Archivo del Autor: Francisco H. González

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Cartas a un amigo alemán (Albert Camus)

Sin duda son interesantes estas cuatro cartas que Albert Camus (1913-1960) escribe entre 1943 y 1944 a un alemán real o imaginario, partidario de las tropelías de los nazis. Albert Camus apela en ellas a la justicia, a su fe en el hombre y en su destino, que es la felicidad, que contrasta con la visión genocida de los alemanes en su delirio por conquistar el mundo, por entregarse a un poder aniquilador y destructor, ebrios de poder, pensando en una Europa como un dominio suyo y no como una pluralidad de naciones con sus costumbres y tradiciones. Camus diferencia y separa a los alemanes nazis de los franceses, no colaboradores, se entiende, y establece las diferencias entre unos y otros, dejando fuera la superioridad, en un principio de los alemanes, capaz de arrostrar en su delirio a muchos otros países, incluida Francia, yendo a la superioridad moral, la que otorga el sentido de la justicia, del aprecio por la vida humana, y ahí según Camus los franceses ganan a los alemanes.
Lo que los nazis hicieron, los millones de judíos que masacraron lo sabemos, los millones de muertos en el frente y los millones de heridos que dejaron la segunda guerra mundial lo sabemos. Siete décadas después se siguen levantando muros, convirtiendo al extranjero en cabeza de turco, la extrema derecha sigue ganando adeptos, multimillonarios xenófobos y misóginos como Donald Trump metidos a políticos pasan a gobernar el país más poderoso del mundo, todo esto viene a decirnos que no hemos aprendido nada, porque la semilla del mal sigue ahí, agazapada, esperando su momento para brotar de nuevo, para que la mano invisible apague el interruptor y nos sumamos de nuevo en la noche más oscura. Al tiempo.

Lo mejor de todo se resume en esta frase que Camus toma prestada, sin citar la fuente: Amo demasiado a mi país para ser nacionalista. Cada cual que la entienda y la paladee como quiera.

Tusquets. 1995. 72 páginas. Traducción de Javier Albiñana

Henry David Thoreau

Henry David Thoreau (1817-1862)

Este año se cumplen 200 años del nacimiento de Henry David Thoreau. A lo largo de este año me he acercado bastante a su figura y a su fondo, o eso quiero pensar.
Hasta la fecha solo había leído su ensayo manzanil titulado Las manzanas silvestres. Un ensayo que no me había dejado ninguna huella.

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Toni Montesinos

Con la excusa del bicentenario he leído, para mí bien, tres estupendas biografías, la de Toni Montesinos, titulada El principio de los principios. Como vivir con Thoreau, la de Robert Richardson titulada Thoreau. Biografía de un pensador salvaje.
Robert Richardson

