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Édouard Levé

Édouard Levé (Suicidio)

La tristeza me persigue pero yo soy más lento, podemos enunciar a modo de pórtico.

Leo que Édouard Levé en su novela Autorretrato, en su última páginas hablaba de un amigo suyo que se suicidó volándose la tapa de los sesos a los 25 años. Suicidio va dedicado a este amigo. Al contrario de la mayoría de novelas fúnebres que vienen a ser cartas abiertas, ya sean a hijos, padres, madres o hermanos muertos, con las que los que se quedan explicitan lo jodido que es no tenerlos nunca más a su vera, aquí Levé dice no sentir dolor, ni pena por la ausencia de su amigo. Al morir joven, su amigo queda así idealizado, sin verse afectado por el óxido del tiempo, como aquel niño cuyo padre muere joven y cuando el hijo rebasa la edad del padre y llega a la vejez tiene la sensación de que se ha convertido en padre de su padre y se queda con la mirada perdida como las vacas mirando al tren sin entender nada y así Levé nos va hablando de su amigo, y no sé si lo que dice de este es cierto o se lo inventa, porque lo que manifiesta son algunas cosas objetivas y otras muchas son pensamientos del difunto o aspectos de su forma de ser. A la hora de hablar de su amigo le serían de utilidad a Levé además de lo que conocía de primera mano en su trato e intimidad con el difunto, los tercetos encontrados y que se reproducen al final de la novela, en los que el muerto ya adelanta que la felicidad le precede, la tristeza le sigue y la muerte le espera. Al poco de entregar este libro a su editor Levé a sus 42 años hace lo propio y se ahorca. Cuando uno lee las páginas finales no entiende el suicidio como algo dantesco, desgarrador, sino todo lo contrario, más bien como una forma de vivir la muerte, pues como dice Levé morir a los noventa es morir la muerte. Tanto su amigo como Levé quieren ser dueños de sus vidas, y buscan el escenario, el momento y la forma de irse ante de ser arrollados por el destino. Se toman esa libertad para hacer con su vida lo que quieren, como recogía Henri Roorda en su libro Mi suicidio, porque su vida es suya y a nadie más le pertenece, aunque como sopesa el amigo muerto o Levé ambos saben que se puede entender su marcha como un acto de egoísmo, donde no solo se va y descansa ya para siempre el que se suicida, sino que de paso arrastra en su caída hacia el vacío a todos aquellos familiares y amigos que lo querían mucho y vivo.

Eterna Cadencia. 2017. 95 páginas. Traducción de Matías Battistón

Vidas a la intemperie

Vidas a la intemperie. Nostalgias y prejuicios sobre el mundo campesino (Marc Badal)

Cuando seas mayor busca un trabajo donde no te mojes, le decía a Manuel Rivas su madre cuando éste era pequeño. Podemos distinguir dos oficios: aquellos en los que te mojas y en los que no. O las vidas de aquellos que transcurren a la intemperie y las que lo hacen a buen recaudo.

Marc Badal en este ameno ensayo que invita a la reflexión, editado por Pepitas de calabaza y cambalache afronta las vidas a la intemperie del campesinado y afirma que si hoy preguntamos por la calle a la gente por los acontecimientos más significativos del siglo XX, nadie mencionará la desaparición del campesinado.

Ese podría ser el punto de partida de este ensayo, el poner cara al campesinado, ya casi extinto. Para ello Marc recurre a buen número de citas de escritores, filósofos, etnógrafos, historiadores que han ido dando forma a la idea de campesinado que ha quedado grabado en nuestro imaginario colectivo. Personas catalogadas, entre otros muchos términos despetivos como palurdos, catetos, cotillas, egoístas, zoquetes, insolidarios… y como afirmaba George Sand «Nada hay más pobre y triste en el mundo que este campesino, que no sabe hacer otra cosa que rezar, cantar y trabajar, y que nunca piensa«.

