Archivo del Autor: Francisco H. González

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No he salido de mi noche (Annie Ernaux)

Recientemente he leído algunos libros cuya sustancia narrativa es el alzheimer. Primero La presencia pura de Bobin. Muy recomendable. Luego Manual de pérdidas de Javier Sachez. Muy interesante. Podríamos coger la novela de Sachez y en su término final coger con el dedo pulgar e índice y hacer un zoom (como si estuviéramos sobre la pantalla de un móvil) sobre la relación de Abdón y su hija Virginia. Aquí cambiaríamos al padre, por una madre, la de la autora. Ernaux (autora de Memoria de chica), recuerda a su madre y no lo hace en los términos en que lo hace por ejemplo Peixoto o Javier Gomá, cuando evocan a sus padres muertos. Ernaux aborda los dos últimos años de su madre, enferma de alzheimer. Ahí se concentra la degradación corporal y mental, el olor a orina, los excrementos olvidados en una cómoda, un masticar de papeles, una decrepitud que es un volver a la infancia (volver a ser lavada, peinada, las uñas recortadas…), pero con olor a mierda, a carne arrumbada y fláccida. Ernaux lidia con esa situación como puede. Ve ese devenir, ese derrumbamiento, sin poder oponer nada. Quiere a su madre viva, aunque cada día sea un zarpazo sobre una existencia menguante. El relato, a modo de diario, es triste, deprimente, sórdido, punzante. Radica ahí el valor de este testimonio. Donde otros emplean la literatura para edulcorar, para preservar en el ámbar de las letras los buenos recuerdos, Ernaux, se confiesa, y emplea la pluma a modo de cilicio. Es fácil reconocerse en lo que Ernaux piensa y tiene el valor de escribir, cuando aquellos que amamos están tan mal que deseamos verlos morir, tanto, como verlos vivir. Una disyuntiva que es una PUTADA en mayúsculas.

Cabaret Voltaire. 2017. 129 páginas. Traducción de Lydia Vázquez Jiménez.

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Perla (Frédéric Brun)

Si ayer comentaba el libro de José Luís Peixoto, quien dedicaba su particular homenaje a su padre muerto en Te me moriste, Frédéric Brun (París, 1960) hace lo propio con Perla, su madre. Perla sobrevivió al campo de concentración de Birkenau y su hijo la recuerda después de su muerte, haciéndose un montón de preguntas sobre el paso de su madre por el mismo, muchas sin respuesta, sin llegar a entender cómo los nazis fueron capaces de aunar su gusto por la cultura con el exterminio a sus manos de millones de seres humanos que a sus ojos no eran otra cosa que, como recoge Daša en Trieste, una «carga«. No descubre Brun nada nuevo, pues sus preguntas ya se las han hecho muchos otros antes y durante todo este tiempo. De hecho el autor, sin buscar ninguna originalidad, recurre a las palabras recogidas en otros libros de Levi, de Semprún, quienes intentaron aportar en sus escritos algo de luz con sus testimonios, y como dice uno de los supervivientes, pasadas ya tantas décadas, víctimas del extrañamiento, pensar en aquello y calificar lo vivido como una «realidad inverosímil«.

Brun concibe su libro como un puente hacia su madre, un ir hacia ella y al mismo tiempo la posibilidad de evocarla, de recordarla, de aproximarse a su pasado, a su dolor, dado que en vida de ella, el silencio hizo de cortafuegos del pasado y quedaron muchas preguntas sin hacer. Una madre construida a retazos.

Como quiera Brun que su libro no sea triste, el recuerdo de la madre muerta se combinará con la llegada al mundo de su hijo, lo cual siempre es motivo de alegría y esperanza y el nacimiento a su vez de esa angustia que experimenta todo padre ante la posibilidad de morir y dejar a sus hijos truncados.

