque además de la condición lectora otro asunto clave en este libro es la metafísica, aquella que entiende el ser como algo inmutable, ajeno al devenir del tiempo, cuando precisamente lo que este libro nos pone a los ojos del entendimiento, capítulo a capítulo y hasta que cae el Telón (no de acero afortunadamente) es precisamente nuestra finitud, nuestra condición mortal, porque todos somos alimento para Saturno, somos el tiempo que nos queda, y es más fácil dejarse cegar por la luz blanquecina, por las respuestas balsámicas, que por la sombra en la que anida la duda, la interpretación, la incomprensión, el no saber, el viaje y no el final, el durante y no la resolución, el papel en blanco y no el examen de diez.

Mèlich está más interesado en la ética que en la metafísica, no le interesa el origen, por qué estamos aquí, sino para qué estamos aquí y ahí la ética regula nuestra forma de ser, de relacionarnos, de habitar en el mundo y todo esto me recuerda a un libro maravilloso que leí hace un tiempo, La resistencia íntima. Ensayo de una filosofía de la proximidad de Esquirol, el cual creo recordar que mentaba al filósofo lituano Levinas, que aquí también hace acto de presencia con su filosofía de la condición lectora, para quien el ser humano es un homo legens, y leer, una experiencia ética.

Habla Mèlich de la pedagogía actual en el capítulo La huella de los profesores en la que el profesor pierde presencia en el aula en favor de las nuevas tecnologías, cuando precisamente más allá de los contenidos que se pueden obtener de otras muchas maneras, lo que se está perdiendo es lo valioso que le ofrece al alumno una clase física, presencial, cuando el profesor habla y le tiembla la voz (no es un autómata), y se crea un atmósfera, que tiene que ver con el timbre de voz, la cadencia, y se evidencia la paciencia, la sensibilidad, la confianza del docente para con el alumno. Todo esto parece ir quedando poco a poco arrumbado. De la misma manera se recela de la lectura canónica, en la que alumno ha de leer e interesante lo leído de acuerdo a la interpretación canónica, algo que vulnera el acto de leer, que ha de implicar la particular interpretación que el lector extraiga de dicha lectura. Afirma el autor que se lee poco, y si se lee es para un fin, como la investigación, pero no hay la actitud que se requiere, pues no se debe leer bajo presión, pautado el leer por un horario, un objetivo, sino que hay que leer no bajo el yugo de cronos sino al amparo del kairós, buscando ese tiempo oportuno, justo, preciso, en el que la lectura toma posesión de ti y te hace mella y te traspasa o te coloniza e inclusa te transforma.

Tengo muy presentes libros nada superfluos que son objeto de frecuentas relecturas, como las Cartas a Lucilio de Séneca, los Ensayos de Montaigne y sé que tendré también muy presente en el futuro estos ensayos de Mèlich cuando las fuerzas me flaqueen y quiera recuperar mi certeza y confianza en lo incierto. Agradezco también que su lectura, además de hacerme mucho más llevadero (entendiéndolo como un continuo acicate intelectual) lo que llevamos de confinamiento, me haya estimulado a querer leer libros que tenía en casa desatendidos como Así habló Zaratustra, Los muertos, Las olas, El malestar en la cultura o El castillo.

Tusquets. 2019. 440 páginas

Boulder (Eva Baltasar)

Boulder (Eva Baltasar)

Eva Baltasar en Boulder (traducido del catalán al castellano por Nicole d’Amonville Alegría) sigue la senda emprendida en Permafrost. Tríptico que concluirá con Mamut.

Sus novelas tienen ritmo, una dinámica subyugante. Si el primer capítulo le abre a la narradora un porvenir sin orillas a bordo de un mercante en el que trabaja de cocinera, por la costa chilena, toda esa libertad se irá al traste a consecuencia del amor que nacerá hacia otra mujer. Ese amor que eleva, vivifica, alentado por el sexo balsámico, por lenguas que como la roomba no dejan un rincón de la piel sin desempolvar. Si bien, a una luna de miel inexistente le sucede su reverso, la hiel: el compromiso. No ya el dejar la litera del barco que atraca cada día en un muelle y pasar a ocupar una confortable cama en un casita en Reikiavik; no tener siempre a la amada a tu entera y luego intermitente disposición, sino algo mucho más grave. Con la MATERNIDAD hemos topado. Pero la maternidad sobre la que Eva escribe y reflexiona no es la de la madre que entra en trance o en éxtasis como una virgen adorando al Señor al contemplar a su correspondiente criatura, no, la maternidad que la narradora experimenta a su pesar y en su amada (amada que atiende al nombre de Samsa. Algo que no es casual pues llevará ésta a cabo también su particular transformación) es aquella que la aleja de su compañera y amiga, que la exilia a otra parte de la casa, la deja al margen, mudándola en mera comparsa, y entonces todo aquel castillo de naipes se viene abajo a través de la fecundación, pues parece que fueran amores incompatibles los filiales y parejiles. Del amor en obras al amor en zozobras. Queda la escuálida esperanza de avivar las brasas del amor con un sexo al que hacer un hueco en la agenda, devenido entonces en exigencia, imposición, nada que ver ya con el fogonazo, la espontaneidad, la urgencia de los albores con aquellos corazones encabritados y al galope sobre el colchón. Consuelo magro ofrece la infidelidad o la bruma insensata de los vapores etílicos, qué hacer con los restos de una relación en la que no hay nada ya que rebañar. ¿Nada?. Bueno, algo queda.