Tratar de definir al campesinado hoy, o a través de la historia parece una cuestión imposible. Podemos hacer igual que cuando clasificamos a las personas como burguesas o proletarias y sacamos de ahí unas características generales. Me pregunto qué tiene que ver un agricultor iraní con uno del baztán, o dentro de un mismo país, un agricultor catalán con uno andaluz. Dentro de cada comunidad autónoma también hay diferencias sociales, económicas, culturales que afectarían a su vez al campesinado e incluso dentro de un mismo pueblo por pequeño que fuese, unos tendrían cuatro ovejas y otro tendría una explotación agrícola. Hablar por tanto grosso modo de campesinado es hacer un ejercicio de abstracción imposible.
Marc lo sabe y por tanto apunta hacia cuestiones históricas objetivas, centrado parte del libro en el campesinado ruso de Aleksandr Vasílievich Chayánov, que podría ser Víktor Pávlovich Shtrum, el personaje de la portentosa novela de Vasili Grossman Vida y destino, y el devenir de dicho campesinado ante el afianzamiento de un capitalismo en las sociedades occidentales que lo acabaría arrollando. Una vida rural que como afirma Adolfo García Martínez en Alabanza de aldea «es dura porque se ha desprestigiado, porque el trabajo del agricultor y el ganadero están mal pagados y porque no tienen compensaciones por la labor de conservación del patrimonio cultural y natural«.

Hoy el pueblo, lo rural, el campo, dice Marc que es entendido por los urbanitas como un decorado, que esto se ve bien en aquello que se denomina turismo rural, el cual transforma el paisaje pero no al turista. Esto que dice Marc lo comparto. Pernocté en un camping asturiano en el que encontré en la globosfera algunos comentarios negativos del mismo, porque «olía a mierda de vaca«. El camping estaba próximo a una pequeña explotación ganadera, pero este olor se entendía como algo negativo, lógico, cuando uno quiere encontrar en el campo lo mismo que en la ciudad, con mejores vistas y sin nada que afecte a su olfato o vista.
De igual manera muchos de los peregrinos del camino de Santiago leía el otro día que a la hora de elegir un albergue se decantan por el que tiene wifi. Esa desconexión, la búsqueda interior y ensimismamiento que parece que debe acompañar al peregrino en su caminar, no siempre es tal, pues hay quien le falta tiempo para llegar al albergue y compartir en cualquier red social, su caminar diario, compartiendo así su solitaria experiencia, alimentada de selfies.

La naturaleza como comenta Marc siempre ha sido objeto de la literatura ya sea a través de la oda bucólica pastoril, donde el campo no pasaba de ser un decorado arcádico, o bien con algo más de profundidad, como tuve ocasión de comprobar recientemente con la lectura de Las Geórgicas de Virgilio, donde el poeta latino además de loar la naturaleza, agradecía con sus poesías, en estas «campesinadas«, a los agricultores y ganaderos que permitían al resto de los ciudadanos disfrutar del vino, del aceite de oliva, del pan, de las frutas, legumbres y verduras que se les ofrecían a diario como viandas. Esto era posible porque había alguien que se encarga de ello, si bien estos campesinos casi siempre pasaban desapercibidos, hasta extinguirse sin hacer ruido.
Sin irnos tan atrás en el tiempo, otros escritores contemporáneos como Abel Hernández en El canto del cuco. Llanto por un pueblo y jóvenes como Hasier Larretxea, también nos sitúan a través de la prosa o la poesía en plena naturaleza, como he tenido ocasión de comprobar leyendo meridianos de tierra, donde la escritura sirve para reconocer y sacar lustre a la vida rural y a sus gentes, donde el campo ya no es un decorado, sino un continente lleno de contenido y de significado.

Habla Marc aquí de etnocidio y podemos sumar esto a su consecuencia, la demotanasia de la que hablaba Paco Cerdà, en Los últimos, voces la Laponia española, dando testimonio de esa España rural que se vacía a marchas forzadas y sin remisión.