Editorial Comares. 2017. 104 páginas

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Te me moriste (José Luís Peixoto)

Si leyendo Saturno de Eduardo Halfon podríamos decir: te acompaño en el resentimiento, ante esta breve obra de Peixoto (publicada en Portugal en 2001, y anteriormente en 2005 en España en La Gaveta, colección de narrativa breve de la Editora regional de Extremadura) diremos lo contrario: te acompaño en el sentimiento. Un texto que funciona como una confesión. Peixoto pierde a su padre tras una enfermedad y ya huérfano, se siente solo. Extraña a su padre, mucho. Recuerda los momentos pasados juntos, de niño y de adulto. Su padre, como un Rey Sol, no despótico, sino todo lo contrario. Un sol que le calienta y conforta. Ese sol que creemos va a seguir saliendo siempre, hasta que un día ya no sale. Enfermedad, hospitales, tratamientos… Eclipse. Fundido a negro. Su dolor es el propio del duelo, de la ausencia, de la habitación vacía, de la voz ya apagada. Leí a Peixoto ante un té bien colmado porque sabía que debía ir bien hidratado. El dolor de Peixoto es compartido, porque todos arrostramos los zarpazos que nos da el vacío en el que nos dejan aquellos que quisimos y que ya no están entre nosotros.

Minúscula. 2017. 64 páginas. Traducción de Antonio Sáez Delgado.

José Luís Peixoto | Galveias

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El dependiente (Bernard Malamud)

Desde que leí este insoslayable artículo de Enrique Vila-Matas, leer a Malamud era una necesidad. Recorriendo las estanterías de una franquicia de esas que venden libros de segunda mano, me di de bruces con esta obra de Malamud, El dependiente, publicado en Estados Unidos en 1957 y aquí en 1984. Su segunda novela.

Bernard Malamud (1914-1986) no ofrece concesiones. El escenario es una tienda, donde su dueño y dependiente, el judío Morris, sobrevive a duras penas, trabajando siete días a la semana y 16 horas al día, en el barrio neoyorkino de Brooklyn en la América de mediados de los cincuenta. Le ayuda Ida, su mujer, y ambos constatan con pesar que esa tienda convertida en una tumba les está sepultando en vida, mientras van entregando todas sus horas y toda su energía, a cambio de un magro beneficio que apenas les permite subsistir y que de paso irá lastrando los sueños de su hija Helen, la cual quiere acceder a la universidad, donde se cifran todas sus esperanzas de cambiar de vida, para mejor.

El gran personaje de la novela es Frank, un joven italoamericano que cae en la tienda por casualidad, donde comenzará a trabajar como dependiente y que trastocará las existencias de Morris, Ida y Helen, al tiempo que atrae nuevos clientes, con sus nuevos bríos, tácticas de venta, y un público gentil que ve con mejor ojos detrás del mostrador al joven italiano que al marchito judío Morris.

Helen es una ávida lectora. Lee a Tolstói, Flaubert, Dostoievski. Frank se quiere congraciar con ella, y lee lo mismo que ella lee. Caen Madame Bovary, Anna Karenina, Crimen y castigo. La cabeza le duele, las historias le deprimen. Se siente hermanado con Raskólnikov y la necesidad de ambos de confesarse. y de redimirse, podemos añadir. Frank viene del fango, de la oscuridad, de la imposibilidad, pero hay algo ahí dentro que le obliga a pensar en sus actos, a reconocer sus errores, a tratar de enmendarlos, pero todo lo sale mal. Se enamora de Helen con locura, pero la caga hasta al fondo y ésta le rechaza. Otro desistiría, cogería las de Villadiego. Frank no. Frank es un coloso. Frank es inteligente, agudo, tenaz. Su naturaleza es un pedernal. El presente va con orejeras y Frank solo mira al frente, al futuro, hacia ese objetivo que se le escapa una y otra vez.

Morris y Frank se parecen porque ambos piensan y reflexionan sobre lo que hacen y los efectos que se derivan de sus acciones y sus certezas nunca lo son. A ambos les mueven sentimientos de compasión, de piedad. Malamud emplea a Frank para reflexionar sobre los judíos, y así Frank habla de cómo el sufrimiento para los judíos es como una pieza de tela, con la que pueden hacerse varios trajes.

Frank en las postrimerías me trae en mientes la canción de Plá, Carta al Rey Melchor. Unos mandan a la mierda sus firmes principios de republicanos, otros se despojan de sus frenillos, llegado el caso.

Deprimente novela, sí. Esperanzadora también. Soberbio Malamud.