Robert Richardson

y finalmente la de Antonio Casado da Rocha, que fue el que escribió en castellano la primera biografía, esencial, de Thoreau. Thoreau_portadaLeyendo estas tres biografías creo que nos podemos hacer una idea aproximada de la vida y pensamiento de Thoreau. Los títulos de las biografías ya ponen el acento en conceptos importantes. Montesinos habla de principios y lo interesante sería como extrapolar el hacer de Thoreau a nuestros días, cómo mantener esos principios suyos, su austeridad, su vida sencilla, que no simple, ese recogimiento interior, su capacidad de análisis y su aguda mirada capaz de escrutar y sacar juego a cuanto le rodeaba, en especial la naturaleza, de la que se confesaba devoto.
La biografía de Robertson hace hincapié en la figura de Henry David Thoreau como pensador.
A mí me sorprendió descubrir a un Thoreau lector empedernido, investigador, erudito, políglota, traductor al inglés de obras clásicas griegas, en suma, un coloso del saber, cuyos conocimientos obtenidos con sus infinitas lecturas volcaría al escribir su Walden, donde plasmó su experiencia en su cabaña, enriquecida con todo lo leído. Un libro que me gustó menos que las tres biografías leídas, porque a pesar de la fama de Walden, libro que seguramente muchos conozcan, al menos de oídas, no me parece un libro totalizador, representativo de Thoreau, pues se me antoja parcial, porque Thoreau es mucho más que Walden.
Thoreau ya advertía, para que nadie se llevara a engaño, que lo suyo en la cabaña era un experimento, un medirse consigo mismo, el ser capaz de materializar una idea, de ejecutar un propósito que muchos no entendían, un experimento que cualquiera podría realizar, porque la cabaña no era otra cosa que la metáfora de un empeño, la de hacer tu propio surco y no seguir el trillado camino de los padres, tener un propósito firme e ir con tesón tras él. WaldenLeyendo estas tres muy recomendables biografías constataremos que Thoreau hasta el día en que murió se mantuvo fiel a sus ideales, a su vida recogida, austera, entregada al estudio, al conocimiento, trabajando lo justo para mantenerse ya fuera en sus labores como agrimensor o en la fábrica de lapiceros de su padre, donde su saber se convirtieron en mejoras importantes, como innovaciones, en la elaboración de las puntas de grafito, sin ambicionar nada, tratando eso sí ya al final de sus días de colocar sus escritos, a fin de que su madre y su hermana obtuvieran algún rédito del colosal trabajo de Thoreau en el mundo de las letras, del cual siempre estuvo desterrado, obteniendo muy escaso reconocimiento en vida, al contrario, por ejemplo que Emerson, que en sus inicios obró como mentor y padre espiritual. Reconocimiento que le ha llegado a Thoreau unas cuantas décadas después de su temprana muerte, porque creo que dos siglos después hoy sus pensamientos, su actitud, sus ideas, su compromiso (fue un declarado abolicionista) nos interesan, nos motivan, nos seducen y nos sirven (y servirán) como faro en esta noche oscura.

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Goethe se muere (Thomas Bernhard)

Tenía sincio de Thomas Bernhard, así que nada mejor que quitarme la gusa echando mano de algún libro suyo. Tiempo llevaba queriendo leer Goethe se muere que reúne cuatro relatos que ofrecen más de lo mismo, pues no hay muchas novedades para aquel que conozca al detalle la obra de Bernhard y haya leído al menos sus relatos autobiográficos, pues sus invectivas contra su familia y contra Austria no son nuevas.

El relato más original, por quedar fuera de esa vorágine de abyección, vileza y aniquilación a la que Bernhard nos subsume, se me antoja el relato que principia el libro Goethe se muere, título que destripa el relato. Goethe se muere y antes de palmarla quiere tener a su vera a Wittgenstein. Un encuentro que no llegará a materializarse. Goethe murió el 22 de marzo de 1832, Wittgenstein el 29 de abril 1951. Bernhard juega pues con distintos planos temporales. Vemos como Goethe vive no sabemos si abrumado o henchido como un pavo real, por el peso de su fama, de su grandeza, la cual disfrutaría en vida, no a toro pasado – recibiendo sacas llenas de cartas de sus admiradores que van a la chimenea y le permiten calentarse por la cara-, como les ha sucedido a la mayoría de los artistas, sean escritores, pintores, o escultores, que como Cervantes malvivieron en vida y los dedos rosados de la Fortuna no llegó nunca a acariciarlos, sino más bien el hocico de la miseria. Vemos la competencia con Schiller, aquel que podía haber plantado cara a Goethe, el cual murió el 9 de mayo de 1805, bastante antes que Goethe y mucho más joven. Además de llevarnos a pensar sobre cómo sería la relación entre dos monstruos como Goethe y Wittgenstein en el caso de que hubieran podido verse finalmente las caras –el relato propone que ambos son coetáneos-, más interesante me resulta el final, pues a menudo esas frases que corren de siglo en siglo hasta hoy en día, como ese “Más luz”, con el que parece que Goethe se fue de este mundo, pudo no ser así, y cambiando simplemente una letra por otra de una misma palabra, una aliteración genial, por otra parte, podemos pasar de la luz a la nada sin despeinarnos.

