Archivo por meses: noviembre 2018

María Gainza

La luz negra (María Gainza)

He notado que una no escribe ni para recordar ni para olvidar, ni para encontrar alivio ni para curarse una pena. Una escribe para auscultarse, para entender qué tiene dentro. Así por lo menos, he escrito yo, como si un endoscopio recorriera mi cuerpo.

Auscultamiento que es tanto exploración como búsqueda e huida. La narradora no irá, como en la novela de Bolaño, en busca de Cesárea Tinajero (la madre del visceralismo), sino detrás de la Negra, mujer correosa, de contornos imprecisos, prestigiosa falsificadora argentina del siglo XX de los cuadros de Mariette Lydis, que desaparece sin dejar rastro.

La búsqueda de la Negra es movimiento, no siempre lineal. Búsqueda que tampoco arrojará datos concluyentes. A medida que la narradora avanza en su investigación es como si una voz de ultratumba, la de la Negra, le dijera: dejá de joderme y no trates de hacerte un puzzle a mi costa.

«El personaje con su pasado de contornos precisos, de psicología lineal, su accionar coherente, es una de las grandes mentiras de la literatura».

La indefinición, la falta de resolución de la propuesta, su corta extensión, el magnetismo que me genera su lectura, me recuerda a las novelas de Modiano, donde la memoria -aquí investigación- siempre arroja datos precarios, difusos, inconsistentes para armar una historia sólida.

La luz negra de María Gainza (Buenos Aires, 1975) es tambien una novela de ideas, en la que la autora irá va vertiendo por boca de la narradora y de otros personajes ideas y reflexiones acerca de la crítica, la falsificación (sin el grado de detalle de Lo que arraiga en el hueso) “A veces me pregunto si la falsificación no es la gran obra de arte del siglo XX”, el valor (intrínseco) y monetario del arte, la imposibilidad de armar un relato coherente, sólido, con palabras, etc.

Novela que es también una suerte de biografía, la de la Negra. Vidas extintas y ajenas que siempre son colchonetas desinfladas, arrumbadas en un trastero, polvorientas, desapercibidas, a las que el aire de la narradora, con arrestos de biógrafa, otorgará -o esa es la pretensión- volumen, presencia y apariencia, pero sin dejar de ser aire plastificado en todo caso, así la Negra, así el resto.

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Héroes (Ray Loriga)

Leí hace un tiempo El asesino de canciones y pensé cómo sería un libro hecho sólo con letras de canciones y releí ayer Héroes de Ray Loriga -y me dieron la una, y las dos, y casi las tres de la madrugada, sin poder luego coger el hilo del sueño: es lo que tiene abrir la caja de Pandora de la memoria-, que había leído por vez primera a los 18 (Loriga la publicó a sus 26 anos), y comprobé que Loriga no es Lichtenberg, ni Pascal -aunque los jóvenes personajes de esta novela sepan permanecer muy tranquilos en una habitación, trasegando con birras y otras sustancias, dejando que la música sea su porvenir sonoro- ni tampoco Heráclito, que dijo que no nos bañamos dos veces en el mismo río, como tampoco leemos dos veces el mismo libro, porque nunca somos los mismos y nada tiene que ver una lectura a los 18 que a los 43 tacos, pero no te preocupes, dentro de algunos años lo verás todo de otra manera.
Dentro de algunos años habrá otro que lo verá todo de otra manera por mí
, dice uno de los personajes. Bien. El otro era aquel que espigó muchas de las frases lapidarias de esta novela para copiarlas en los lomos de la carpeta de clase, repetidas luego como un mantra, frases que parecían sacadas de las canciones de Springsteen de su The River, del Nebraska, como ese Johnny 99 frito en la silla eléctrica, con personajes que tenían a Dios muy presentes en sus plegarias, frases que leídas 25 años después sigo recordando, lo cual no me pasa ni con los aforismos de Lichtenberg, ni con Pascal, más que nada porque no los leí entonces (La metáfora es mucho más inteligente que su autor, y esto sucede con muchas cosas. Todo tiene su profundidad. Quien tiene ojos ve todo en todo), como sí hice con Loriga (y con Springsteen, pues en aquel entonces de vinilos uno creía que “We busted out of class had to get away from those fools/ We learned more from a three minute record than we ever learned in school”). Hay un tema de Springsteen del 87, Brilliant Disguise en el que canta: Tonight our bed is cold/ I’m lost in the darkness of our love/ God have mercy on the man/ Who doubts what he’s sure of. Sí, es muy difícil estar seguro de algo cuando todo parece ser un disfraz brillante –So tell me who I see/ When I look in your eyes/ Is that you baby/ Or just a brilliant disguise, como esta brillante y enmascarada novela, puerta abierta hacia aquellos maravillosos años, que seguramente no lo fueron tanto, pero reconforta y apacigua pensar que sí.