La vuelta al campo, a pesar de que haya quien la ha hecho como Badal, que leo que vive por ahí en un caserío escondido del pirineo navarro, u otros casos como los que recogía Cerdà, parece que son una muy pequeña minoría, porque creo que hemos superado un punto de no retorno. En El disputado voto del señor Cayo de Delibes, ambientada en las primeras elecciones democráticas tras la dictadura, unos políticos en busca de votos iban a un pueblo y allá descubrían a un aldeano, aparentemente tosco, inculto, lento, si bien al poco comprobaban estos jóvenes que aquel anciano era testimonio vivo de una cultura ancestral, de una sabiduría que no estaba en los libros, fruto de un empirismo enriquecido a lo largo de muchas décadas de existencia. Para estos jóvenes aquello suponía un descubrimiento, un fogonazo, pero pasajero, sin efectos prácticos, porque el veneno de la ciudad ya iba impreso en su ADN. Y de esto hace ya 40 años, así que hoy en día…

Pepitas de calabaza & cambalache. 2017. 216 páginas.

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El museo imaginario (André Malraux)

La misma curiosidad y expectación que siento cuando visito un museo he experimentado leyendo este ensayo de André Malraux (1901-1976) publicado en 1947, que llevaba queriendo leer hace años y que afortunadamente reeditó Cátedra a finales del año pasado.
El libro de apenas 200 páginas lo conforman textos y muchas fotos. Su lectura es un recorrido por la historia del arte, a través de la pintura, la escultura, las miniaturas, las vidrieras, los tapices, los retablos…de cualquier parte del planeta, donde podremos apreciar las distintas corrientes y estilos, y permitirnos comparar y apreciar toda esta evolución artística con el correr de los siglos, en un diálogo continuo entre pasado y presente, y entre la poesía y la pintura, pues como afirmaba Leonardo Da Vinci, la pintura es un poesía que se ve.

Somos todavía más sensibles a la fluidez del pasado porque hemos aprendido que todo gran arte, por el solo hecho de ser creado, modifica a sus predecesores.

El arte como un ente vivo y en continuo cambio:

La metamorfosis no es un accidente: es la vida misma de la obra de arte.

El libro está muy bien editado y la calidad de las fotografías que recogen los cuadros, las esculturas, los tapices es muy notable, lo que convierte en un deleite estético trajinar con un libro como el presente disfrutando de obras como el Descendimiento de Erill-la-Vall, Nuestra Señora de la Bella Vidriera de Chartres, el cuadro El puente japonés de Monet, El regreso del hijo pródigo de Rembrandt, La danza de la princesa Chandraprabha, el mosaico Dionisos montado en una pantera

La reproducción fotográfica, como medio empleado para difundir el arte de manera universal, le permite a éste salir de las iglesias, de los palacios, de los domicilios particulares y ser disfrutados por un mayor número de gente, al tiempo que la fotografía se convierte en otro arte distinto, que permite fijar o aislar una parte del cuadro, convirtiéndolo en otra obra distinta. A su vez, el recoger en un álbum fotografías de distintas obras de arte, da lugar a otra obra nueva, pues al final la mirada del observador es la que crea la obra de arte.

Este libro de Malraux, como cualquier otro clásico, creo que requiere múltiples lecturas, precisa como el comer de un índice onomástico, y adolece en mi opinión de ser demasiado sintético, además la sintaxis que maneja Malraux a ratos me resulta difícil de seguir -sin que menoscabe letalmente mi interés ni lo sugerente de la propuesta-, lo cual creo que viene muy condicionado por mis rudimentarios conocimientos del arte, si bien esta lectura alimenta mi sed de saber y de conocer, al disponer ante nosotros un sinfín de pintores, escultores, o corrientes artísticas que anhelo descubrir o redescubrir, ayudados si queremos en nuestra búsqueda por los entornos virtuales, que como el Museo del Prado, por ejemplo, nos permite acceder a más de 3000 cuadros a golpe de click.