Lo interesante en las novelas de Eva Baltasar es su punto de vista, lo que siente y describe con mucho humor, sagacidad y salacidad su narradora, sus vivencias singulares pero extensibles al resto de los lectores (recobro a Proust: En realidad, cada uno de los lectores es, cuando lee, el propio lector de sí mismo. La obra del escritor es un simple instrumento óptico que ofrece al lector para permitirle discernir lo que sin ese libro tal vez no habría visto en sí mismo. El reconocimiento en sí mismo, por el lector, de lo que dice el libro es la prueba de la verdad de este y viceversa, al menos en cierta medida, pues en muchos casos la diferencia entre los dos textos puede atribuirse al lector y no al autor.), pues uno lee y ve un sinfín de anzuelos que salen disparados en todas las direcciones y seguro que alguno, o varios, te alcanzan, y sientes ahí una punzada, el recuerdo de una herida, el surco de la cicatriz, lo que iba a ser y es, o lo que iba a ser y no fue, o lo que es y nunca creías que sería. La conciencia de que cada instante de nuestra vida es una encrucijada. La vida como un suceso posible.

La vergüenza (Annie Ernaux)

La vergüenza (Annie Ernaux)

Annie Ernaux ya había escrito otros libros que abundaban en lo autobiográfico: Memoria de chica, No he salido de mi noche o El uso de la foto. En La vergüenza, con traducción de Mercedes Corral Corral y Berta Corral Corral, pone su atención la autora en un hecho acontecido en 1952, cuando ella tenía 12 años.

Como en ese cuadro en el que hay un motivo principal que centra nuestra atención y otros muchos elementos accesorios, periféricos, que orbitan alrededor del mismo y que iremos desvelando poco a poco bajo la atenta mirada, así opera Ernaux en esta novela. El motivo principal es el recuerdo que ella, entonces una niña, tiene de su padre intentando matar a su madre una día de junio, con un hacha, en el colmado-hogar donde viven. Tras aquel momento de locura las aguas volverán a su cauce y no se volverán a repetir más elementos violentos como aquel, pero no podrá quitárselo Ernaux de la cabeza, al instalar en ella ese hecho inaudito y atroz un sentimiento de vergüenza.

Echando mano de fotografías y recurriendo a la memoria la autora se retrotrae hasta 1952, tratando de conocer cómo era su identidad de entonces, empleando para ello los vestidos de la época, las canciones que escuchaba, los libros que leía, la fuerte presencia de la religión en las aulas del colegio privado al que acudía; la sensación de pertenecer a una clase social distinta al de sus compañeras, sintiéndose al margen; lo mismo le sucederá con la edad, ya que los 12 años marcaban la barrera entre la infancia y la adolescencia, entre el cuerpo de un niña y el de una mujer, aspecto que en aquel entonces le parecía tan deseable como inalcanzable.
Ernaux analiza la sociedad en la que vivía en 1952 en Normandía, muy preocupados todos ellos por el qué dirán, por guardar las formas, por no dar que hablar, por no apartarse del rebaño, en un colectivo muy dado a censurar y a reprobar todo aquello que se saliera del molde de lo “normal” (embarazos fuera del matrimonio, madres solteras, abortos…) cincelada la moral con el buril de la religión. Aunque por otra parte no estaba mal vista la violencia hacia los hijos, entendida como parte de una educación que había de ser estricta y severa.

Un viaje que realizará Ernaux junto a su padre, en autobús, durante un par de semanas, llegando hasta Lourdes, antes del hecho de marras le permitiría a la niña tomar conciencia del otro mundo que existe más allá de las cuatro paredes de su casa, el barrio, la ciudad, la moral, descubriendo en las habitaciones del hotel el uso del lavabo, los retretes, el yogur en los restaurantes…

Con La vergüenza Ernaux hace público aquello que le pasó, pesó y posó y le acompañó por tanto a lo largo de toda su vida, tal que en 1996 decidió extirpar ese recuerdo para poder analizarlo a través de la escritura, con la publicación del presente libro, muy en la línea de sus otros libros autobiográficos.