El segundo relato, Montaigne, es donde más reconozco a Bernhard. El que haya leído los Relatos autobiográficos del austriaco ya sabe el fervor que este sentía por el ensayista francés. El relato es como ir espigando momentos de esa autobiografía con el lenguaje marca de la casa, donde un niño, se ve aniquilado, ultrajado, por sus padres, a quienes detesta y aborrece, padres que desde pequeño lo machacan con sus órdenes, sus directrices, sus mentiras, su hipocresía y lo más doloroso: su empeño en que el Bernhard niño no pise la biblioteca, que no se contamine éste con los libros, con los de filosofía en concreto. Sabemos que una prohibición actúa en el cerebro de un niño como un imperativo, no para no hacer, sino para hacer. Así que el niño, lee y descubre la literatura, descubre la filosofía, descubre el amor por el saber, descubre a Montaigne, descubre sus ensayos, sus tentativas vitales y pasa entonces a ser Montaigne su brújula y toda su familia, una familia que nada tiene que ver con la suya, aquella que tanto detesta y aborrece.

En Reencuentro, Bernhard sigue en la misma línea que el relato anterior y aquí la queja es dual. La que manifiestan dos jóvenes que se ven las caritas pasadas dos décadas, para quienes sus casas -opinión compartida-, fueron cárceles, prisiones, campos de exterminio, La Casa de los Muertos, en donde van a ser aniquilados a no ser que cojan las de Villadiego lo más pronto posible. De fondo las montañas, odiosas por supuesto, tanto como las excursiones familiares a la montaña, dos al año y los cuadros paternos sobre la montaña, y la cítara, la trompeta, el piolet, la vestimenta roja en la montaña, buscando la tranquilidad en la montaña y sembrando en sus hijos la intranquilidad, en la montaña. Un día a día que viene a ser para Bernhard un ochomil sin agua, alimento, ni bombona de oxígeno, ante una madre severa, dura, indiferente y pegadora y un padre duro, despiadado, severo e impertérrito que deja hacer, deja atizar a su carnal. Cabe cuestionarse en qué consiste la educación, pues en el caso de Bernhard convertirse en un réplica de su padre, le asquea, pues su anhelo es precisamente ser radicalmente diferente a su padre, perderlos de vista, al padre y a la madre y no dejarse seducir pasados/posados los años, por los cantos de sirena de un sentimentalismo falso y mendaz como en el caso de su interlocutor, el cual afirma ya al final no recordar nada, quizás como otra forma de romper los lazos, el lastre de la infancia, nada arcádica para esta pareja de amigos, ahora adultos.

En Ardía, Bernhard pone voz a un fulano que está vagando por el mundo desde hace cuatro meses y al tiempo que viaja echa pestes de la Iglesia aniquiladora del Buen Dios. A la gente no se le puede ayudar, dice. Así que pasa del mundo y se retira dentro de sí mismo, al tiempo que nos dice algo que ya sabemos porque lo hemos leído en otros libros suyos, a saber, que Austria es aborrecible, el país más odioso y ridículo. Algo parecido, pero más suave dirá de Noruega, de los noruegos, de Oslo, de su mala comida de su gusto artístico execrable…

Bernhard en estado puro.

Cuando tenga de nuevo mono de Bernhard seguiré con Hormigón, o con cualquier otro. Sobre la marcha.

Alianza. 2012. 120 páginas. Miguel Saénz.

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Relatos autobiográficos:
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El coronel no tiene quien le escriba (Gabriel García Márquez)

Esta estupenda novela corta de Gabo escrita en 1957 me recuerda el cuento de la lechera en la construcción de grandes sueños con pies de barro. Me recuerda también la leyenda el mito de Sísifo. No hace falta una piedra y una rampa para mostrar unas vidas condenadas y aherrojadas a la espera dilatada y estéril, a escuchar a diario la letanía de un rosario de cuentas infelices, la de estos dos polizones, en su senectud, de un barco calafateado a diario sin lograr evitar que entre la enfermedad (asma, dolores estomacales), achicando a duras penas la desesperanza, el infortunio, la pena por el hijo muerto, el hambre ronroneante, aferrados como dos náufragos a un leño húmedo con cresta y espolones llamado dignidad, que tanto puede ser su salvación como su condena.

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