¿Qué quieres decir exactamente?

Nada. Precisamente se trata de no decir nada exactamente. Ahí está la gracia. Las piezas redondas rebotan y ser redondo y rebotar es como ser una pelota de tenis, y nadie quiere ser una pelota de tenis, es mucho mejor ser una gancho de carne que una pelota de tenis.

¿Y eso por qué?

Porque una pelota de tenis no puede agarrar nada ni tiene con qué agarrarse.

Ednodio

El amor es más frío que la muerte (Ednodio Quintero)

Desoigan los desencantos de sirenas malnacidas que hablan del final de la novela. ¿Qué novela? ¿Qué final? !Busquen! (no es éste uno de esos ladrillos con los que hacen columnas proteicas en la mayoría de las librerías) El amor es más frío que la muerte del venezolano Ednodio Quintero, (Las Mesitas, Venezuela, 1947) suban a bordo, paseen, escalen y descalábrense por sus páginas, sientan la sacudida de la digresión, el rechinar de sus cojinetes mentales, la tímida risa que estallará en impetuosa carcajada, abran los ojos a modo de asombro y asómbrense, sí, sin recato alguno, pasen del asombro al estupor si es lo que el cuerpo les pide, sientan también la sacudida del deseo (aquí los Coños son mucho más salaces que los de Don Juan Manuel) ante páginas donde éste se hace carne y capaz de expulsar auténticas lechadas, y no se echen las manos a la cabeza –en todo caso a la entrepierna- porque todos sabemos que el sexo es vida -habla (la) memoria: y salen en tropel un centón de lolitas- y también muerte, por supuesto, y párense un momento a pensar cómo Ednodio nos presenta un Caronte liliputiense para casi sin transición meternos de matute una canción de Björk o el gato de Ches(h)ire -que me aboca sin remisión a párrafos de Predicciones catastróficas- cómo asoman en el texto Bellatín, Villoro, Pitol, Faulkner, Hemingway, Cioran, Borges, Homero…, libros de Gombrowizc, Bolaño, de Yasunari Kawabata como La casa de las bellas durmientes -que pasa a engrosar sin miramientos mi Nikon Oriental- aunque podamos pensar también en determinados momentos en Cervantes, en eriales rulfianos, devenidos en paisajes pastoriles y más tarde en urbes (que no ubres) niponas, donde Ednodio ya no escribe, sino que hace sonar su caramillo para entretenernos, cual juglar, con aventuras disparatadas, fantásticas, fascinantes en su inverosimilitud (sobre lo cual ya el narrador da su parecer: Y en cuento al verosímil que tanto atormenta a los escritores realistas, a mí me tiene sin cuidado), donde caben brujas, drones, elfas, inviernos nucleares, y todo lo que de sí da –aquí siempre en beneficio del lector- una imaginación (la psiquis deteriorada) hiperexcitada y en estado de gracia y/o de cachondeo y/o choteo permanente.

Ednodio ha escrito un libro acojonante, ante, ante, ante. Pero, ¿a quién coños le importa?

Háganse un favor, léanse a Ednodio.

Albricias a esa editorial –nominalmente cervantina- que tantas alegrías librescas me va deparando: Candaya