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El hombre que se creía Vicente Rojo (Sònia Hernández)

Si el objetivo de esta novela de Sònia Hernández (Tarrasa, 1976) era darnos a conocer la figura del pintor Vicente Rojo (sobrino de Vicente Rojo Lluch), creo que lo ha conseguido. Aunque para ello creo que no es necesario escribir una novela, pues bastaría con un simple artículo, como el que ya ha escrito Sonia Hernández sobre Vicente Rojo:
La respuesta infinita de Vicente Rojo
La novela más allá de ser una suerte de mínima biografía de Vicente Rojo, integra a este como personaje de la misma. Si bien, el propio título de la novela, ya nos da a entender que el Vicente Rojo no es el real, sino un impostor, lo que nos permitiría reflexionar acerca de esas apropiaciones e imposturas, como planteaba Cercas en El impostor. Recuerdo que en Últimas noticias de la escritura de Chejfec, comentaba que de joven escribía páginas enteras de los libros de Kafka, con la idea de que de esa manera algo del genio checo se le transfiriese a su forma de escribir. No sé si el mismo autor era el que decía que dormía con los libros de aquellos clásicos que adoraba debajo de su almohada, como si pudiera producirse de esta manera una especie de ósmosis. Lo que la autora plantea es la posibilidad que tiene el arte de elevarnos, de mejorarnos, de enriquecer nuestra mirada.
Así el falso pintor en lugar de quitarse del medio y suicidarse opta en un determinado momento de su vida por salir del atolladero siendo Vicente Rojo. La narradora, una mujer de 43 años, con 20 kg de sobrepeso, desorientada, y entristecida, con una hija adolescente con la que no tiene muy buena relación, y empeñada esta en apreciar únicamente lo feo de todo cuánto la rodea, vislumbra en la figura de este falso Vicente Rojo (que va a dar unas charlas de arte en el instituto al que acude la hija como alumna y que le regalará a ésta un cuadro suyo), la posibilidad de recuperar la ilusión perdida hacia su oficio, el periodismo, ante la idea factible de poder pergeñar una entrevista con tan afamado pintor o en su defecto escribir un ensayo sobre el mismo. Esto podríamos verlo como el recipiente de la novela, el tema es con qué se sustancia y se rellena todo esto y ahí la novela creo que hace agua por todas partes, y el lector boquea entre naderías.

136 páginas son excesivas para tan poca chicha. Los personajes no tienen raíz alguna y los devaneos que se trae la narradora, tendrían sentido en el caso de que esta novela fuese una parodia, que no me lo parece. La obsesión de la narradora por su gordura, está a la altura, de su pensamiento mórbido e insulso.

Sònia Hernández en Devaneos | Los Pissombini