Recomiendo una vez finalizado este libro consultar el Diccionario de las artes de Félix de Azúa y su entrada Catálogo, dado que según nos cuenta existe una íntima convicción de los artistas, de la crítica, de los aficionados, según la cual lo perdurable y eficaz es el catálogo, más que la obra.

Cátedra. 2017. 204 páginas. Traducción de María Condor.

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Breve historia del circo (Pablo Cerezal)

Pero quizá no hay ganancia ni pérdida:
Para nosotros sólo existe el intento.
Lo demás no es asunto nuestro.

T. S. Eliot

La Breve historia del circo (hay portadas que atraen nuestra atención sin remisión. Ésta, obra de Sergio Delicado es una), no es la historia del circo más vanguardista que conocemos, algo glamuroso e inasible como El Circo del Sol, sino el circo de la calle de los niños de Cochabamba, en el altiplano boliviano. Pablo Cerezal (Madrid, 1972) que anduvo por allá dos años currando en una ONG (organizaciones a las que dedica palabras no muy amables, pues de lo poco que dedica al asunto, trata a los empleados de estas oenegés como «profesionales de la solidaridad«. Un trabajo humanitario que es otra forma más de ganarse la vida. Trasluce su experiencia cierto resquemor, sofocado, no obstante) recoge en este libro sus experiencias que se intuyen autobiográficas, aunque desde el momento en el que toca organizar los recuerdos, filtrarlos y dejar muchas cosas fuera, la memoria se acomoda a una realidad ficcionada, cuya premisa sería la verdad. Autobiografía -centrada en esos dos años y en los recuerdos de la adolescencia y los comienzos en la vida adulta: noches de farra, porros, canciones…- que mezcla textos y fotos; narración que va de la poesía a la prosa y viceversa. Lo que más me ha llegado es lo menos inflamado poéticamente, aquellas palabras que sí son ondas en un mar inexistente; las otras, las que suenan más poéticas, caen como monedas en el pozo, sin dejar huella, lastradas por su afán en hacerse notar, por su empeño en enseñorearse con las mejores galas de la pomposidad. Conviene creo lo mundano, lo sencillo, lo no grave: el llamar a la puerta de nuestra atención con los nudillos y de eso hay bastante en el texto, afortunadamente y ahí, en esa ventana que abre para nosotros Pablo, sí disfruto de una prosa vital que describe bien el tráfago urbano, la mugre de las calles bolivianas y sus mercados, los ires y venires del gatogata por el domicilio, ese horizonte paternal donde todo son expectativas, terreno abonado de ilusiones, miedos, e incertidumbres: un caminar sin hacer pie y un mundo renovado a diario. Me gusta la intimidad de la pareja que se ve ya familia y el amparo que ésta depara y la orfandad que siembra la distancia y el no roce del cuerpo amado, a pesar de que internet sea capaz de suplir la carencia con su faz pixelada, y tras la espera, el alumbramiento y un capítulo el XL, que es prosa en formato ídem, ver (y oírlo sonar) por ahí a Quique González y el azote inmisericorde de las drogas en las calles de Madrid (y de otras muchas ciudades españolas) décadas atrás; el texto en el que se hace un hueco a un país, Bolivia, que queda así capturado entre las páginas, no ya como foto fija sino como algo en continuo movimiento, para el lector que entienda la lectura como un viaje, y un texto como el presente, no como una guía de viaje, que no asuma la pobreza y la miseria como un ideal y que ponga rostro al otro, que la lectura sea entonces proximidad y desvelamiento, como lo que hace Cerezal, autor que aquí juguetea a ratos con la idea de dejar la escritura (¿quién dejaría a quién?). Le pilla tarde. Hay quien lo hizo a los 19 años. Dejar la literatura digo, porque quizás éste y aquel, a pesar de querer ser cada vez más ellos mismos, también se creían otros y escribir era precisamente eso: pasar al otro lado y poder contarlo.

Chamán Ediciones. 2017. 225 páginas.